Era una primavera bien ventosa y las cometas se veían por todo el cielo.
Las mirábamos con el tío; pasábamos rato, el mateando y yo jugando con alguna piedra o algo.
A veces conversábamos un poco, pero eran frases cortas, el tío tomaba mate despacio, casi siempre sólo, por eso mismo.
Había gente lo devolvía enseguida, como si el objeto de tomar mate en ronda sólo fuese tomar agua caliente con yerba.
Y hablaba poco mientras mateaba.
Yo había hecho un camino con tierra (tuve que darle un chirlo al Nippur, porque estaba meta oler lo que hacía y me desarmaba todo) y estaba jugando, cuando el tío dijo:
– Aquella cometa tiene la cola muy corta. – lo miré y agregó, señalando con el mentón – por eso hace esas piruetas.
Seguí su mirada, buscando aquella cometa, pero no hacía falta; había varias en el aire, pero sólo una daba vueltas, nerviosas.
Se hamacaba de un lado al otro, se hundía en el aire cayendo diez o veinte metros y se remontaba, veloz, a la altura de donde había caído.
– En cualquier momento se mete en una bajada muy fuerte y la tienen que recoger toda rota. –
Nos quedamos mirándola, en silencio, pero la cometa siguió su loco baile de subidas y bajadas sin que esa caída grande llegara.
El caminito de tierra me volvió a llamar y estuve moviendo piedras y palitos de un lado a otro, por un ratito.
Mamá siempre terminaba mi jornada con un baño, cada vez que hacía eso, pero valía la pena.
Con los palos hacía corrales de los que trasladaba rebaños de piedritas de uno a otro.
A veces, alguna se me escapaba y había que mandar al tropero a buscarla y llevarla de regreso al ruedo.
– Mirá, el tano – dijo el tío Gabino, casi para sí mismo. El tropero tuvo que esforzarse en llevar una vaca rebelde al corral, antes que pudiera distraerme en prestar atención al tío.
– ¿Cómo, don Ramos?
– Aquella cometa; – dijo, y volvió a señalar, esta vez con la bombilla – aquella la hizo el tano Vattolo.
Las cometas que tenía vistas eran todas, más o menos parecidas y de dos formas distintas; unas redondas, que se hacían con cuatro tiras de tacuara y unas medio cuadradas, que mamá decía que tenían forma de rombo.
Éstas se hacían sólo con dos tiras de caña, uno largo y otro más corto, como haciendo una cruz.
Como sólo tenían dos palos, todo el que quería aprender a hacer sus propias cometas, empezaba con ese tipo; daban bastante menos trabajo que las otras.
Esas eran las que conocía, había otros modelos, claro, pero eran las otras con algunos cambios o directamente, mal hechas.
Esta no, esta era totalmente distinta y, según mi experiencia en cometas, no podía estar volando.
¡Pero si ni siquiera cola! ¡¿Cómo podía volar una cometa sí no tenía cola?!
Era una estrella; no una cosa medio parecida a una estrella, no señor. Era una estrella.
Con cinco puntas y cortos flecos que salían de ellas.
Y volaba.
Aunque no pudiera creerlo, la cometa se elevaba tranquila, casi sin moverse para los costados. Subía como siguiendo un riel, derechita.
La que hice era una pregunta bastante tonta, y merecía una respuesta que fuera medio rezongo, pero el tío parecía entender tan poco como yo del porqué volaba esa cometa.
– La verdá no sé, mijo. El tano tampoco, si uno cree lo que dice (y no tiene porque no hacerlo), pero la cosa es que las hace. Una o dos por año, nada más, y las regala.
Y sus cometas vuelan, y son únicas, no hay manera de confundirlas.
En eso estaba de acuerdo, esa cometa era única.
Y sí me hubieran dicho que volaba mansa sin tener cola, no les habría creído, pero la estaba viendo. Mis ojos no mentían.
– ¿Pa, tío, y le podremos comprar una? – Yo había estado juntando, muy despacio para mi gusto, los vintenes que me regalaban de los vueltos. Pero al ver a esa cometa me dije que mi pobre chanchita tenía las horas contadas.
El tío Gabino me miro molesto – Pero usté se debe haber caído de la cuna cuando era chico. ¿No le digo que no las vende, que las regala? –
Sí, me había dicho, y estaba bien rezongado. Si le llegaba a decir que había pensado romper la chanchita, me ligaba un rebencazo y de vuelta estaría bien.
Me quedé mirándola callado, sin acordarme de mis corrales de tierra, llenos de vacas rebeldes.
Cuando mamá me llamó para adentro, acaricié a Nippur, que se había acercado y, mientras me pegaba manotazos en la ropa para sacar lo peor del polvo, le dije al tío.
