Y un día las palabras encontraron su orden. Y dejaron de empujarse y tropezar. Y ella respondió. Y no imaginé que su voz fuera mágica.
Porque sólo escuché su voz, sólo escuché su voz. Por varios días.
Sólo escuché su voz.
Y creí que todo era distinto. Y se lo dije al tío.
El me miró, para nada conmovido, y dijo:
– La pucha que le pegó fuerte el primer amor. –
Quedé tan sorprendido que por un momento no pude decir nada, lo miré incrédulo y al final, ambos largamos la carcajada al mismo tiempo.
– Me parece que sí, señor. Pero, sí la viera… – suspiré. Él se sonrió – cuente – dijo, y estuve rato contándole como era, como brillaba su pelo cuando le daba el sol y como todo parecía nuevo cuando la oía reír.
Hablé rato, mientras él cebaba mate y me miraba con aquella semisonrisa un poco incrédula.
Al rato, cuando hice una pausa para respirar, creo que la primera en media hora, el tío preguntó: ¿Y cómo se llama?
– Cecilia. Se llama Cecilia. – el pestañeó y se tiró hacia atrás, casi como si le hubiera pegado.
– Ojalá pueda ser feliz, mijo; ojalá todo termine bien. – Era bastante claro que aquel nombre le traía recuerdos amargos y, en ese momento me di cuenta que nunca lo había oído hablar de una mujer. Nunca le conocí novia, ni supe que hubiera estado casado.
– ¿Tío, usted se casó, alguna vez? – Pensé que era extraño no haberle preguntado antes algo tan natural, pero las mujeres nunca habían sido parte importante en nuestras charlas.
– No, mijo. Nunca. – tomó un mate, con el ceño fruncido, como pensando intensamente. Cuando se cebó el segundo sin romper el silencio, me dije que no había sido buena idea hacerle esa pregunta; pero continuó: Nunca me casé, pero estuve enamorado.
Asintió y repitió.
– Estuve enamorado. Mas que usted, probablemente. Pero, a veces, eso sólo no alcanza.
“Se llamaba Cecilia, como habrá adivinado, y era muy bonita. Hay mujeres lindas, Julito, hay algunas hermosas, pero es con las mujeres bonitas con las que uno tiene que casarse”.
Al ver que yo no entendía la diferencia, movió la cabeza, en un gesto que le había visto hacer muchas veces, algo podía traducirse como: es complicado.
“Cuando uno es joven, se enamora de una cara linda. Luego, le pueden llamar la atención unas buenas curvas, pero al final, con la madurez (y no crea que a eso se llega sólo creciendo), uno se da cuenta que lo mas importante es lo que no se ve a primera vista”
– Papá dice que las que dicen eso son las madres de las feas.
El viejo se sonrió a pesar suyo y asintió “Si, es verdad, lo dicen. Y tienen razón. Hay muchachas que son preciosas, pero sólo piensan en lo que uno puede darles.
Quieren “un buen candidato” y se olvidan que eso no es lo mismo que querer a su candidato.
Cecilia era una muchacha muy linda, despierta, de buen corazón y, ¿Sabe qué? Divertida.
A ningún hombre con la cabeza en su lugar le puede gustar una mujer que se haga la cómica, o se ría de todo. Pero una mujer que sepa ser seria cuando haga falta y que lo haga reír cuando usted lo necesita, es un milagro.
Esa muchacha se adueñó de mi corazón, de mi cabeza, y de mis suspiros – asintió, como si diera cuenta que había dicho una verdad que todavía no había visto – Se adueñó de mis suspiros…
Recuerdo que, cuando la vi por primera vez, sentí un golpe acá – dijo golpeándose el pecho con la mano abierta – como si mi cuerpo supiera que esa mujer sería única”
Me miró y dijo: nunca me pude explicar eso. Lo pensé mil veces y después lo volví a pensar y sigo sin entenderlo.
