Dos mojarras y una tortuga

Un día vi pasar unos gurises con un calderín y unos pescaditos en la mano.
Era ya bastante después de la siesta así, que me imaginé que habían pasado toda la tarde de pesquería.
Y me entraron ganas de ir.
Mi padre habría sido la primera opción, porque a veces, en semana santa, se iba a cazar y de pesquería con unos amigos.
Pero yo no podía. Primero, era muy chico, o eso decía mamá que me trataba como si uno usara pañales todavía.
Y lo otro era mi madre misma, que ni loca me iba a dejar ir a pasar una semana con cinco hombres armados y pa peor, bebidos.
No es así, no es así, decía mi padre sin mucha convicción, pero lo cierto es que llevaban más damajuanas que otra cosa.

Pero esos eran detalles, el verdadero problema era que mi padre había marchado para el monte hacía dos días y nunca demoraba menos de dos semanas.
Ahí estaba el problema. Y decirle a mi madre que iba a salir de pesquería con el tío Gabino era medio al cuete. Era todo al cuete, no lo quería nada al tío Gabino y tampoco le gustaba la idea de la pesca.

Mamá iba a decir que no, o si no, que esperara a mi padre.
Que no pensaba venir quién sabe hasta cuándo y capaz que tampoco tenía ganas cuando llegase, y que esto y que lo otro y al final yo iba a terminar pescando cuando tuviera edad de ir a cazar y mamarme toda la semana santa con mis amigos.
Así que me dije, Julio Daniel, si vos querés ir a pescar, lo mejor es escaparse.

Así que, bien contento, me fui a lo del tío para informarle que él y yo nos íbamos de pesca.

– Y su madre ¿qué dijo?
Me dejó sin asunto, yo esperaba que no preguntara nada, así no tenía que andar mintiendo.
Bueno, sí me ponía a pensar, aquello de escaparse era medio mentir, también. Pero no era lo mismo y yo no tenía muchas ganas de ponerme a pensar, no fuera que me convenciera que estaba haciendo algo mal.
– ¿Mamá? Esteee, no. No la quise molestar, ¿vio? Taba ocupada y uno no va a andar molestando por ahí.
– O sea que usté se iba a escapar y me quería pa que lo cubriera.
Cualquier cosa que dijera iba a empeorar las cosas, así que bajé la cabeza y dije: medio que sí, señor.

Nippur se había acercado mucho al tío, buscando la sombra, y se echó pegado a sus pies.
– Esto es el colmo. – dijo el tío, pero no hizo nada para espantarlo. – ¿Y por qué fue que se le dio por pescar ahora?

Le conté, le dije que los gurises aquellos habían pasado con el calderín y como veinte mojarras en la mano. – Capaz que las comen y todo.

– ¿Veinte mojarras?
– Sí, señor, más o menos. – No eran tantas ni de cerca, pero capaz que por ahí le podía entrar.
– Capaz que lo saco pescador y todo, mijo. Todavía no fuimos y ya está agrandando las cosas. – Quedó callado un rato y me dice: Usté va y le hace buena letra a su madre por unos días y yo capaz que hasta la convenzo que nos deje ir. Pero se porta bien y hace toodo lo que le digan. –
– Sí señor. – no daba más de contento. –
– Y ahora se me va y se lleva al cusco este antes que le meta un rebencazo. –

Estuve como tres días portándome tan bien que daba asco, mi madre se dio cuenta que toda esa buena letra era por algo, pero no me preguntó.
¡Si hasta me bañé!
No sé cómo no me llevó al hospital, por las dudas.

Y una tarde apareció el tío Gabino y pidió para hablar con mamá. Yo la fui a llamar, el tío me hizo señas para que me fuera y, aunque me hubiese encantado quedarme, salí calladito la boca.
El tío estuvo un rato adentro, alcanzaba a verles los pies, sentados a la mesa.
Yo hacía que jugaba con Nippur, pero trataba de adivinar que quería decir cada movimiento de aquellos pies enfrentados.
Mi perro se dio cuenta que yo no le estaba dando bolilla porque me ladró. Miré y vi que había traído su palito. Se lo tiré un par de veces distraído, pero pareció darse cuenta que yo tampoco le prestaba atención a eso, así que se fue a su cucha y miraba desde allá.