– ¿Sabe qué? Me gustaría tener una, pero más me gustaría saber por qué vuela tan bien. –
El tío asintió en silencio. Ya estaba llegando a casa cuando lo escuché decir: A mí también.
Al día siguiente, el tío me dijo que le pidiera permiso a mi madre para hacer un mandado.
Mamá estaba fregando la olla de las conservas; era grande, vieja y pesada, se ponía directo sobre el fuego de leña y siempre terminaba llena de hollín.
Cualquier distracción era buena para robarle un segundo a un trabajo tan pesado, así que mamá dejó lo que estaba haciendo, se sopló un mechón de pelo que le caía sobre la cara y me sonrió.
Me encantaba que hiciera aquello con el pelo; fruncía un poquito la boca, soplaba y el mechón se acomodaba. Me hubiera encantado aprender a hacer algo así, pero los hombres no llevan el pelo largo.
Y dejarme crecer un mechón sólo para poder soplarlo era bastante bobo.
Me dejó ir, pero antes me pidió un abrazo. Nos dimos un abrazo raro, porque mamá tenía las manos y brazos tiznados (y era a ella a quién le tocaría lavar mi ropa cuando se ensuciara) y no quería mancharme.
El tío me esperaba en el portón. Nippur iba y venía, parecía nervioso. Hacía pocos meses que el tío me lo había regalado y ya éramos inseparables.
Dio unas vueltas y se agachó como para hacer de cuerpo; yo miré para otro lado, pero el tío enganchó los índices y, tirando de ellos, se los mostró a Nippur.
El bicho se paró y lo quedó mirando sin entender mucho.
“Jiejiejie” se río el tío, en voz baja. Y empezó a caminar, chiflando. Si largaba la carcajada, era un “Juajuajua”, bien clarito y que te hacía reír, aunque no supieras muy bien porqué.
Pero si me hacía alguna maldad de las de él, o me tomaba el pelo, se reía así; parecía un gurí chico.
– ¿Que fue, tío? –
– Si uno hace así, – volvió a enganchar los dedos y dar un par de tironcitos – el bicho no va de cuerpo; no hace.
– ¿Y eso que gracia tiene, pobre animal? – me sonaba medio raro, pero me moría de probar, a ver sí funcionaba.
– Pal bicho, garanto que ninguna – se encogió de hombros, como si tampoco fuera cosa seria y no pude menos que sonreírme.
A veces, el gurí chico parecía él.
Habíamos caminado dos o tres cuadras, cuando el tío me llamó la atención, había un perro en la vereda, olfateando todo y me dije que esa era la oportunidad de probar.
Nippur ya había hecho, pero lo habíamos dejado en paz; no era cosa de andar judiando al animal de uno, mire si se enfermaba.
El perro se fue a agachar, y yo medio le chiflé bajito. Cuando me miró, hice lo que el tío me había mostrado… ¡El bicho miró para otro lado, luego me miró de reojo y se levantó sin hacer nada!
Sorprendido, miré al tío Gabino y largamos la carcajada al mismo tiempo.
El pobre perro caminó media cuadra y se agachó de nuevo, mirándonos con desconfianza, pero lo dejamos aliviarse; con una vez era suficiente.
Poco después llegamos a un galpón grande, que tenía cinco o seis largas porteras apoyadas en el frente. Al otro lado de la entrada había algunas puertas y marcos de ventana.
Un ruido agudo venía desde adentro, luego vería que era una gran sierra que cortaba largos tirantes del tronco de un árbol; un pino, tal vez.
El olor de la resina se mezclaba con el del engrudo que usaban para pegar y el penetrante olor del barniz.
– Andá con cuidado que esto no es juguete, Julito. No te alejes y no toques nada. – asentí y el tío le habló a un muchachito que no alcanzaría los doce todavía y que, con muchísimo cuidado, pintaba una portera. A decir verdad, el gran portón de madera ya parecía estar perfectamente pintado, pero el muchacho se esmeraba como si la madera aún estuviese virgen.
– Buen día, mijo – saludó el tío – ¿El tano anda por ahí? –
– Sí, señor – dijo el muchacho mientras se paraba, se enderezó y soltó un gruñido cuando su espalda estralló. El tío preguntó si había sido una jornada larga y el muchacho sonrió – Pocos patrones tan bravos como el padre de uno. Ya se lo llamo. – agregó.
Oímos como la sierra se apagaba y al salir, poco después, el joven nos invitó a pasar. Lo último que vi antes de entrar, fue como miraba la portera con ojo crítico.
El galpón parecía más grande por dentro que por fuera, y en su penumbra cavernosa había maderas de muchos colores y tamaños diferentes, en pilas que llegaban casi hasta el techo.