Yo era muchachote y trabajaba como tropero, todavía, ese fue el último trabajo que hice, después no quise viajar más.
Fue en Fray Bentos, me acuerdo que el viaje era sólo hasta Mercedes, pocos kilómetros, pero había una crecida y el río negro no daba paso.
Acampamos en el galpón de la estancia, y matábamos el tiempo entre mate, guitarras o alguna cosa que nos llevara tiempo.
Remigio no había ido, tenía una pierna rota; sus problemas con la bebida ya eran bastante graves y borracho, se había caída del caballo.
Tu tata se entendía bien con la guitarra y pasaba horas tocando suave sin hacer mucho caso de lo demás. Por suerte no se le daba por cantar, porque se le daba bien la música, pero no el canto.
No salíamos mucho, ni nos ofrecíamos para ninguna tarea, el capataz de la estancia era un petiso bien prepotente con los peones, pero lame botas del patrón, se hizo odiar a la primera charla.
Pasados dos o tres días, quiso congraciarse y se acercó a nuestra ronda de mate, se puso a hablar como si fuese amigo de años y se reía muy fuerte de sus propias historias.
Se nos estaba acabando el agua y el tata me dijo de ir a buscar agua.
– Deje nomás – dijo el hombre – deje nomás, que acarrear agua no es cosa de hombres. ¡¡Cecilia, agua!! – gritó y enseguida apareció la mujercita mas linda que hubiera visto.
¡Dios mío, que linda era!, le garanto que se me ocurrieron todas las rimas bobas que se le hayan ocurrido a usted y muchas mas también.
Ella trajo el balde con agua, sacó la pava del fuego (con un guantecito, para no quemarse) y la volvió a poner en su lugar, sin derramar una gota.”
– ¿Sabe qué? – dijo el tío, mirándome, casi con sorpresa – hacía todo así. No se le caía una gota, no se le arrugaba nada, todo le salía cómo si lo hubiera hecho toda la vida. Se movía como si estuviera bailando.
Pero no era que buscara hacer las cosas así, le salían así naturalmente, ¿entiende? – le brillaban los ojos al hablar, el amor y la maravilla de aquellos tiempos se notaban en su mirada.
“Cuando terminó, dijo: permiso. Y ya se daba vuelta para irse cuando su padre le ordenó quedarse.
– Esta es la Cecilia, mi única hija. La madre murió de parto, pero bueno. Ella me sacó a mi mujer, pero ahora me va a sacar de pobre. – se notaba que la muchacha estaba bien incómoda y yo me pregunté cuántas veces el padre había hecho la misma escena – El hijo de los Lence, de allá de la estancia que llevan el ganado ustedes, ya le echó un ojo. Y cuando ésta se case, se terminó el trabajo pesado para mí. ¡¡Juajuajua!!
El hombre se río hasta darse cuenta que nadie acompañaba sus risas; despidió a su hija con un gesto y se quedó un rato mas con nosotros, pero el clima ya no era el mismo.
Yo tenía la cabeza en la mirada que me había dado Cecilia, antes de volverse.
Cuando preparaba todo para dormir, el tata se acercó y dijo: el abombado de tu hermano sólo tiene ojos para la guitarra y la novia esa que parece que tiene por la plaza Zorrilla.
Pero vos tenés dos ojos que miraron bobos a la hija del capataz. Y eso sólo puede ser para problema. Los jóvenes creen que inventaron el amor con cada mirada, y no es así, Gabino.
Vos tenés el nombre de tu abuelo, así que vas a entender lo que me dijo un día “uno siente el enamoramiento como una llamarada en el corazón, pero el fuego que sirve, el que da calor, no es ese, sino el fuego lento de un hogar, el que dura toda la vida”
– Yo lo entendía, sí. Pero en mi juventud, pensé que podía estar equivocado. Pensé que podría controlar un incendio y al final, mi error barrió con todo.
