Todos los dos de noviembre marchábamos en familia al cementerio.
El camino que seguíamos corría junto a la vía por casi medio kilómetro, y nunca faltaba quien caminara unos metros sobre los rieles. La tía Ana era fina para caminar arriba de las vías, igual te caminaba una cuadra, rapidito y sin perder el equilibrio nunca; yo le envidiaba la habilidad.
El tío Gabino decía que no se caía porque era petisa, pero yo era más bajo y me caía igual. “Pero ella es grande” decía el viejo, y parecía creer que esa era explicación suficiente.
Era una salida rara; la ida estaba llena de charla y risas, pero la vuelta era distinta; al volver las caras eran serias y los silencios largos y cargados de suspiros.
Nuestra familia tenía un panteón chico (en el último corredor, antes del muro del fondo) siempre caluroso y con olor a polvo. Alguno de los tíos abría y la primera en entrar era la mama, todos esperábamos afuera mientras tocaba la urna del abuelo, la del tío Lindolfo (murió joven, pobre, en un accidente) y recorría con la mirada las que estaban muy altas para que pudiera tocarlas. Cuando salía, los ojos húmedos y pequeñas gotitas de sudor sobre los labios, los tíos se aclaraban la garganta y entraban a dar sus respetos.
Los gurises éramos los últimos, luego que mamá o alguna tía limpiara de polvo y telarañas los osarios. Teníamos una escoba (sólo el escobillón, porque el mango había desaparecido) muy vieja y de cerdas dobladas, que cada año se prometía cambiar, pero que, seguramente, sobreviviría a todos los que estábamos allí. Había un trapo que nos mandaban humedecer para pasar sobre los vidrios de las fotos.
La primera vez que me dijeron que fuera le pedí al tío que me acompañara para mostrarme el camino. Él no dijo nada y empezó a caminar, las manos detrás de la espalda. Se paró al lado de la canilla y esperó, todavía en silencio, a que enjuagara el trapo. Cuando volvíamos, sin mirarme dijo:
– No tiene que tener miedo acá, mijo. El problema son los vivos. – Esa vez, nadie me tuvo que acompañar, fui sólo sin mayor problema.
Cuando todos nuestros difuntos quedaron saludados, la mama hizo lo que hacía todos los años, recorrer el cementerio viendo quién se había muerto desde la última vez. Se paró delante de una tumba que tenía varias coronas y ramos marchitos.
– Mirá Tito, el dotor Peralta Alonso – le dijo a mi padre. Luego me miró y agregó – El dotor Peralta Alonso lo trajo al mundo, a tu padre. A tu padre y a tus tíos.
– Y a él también – dijo mamá – Era el doctor Peralta desde que me conozco.
Me parecía increíble que el mismo médico que estuvo cuando mi padre vino al mundo, fuera el que me había atendido a mí cuando mi madre me llevó al hospital por unas vacunas. Me acerqué a ver mejor la lápida y, sin poder evitarlo, dije casi gritando:
– ¡Paah, Beresmundo! –
Antes que pudiera arrepentirme, oí el rugido del tío Gabino.
– ¡¡Juicio!! –
Mi madre, de quién no se podía decir que tuviera al tío en muy alta estima, dijo casi lo mismo:
– ¡Tené modo, Julio Daniel!
No me hizo falta levantar la vista para darme cuenta que todos los ojos estaban clavados en mí, y que nadie me estaba sonriendo.
– Que vergüenza, mijo. Reírse de un finado – mi padre sonaba más triste que enojado – y peor, de un gran hombre. Ojalá tengamos el orgullo que usté sea la mitá de bueno que él.
Quedé muerto, porque realmente no había querido hablar tan alto, ni mucho menos reírme, pero encontrar un Beresmundo no era cosa de todos los días.
Marchamos para casa, luego que la mama revisara todos los difuntos recientes y mis padres me llevaran a dejar unas siemprevivas en el nicho donde estaba el abuelo Decio, el padre de mamá. La vuelta siempre era mas callada, las charlas aparecían recién faltando dos cuadras para casa; pero esa vez, el horno no estaba para bollos conmigo, así que, sin pensarlo mucho, me fui quedando rezagado. Para colmo, Nippur no había ido con nosotros (mire si íbamos a llevar a un perro al cementerio), por lo que el camino me parecía más largo que nunca. De repente, sentí el olor fuerte del tabaco del tío Gabino, el viejo había hecho tiempo para esperarme. Mis padres eran partidarios del “le vamos a dar un tiempo para que piense”, cuando no del chinelazo antes, así que caminaban adelante y aparentaban no acordarse de mí.
– A veces es complicado abarajar la lengua antes que se desboque – dijo el tío, mirando lejos. Yo llevaba la vista baja, pero sabía que él hablaba sin mirarme. – Y, eso, mijito, no se vuelve mucho mas fácil con el tiempo.-
Carraspeó y escupió. Eso era otra de las cosas que tenía el naco, además de ser catinguiento, te hacía escupir, también. El tío no mascaba, pero tenía un amigo, el viejo Barrientos, que lo hacía y eso era peor, porque encima le dejaba negro el único diente que le quedaba.
– Usté estuvo bien rezongado allá; ya sé que no lo quiso hacer, – el tío levantó una mano para apaciguar la protesta que esperaba que viniera, pero yo no estaba en ánimo discutidor – pero igual, hay veces que, con el reto, la cosa queda más clara. –
Sacudí la cabeza; lo más seguro es que tuvieran razón, que yo tendría que haberme callado la boca, haberme aguantado, pero Beresmundo… El tío dio voz a mis dudas:
– También, quién lo manda llamarse así…-
Hice fuerza para no reírme, no podía largar la carcajada en pleno dos de noviembre, media hora después que toda la familia me hubiese rezongado. El tío tenía algo que a mí me parecía casi magia; te podía decir cualquier cosa, cualquier bolazo, sin que le cambiara la cara. Y ahora estaba bien serio, yo casi reventando por aguantarme la risa, y el hombre pitando con cara de “recién salimos del cementerio”
– ¿Vio ese que le dicen Foro? Uno de Rivera – me miró, y al ver que no me daba cuenta, agregó – El que tiene el almacén en frente a plaza Batlle. –
Ah, sí. ¿Uno medio de mi altura, bajito?
– El mismo. – dijo el tío – Si ese, Dios no quiera, pasa a mejor vida, usted no vaya en el cementerio. –
No entendía mucho, pero antes que le preguntara, el tío me sacó la duda.
– Porque se llama Nicéforo…-
Me gané un segundo rezongo, esa tarde. Porque esa vez no pude, ni quise, contener la risa