Una pared estaba ocupada por un tablero enorme, donde colgaba todo tipo de herramientas. Siluetas pintadas en amarillo indicaban el lugar que cada una debía ocupar.
Si se miraba con atención, uno se podía dar cuenta que el desorden que parecía haber era engañoso.
Todo estaba ordenado y las cosas que se usaban más seguido, se encontraban bien a mano.
El hombre se alegró al ver al tío y hablaron un rato antes de acordarse de mí.
Me entretuve mirando las herramientas, las distintas maderas, el gran tronco del que la sierra cortaba tablones del ancho de mi puño.
Me quedé bastante quieto hasta que vi una pequeña montaña de aserrín; me acerqué y, sin poder evitarlo, hundí las manos, tomé una buena cantidad y aspiré el aroma de la madera.
Cuando volví a dejar el aserrín en su pila, el tío Gabino me miraba incrédulo, mientras que el tano lo hacía con una semisonrisa complacida.
Sonreí, culpable (pero nada arrepentido) y me acerqué; el tío hizo las presentaciones y el tano Vattolo sonrió de nuevo cuando le tendí la mano.
– Todo un caballerito, el señor – dijo mientras hacía desaparecer mi mano entre la suya. Antes de soltarme, pareció recordar algo y preguntó: ¿Que le dijiste a tu tío de mis pandorgas, ayer?
No sabía a qué se refería, y sentí la aspereza de sus manos alrededor de las mías; pero antes de ponerme nervioso, recordé la charla que, el tío y yo habíamos tenido la tarde anterior.
Pero ni muerto me acordaba de la palabra que usó el hombre para decir cometa.
– Le dije que me encantaría tener una, pero más me gustaría saber cómo vuelan tan serenitas sin tener cola.
El hombre me soltó y sonrió, sin decir palabra, se fue al fondo del galpón. El tío me acarició la cabeza y dijo: Pandorga, Julito. En Paysandú, y parte de Argentina, a las cometas las llaman pandorgas.
Vattolo volvió con una de sus cometas; una estrella. La hacía hamacarse, sosteniéndola sólo con dos dedos apoyados en las puntas de dos de sus rayos.
Me la dio, la giró un poco antes de hacerlo y me dijo: ya que te interesa más el secreto que la pandorga, vamos a hacer esto: Si descubrís cual es, te regalo una.
Antes de encender la sierra, señaló al tío Gabino y sonriendo, gritó: ¡Pero que ese viejo sinvergüenza no te ayude!
El tío salió y yo me quedé mirando la cometa, sin saber muy bien qué hacer. Para colmo, era incómoda de agarrar, se le daba por inclinarse para un lado.
El señor Vattolo no había hablado de tiempo, pero me molestaba estar ahí parado, como un bobo sin que se me ocurriera nada.
Me puse a mirar la carpintería y volví a darme cuenta que el desorden era sólo aparente.
Si aquí se cuidaban tanto los detalles, era seguro que el secreto de la pandorga debía estar muy cuidado, no se debía ver con facilidad, debía estar escondido.
Los flecos que caían de cada rayo de la estrella no alcanzaban ni por asomo a juntar el largo de una cola normal, eran más de adorno que de otra cosa.
Pero, en realidad, en uno de los rayos de los rayos no había flecos. El acabado era impecable, como en toda la cometa, así que el que no estuvieran, tenía un motivo, ese rayo era el de arriba.
Al girar la pandorga para que esa punta quedara en su lugar, me di cuenta de otra cosa, la manía de la cometa por girar, no se notaba.
Había algo que hacía peso, y, estando abajo, la mantenía derecha, no la dejaba girar.
Mi sonrisa fue creciendo a medida que me iba dando cuenta de eso; la cometa tenía unos pequeños contrapesos unos gramitos de plomo o algo, que la mantenían en la posición correcta.
Me asomé a la puerta, donde la luz era más fuerte, y me puse a examinar las puntas los dos rayos que quedaban abajo. Sí, ahí estaban, casi invisibles si no se los buscaba y el único lugar donde la terminación no parecía tan fina como en los otros extremos.
Había encontrado el secreto.
No se los veía, pero debajo de la piola que los cubría, debía haber dos pequeños pedacitos de plomo que mantenían la cometa derecha.
El tío me había visto sonreír luego de descubrir el secreto, se acercó, pero no le dije nada; simplemente, entré a la carpintería con la cometa sostenida en posición invertida.
Cuando Vattolo me miró, la dejé girar.
Una gran sonrisa iluminó y su cara. Apagó la sierra y se acercó…
Cuando volvíamos a casa, el tío hacía girar la pandorga (de ahora en adelante, sólo las llamaría así) y la miraba con respeto.
Y estábamos tan contentos en ese viaje de vuelta que no molestamos a ningún perro.