El tío tragó saliva y estuvo rato callado, rato.
“Al otro día – continuó – estuve relojeando el aljibe hasta que la vi aparecer con los baldes; me hice el distraído y “de casualidad” llegamos casi al mismo tiempo.
Un par de buenos días, medio asustados, y le ofrecí ayuda para llevar el agua hasta la cocina.
– Gracias – dijo, con los pocitos de la sonrisa en sus mejillas. Cuando estábamos cerca de la cocina me pidió que los dejara donde estaban, mejor que no lo vean conmigo.
Me quedé pensando en la forma rara en que lo había dicho, porque yo habría esperado un “que no me vean con usted”, pero ella se ganó una sonrisa, y mi corazón, cuando, antes de entrar, dijo: y si va a disimular, por lo menos trate que le salga un poquito mejor.
Los pocitos aparecieron de nuevo y yo estuve toda la mañana con la misma cara de sorprendida (y algo boba) alegría.
Nos vimos tres días seguidos, y el último casi nos pescan, así que decidimos, sin hablar, ser más cuidadosos.
La última jornada, me animé a acompañarla de nuevo, ella habló primero: Se va mañana, ¿no? Asentí en silencio, dolorido.
Tomó aire y me pidió los baldes, eran pesados, no podía decirle eso porque era el hombre, pero esos baldes eran pesados.
Antes de entrar, me miró seria y dijo: abajo del ombú cuando estén todos dormidos.
El día previo a la salida es de bastante trabajo, así que todos nos acostamos casi con las gallinas. Me acuerdo que incluso dormité un poco, pero la luna no estaba alta todavía, cuando yo llegaba al ombú.
Me acuerdo que demoró bastante y varias veces decidí que me iba a quedar “un ratito mas”, hasta que por fin vi un movimiento, muy cerca, y Cecilia llegó, casi sin hacer ruido.
Nos dimos un abrazo largo, apretado, como asegurándonos que era cierto que por fin estábamos juntos.
Olí su pelo, su piel y supe que ella hacia lo mismo. Por fin, por fin, decía yo, y el primer beso lo compartimos con las sonrisas.
Ella me juró que no quería casarse con aquel hombre, que no quería vivir mas con su padre, en ese lugar.
– Llevame contigo – dijo, en un tiempo que las parejas de años se trataban de usted – Quereme.
Y nos quisimos, como los grandes, todo lo que nos animamos, hasta que el lucero nos obligó a separarnos.
Nos volvimos a dar un abrazo, largo y apretado. Pero no igual al primero. No como El Abrazo.
Poco después salimos con la tropa y antes de cinco días estábamos de vuelta.
Encontramos la estancia toda revolucionada, el capataz se había vuelto loco, de golpe, y había matado a Cecilia.
La gente oyó una discusión horrible la noche después que nos fuéramos y era recién media mañana cuando alguien se animó a entrar a la casa de Rodríguez.
La muchacha estaba tirada en su cuarto y del padre no había rastros.
Al mediodía lo encontraron, colgado, en el ombú.”
Habían pasado más de cuarenta años y al tío aún se le caían las lágrimas al recordar aquello.
Me miró sin enjuagarse la cara y dijo: Disculpe que le haya contado.
Ojalá usted pueda ser feliz.
Ocho años después, en el primer carnaval luego que el tío tomara su última caña, me encontré con Cecilia luego de largo tiempo sin vernos.
Junté coraje casi toda la noche, hasta que por fin me animé a invitarla.
– ¿Y ahora viene? ¡Qué dormido, el baile está casi por terminar!
El ver los pocitos en su sonrisa me llenó de fuerzas
– Ahora, por decirme eso, se va a casar conmigo.
– Ah, ¿sí? ¿Cuándo, sí se puede saber?
– De aquí a dos años, el cinco de octubre.
En realidad, no tuve razón esa noche.
El cinco de octubre era domingo, así que nos casamos el viernes tres.