El tío salió y me dijo: su madre lo llama, mijo.

Serio me dijo, así que entré a casa medio cabizbajo.
Mamá seguía a la mesa. Vacía estaba.

– El tío de tu padre vino a pedir si los dejaba ir a pescar. ¿Vos le habías dicho algo antes?
– Sí, señora, yo le comenté que quería ir.
– ¿Y por qué no me dijiste a mí? ¿Por qué no me preguntaste, amor?
La miré y sonreí. Incliné la cabeza como preguntando si no era claro.
Ella sonrió y se paró.

Agarró el mate, le puso dos cucharadas de azúcar y me cebó uno.
– Ya me parecía raro a mí, tanta buena voluntad. Toda esa buena letra era para ablandarme, ¿no?
Chupé la bombilla hasta que hizo ruidito, el agua estaba fría.
– Hasta me bañé, mamá. –

Ella se río mientras ponía a calentar el agua de nuevo. – ¡Y como tres días seguidos! Ya me creía que era demasiado bueno para ser verdad. –
Se sentó a la mesa y sonriendo me dijo, cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.

No entendí mucho que quiso decir, pero cualquier pensamiento que hubiese querido tener se fue cuando dijo: Bueno, vaya.

Al otro día salimos tempranito, el tío, Nippur y yo. Mi perrito nos seguía sin que lo hubiésemos llamado, disimulaba olfateando piedras y mirando de reojo.
– Y al cusco ese, ¿lo va llevar?
– Sí, señor. Pero si usté quiere le mando quedarse.
– Pal caso que le va hacer…

Yo iba a decir que no, que el Nippur era bien obediente, pero los dos sabíamos que el bicho tenía personalidad propia.

El tío me fue explicando por el camino cómo enhebrar el anzuelo, cómo sacarlo sin pincharse, cómo “encarnar” una lombriz y muchas cosas más.
Me miró sin decir nada mientras preparaba todo. Yo me iba repitiendo las cosas como si fuera una lista.
Cuando terminé, controlé que la línea no tuviera nudos y la tiré bien lejos, al medio del arroyo.

El tío dijo, vua miyar y se fue entre los yuyos.
Yo me quedé quietito, mirando bien serio la boya para, al primer tirón, sacarla bien fuerte, así agarraba al pescado.
No le había dicho nada al tío, pero mientras tomaba unos mates dulces con mamá, le había prometido que iba a llevar pescado para la cena.
Pero no éramos mucho de comer pescado en casa, ni cuando papá volvía de semana santa.
Él siempre traía carpincho o algunos tatuces, pero pescado no me acordaba…
Estaba tan preocupado por sí mamá sabría o no preparar los pescados que iba a llevarle que casi no sentí los primeros piques.
Pero cuando me di cuenta estaba tan sorprendido que casi me olvidé de tirar.
– ¡Tío, tío! ¡Pesqué, pesqué!
Por los tirones que daba el bicho parecía que iba a rendir varias cenas, pero cuando rompió el agua resultó que no era tan grande.
Pero era mi primer pescado y yo estaba chocho.
Dientudo, dijo el tío Gabino.
Y debía ser cierto, porque el bicho tenía pila de dientitos como agujas.
El bicho se retorcía en la tierra, Nippur se arrimó a ver que era aquella novedad y lo tuve que espantar.
Sáquele el cuestión, dijo el tío, yo traté de hacerle caso, pero me cuidé tanto de los dientes al sacarle el anzuelo que me pinché y el bicho cayó a mis pies.
Dio un par de saltos y terminó en el agua.

Yo estaba furioso, pero el tío me dijo que, para ser mi primer pescado, aquel dientudo estaba bien.
– Y si no se pincha los dedos no va ser pescador nunca.

No lo había pensado de esa forma, y parecía bien lógico. Así que, orgulloso, me miré mi primer pinchazo de pescador y, lleno de optimismo, tiré la línea bien lejos.

