Estuve un momento analizando lo que acababa de decir y debí reconocer que no tenía derecho a juzgar a nadie, mucho menos a Gary.
Su vida fue, como dijera, una sucesión de naufragios, de calamidades que se ensañaron con él cual si fuese un personaje en una tragedia griega.
¿Quién era yo para juzgar un momento de debilidad en un hombre que debía afrontar a diario la carga de la culpa, el dolor y la pérdida?
Gary no era un ídolo con pies de barro, sino un hombre cuya armadura mostraba las marcas de innumerables combates contra enemigos terribles.