Habían pasado como dos horas en la cañada y yo sólo tenía las dos mojarritas, chiquitas chiquitas, que había podido pescar.

Ya me estaba aburriendo, Nippur andaba husmeando por ahí y el tío Gabino medio se había recostado apoyado en un tronco caído.

Y de repente siento un tirón que casi me saca la caña de las manos.
Me afirmé con las dos piernas y tiré para atrás para asegurar el anzuelo y aquel tirón fuerte se repitió.
Esta vez no era mentira, el bicho era grande mismo, porque saltó en el agua y lo vi bien grande.
El pescado hizo un ¡¡plaf!! chato al caer y el tío se despertó.

Yo levanté la caña lo más arriba que pude y el bicho volvió a asomarse fuera del agua, retorciéndose furioso.
Nippur ladraba como loco, pero no tenía tiempo de mirarlo.
Estaba acercando mi presa a la orilla, éste sí iba a dar para la cena, cuando me permití mirar al tío.

Su cara de feliz asombro se convirtió en decepción.
De golpe, sentí mi caña terriblemente liviana. Demasiado liviana.

Y volví a escuchar aquel plaf húmedo. Aunque ya no me sonó feliz.
Volví la cabeza para ver al pez saltar de nuevo, pero lejos de mi caña.

Derrotado, me senté en la orilla con la caña entre las piernas, Nippur seguía ladrando como si nada hubiese pasado.
Me di vuelta y casi le revoleo la caña por la cabeza.
Pero no me miraba, no miraba para nuestro lado, sino que ladraba a algo en la orilla.
Me levanté para ver qué era lo que lo tenía tan nervioso y me acerqué con cuidado.
Nippur le ladraba a una tortuga. La arañaba con las patitas y de a poco la iba alejando de la orilla.
El tío se acercó, sacudió a Nippur de un sopapo para alejarlo y la levantó.
Mi perro ni se enteró que el tío le había dado un tatequieto, sólo tenía ojos para la tortuga.

Esto es un morrocoyo, Julito. Tenga cuidado porque muerden fuerte.

Cuando volvíamos para casa y estábamos a pocas cuadras, miré las tristes mojarritas con las que volvíamos de nuestra pesquería.
No iban a dar ni siquiera para un bocado.

Por lo menos llevaba la tortuga.
La miré para estar seguro que no se le ocurriera sacar la cabeza y morderme.
No sería la cena, pero por lo menos no volvía con las manos vacías.
Suspiré.

Usté sabe que yo tuve una tortuga cuando era chico?
Me di cuenta que el tío me había estado mirando, y que sabía lo que pensaba, y como me sentía.

Sí. – continuó – Tuve una tortuga, pero se me escapó… –

Seguimos caminando y cuando estábamos a pocos metros de casa, repitió: pero se me escapó…

– ¿Y qué pasó, tío?
– La alcancé enseguida.

Mi mamá se enteró por mis risas que habíamos llegado…

Serio me dijo, así que entré a casa medio cabizbajo.
Mamá seguía a la mesa. Vacía estaba.

– El tío de tu padre vino a pedir si los dejaba ir a pescar. ¿Vos le habías dicho algo antes?
– Sí, señora, yo le comenté que quería ir.
– ¿Y por qué no me dijiste a mí? ¿Por qué no me preguntaste, amor?
La miré y sonreí. Incliné la cabeza como preguntando si no era claro.
Ella sonrió y se paró.

Agarró el mate, le puso dos cucharadas de azúcar y me cebó uno.
Ya me parecía raro a mí, tanta buena voluntad. Toda esa buena letra era para ablandarme, ¿no?
Chupé la bombilla hasta que hizo ruidito, el agua estaba fría.
– Hasta me bañé, mamá. –

Ella se río mientras ponía a calentar el agua de nuevo. – ¡Y cómo tres días seguidos! Ya me creía que era demasiado bueno para ser verdad. –
Se sentó a la mesa y sonriendo me dijo, cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.

Yo no entendí mucho que quiso decir, pero cualquier pensamiento que hubiese querido tener se fue cuando dijo: Bueno, vaya.

Al otro día salimos tempranito, el tío, Nippur y yo. Mi perrito nos seguía sin que lo hubiésemos llamado, disimulaba olfateando piedras y mirando de reojo.
– Y al cusco ese, ¿lo va llevar?
– Sí, señor. Pero si usté quiere le mando quedarse.
– Pal caso que le va hacer…

Yo iba a decir que no, que el Nippur era bien obediente, pero los dos sabíamos que el bicho tenía personalidad propia.

El tío me fue explicando por el camino como enhebrar el anzuelo, como sacarlo sin pincharse, como “encarnar” una lombriz y muchas cosas más.
Me miró sin decir nada mientras preparaba todo. Yo me iba repitiendo todo como si fuera una lista.
Cuando terminé, controlé que la línea no tuviera nudos y la tiré bien lejos, al medio del arroyo.

El tío dijo, vua miyar y se fue entre los yuyos.
Yo me quedé quietito, mirando bien serio la boya para, al primer tirón, sacarla bien fuerte, así agarraba al pescado.
No le había dicho nada al tío, pero mientras tomaba unos mates dulces con mamá, le había prometido que iba a llevar pescado para la cena.
Pero no éramos mucho de comer pescado en casa, ni cuando papá volvía de semana santa.
El siempre traía carpincho o algunos tatuces, pero pescado no me acordaba…
Estaba tan preocupado por sí mamá sabría o no preparar los pescados que iba a llevarle que casi no sentí los primeros piques.
Pero cuando me di cuenta estaba tan sorprendido que casi me olvidé de tirar.
– ¡Tío, tío! ¡Pesqué, pesqué!
Por los tirones que daba el bicho parecía que iba a rendir varias cenas, pero cuando rompió el agua resultó que no era tan grande.
Pero era mi primer pescado y yo estaba chocho.
Dientudo, dijo el tío Gabino.
Y debía ser cierto, porque el bicho tenía pila de dientitos cómo agujas.
El bicho se retorcía en la tierra, Nippur se arrimó a ver que era aquella novedad y lo tuve que espantar.
Sáquele el cuestión, dijo el tío, yo traté de hacerle caso, pero me cuidé tanto de los dientes al sacarle el anzuelo que me pinché y el bicho cayó a mis pies.
Dio un par de saltos y terminó en el agua.

Yo estaba furioso, pero el tío me dijo que, para ser mi primer pescado, aquel dientudo estaba bien.
– Y si no se pincha los dedos no va ser pescador nunca.

No lo había pensado de esa forma, y parecía bien lógico. Así que, orgulloso, me miré mi primer pinchazo de pescador y, lleno de optimismo, tiré la línea bien lejos.

Habían pasado como dos horas en la cañada y yo sólo tenía dos mojarritas, chiquitas chiquitas, que había podido pescar.

Ya me estaba aburriendo, Nippur andaba husmeando por ahí y el tío Gabino medio se había recostado apoyado en un tronco caído.

Y de repente siento un tirón que casi me saca la caña de las manos.
Me afirmé con las dos piernas y tiré para atrás para asegurar el anzuelo y aquel tirón fuerte se repitió.
Esta vez no era mentira, el bicho era grande mismo, porque saltó en el agua y lo vi bien grande.
El pescado hizo un ¡¡plaf!! chato al caer y el tío se despertó.

Yo levanté la caña lo más arriba que pude y el bicho volvió a asomarse fuera del agua, retorciéndose furioso.
Nippur ladraba como loco, pero no tenía tiempo de mirarlo.
Estaba acercando mi presa a la orilla, éste sí iba a dar para la cena, cuando me permití mirar al tío.

Su cara de feliz asombro se convirtió en decepción.
De golpe, sentí mi caña terriblemente liviana. Demasiado liviana.

Y volví a escuchar aquel plaf húmedo. Aunque ya no me sonó feliz.
Volví la cabeza para ver al pez saltar de nuevo, pero lejos de mi caña.

Derrotado, me senté en la orilla con la caña entre las piernas, Nippur seguía ladrando como si nada hubiese pasado.
Me di vuelta y casi le revoleo la caña por la cabeza.
Pero no me miraba, no miraba para nuestro lado, sino que ladraba a algo en la orilla.
Me levanté para ver qué era lo que lo tenía tan nervioso y me acerqué con cuidado.
Nippur le ladraba a una tortuga. La arañaba con las patitas y de a poco la iba alejando de la orilla.
El tío se acercó, sacudió a Nippur de un sopapo para alejarlo y la levantó.
Mi perro ni se enteró que el tío le había dado un tatequieto, sólo tenía ojos para la tortuga.

Esto es un morrocoyo, Julito. Tenga cuidado porque muerden fuerte.

Cuando volvíamos para casa y estábamos a pocas cuadras, miré las tristes mojarritas con las que volvíamos de nuestra pesquería.
No iban a dar ni siquiera para un bocado.

Por lo menos llevaba la tortuga.
La miré para estar seguro que no se le ocurriera sacar la cabeza y morderme.
No sería la cena, pero por lo menos no volvía con las manos vacías.
Suspiré.

Usté sabe que yo tuve una tortuga cuando era chico?
Me di cuenta que el tío me había estado mirando, y que sabía lo que pensaba, y como me sentía.

Sí. – continuó – Tuve una tortuga, pero se me escapó… –

Seguimos caminando y cuando estábamos a pocos metros de casa, repitió: pero se me escapó…

– ¿Y qué pasó, tío?
– La alcancé enseguida.

Mi mamá se enteró por mis risas que habíamos llegado…

Serio me dijo, así que entré a casa medio cabizbajo.
Mamá seguía a la mesa. Vacía estaba.

– El tío de tu padre vino a pedir si los dejaba ir a pescar. ¿Vos le habías dicho algo antes?
– Sí, señora, yo le comenté que quería ir.
– ¿Y por qué no me dijiste a mí? ¿Por qué no me preguntaste, amor?
La miré y sonreí. Incliné la cabeza como preguntando si no era claro.
Ella sonrió y se paró.

Agarró el mate, le puso dos cucharadas de azúcar y me cebó uno.
Ya me parecía raro a mí, tanta buena voluntad. Toda esa buena letra era para ablandarme, ¿no?
Chupé la bombilla hasta que hizo ruidito, el agua estaba fría.
– Hasta me bañé, mamá. –

Ella se río mientras ponía a calentar el agua de nuevo. – ¡Y cómo tres días seguidos! Ya me creía que era demasiado bueno para ser verdad. –
Se sentó a la mesa y sonriendo me dijo, cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.

Yo no entendí mucho que quiso decir, pero cualquier pensamiento que hubiese querido tener se fue cuando dijo: Bueno, vaya.

Al otro día salimos tempranito, el tío, Nippur y yo. Mi perrito nos seguía sin que lo hubiésemos llamado, disimulaba olfateando piedras y mirando de reojo.
– Y al cusco ese, ¿lo va llevar?
– Sí, señor. Pero si usté quiere le mando quedarse.
– Pal caso que le va hacer…

Yo iba a decir que no, que el Nippur era bien obediente, pero los dos sabíamos que el bicho tenía personalidad propia.

El tío me fue explicando por el camino como enhebrar el anzuelo, como sacarlo sin pincharse, como “encarnar” una lombriz y muchas cosas más.
Me miró sin decir nada mientras preparaba todo. Yo me iba repitiendo todo como si fuera una lista.
Cuando terminé, controlé que la línea no tuviera nudos y la tiré bien lejos, al medio del arroyo.

El tío dijo, vua miyar y se fue entre los yuyos.
Yo me quedé quietito, mirando bien serio la boya para, al primer tirón, sacarla bien fuerte, así agarraba al pescado.
No le había dicho nada al tío, pero mientras tomaba unos mates dulces con mamá, le había prometido que iba a llevar pescado para la cena.
Pero no éramos mucho de comer pescado en casa, ni cuando papá volvía de semana santa.
El siempre traía carpincho o algunos tatuces, pero pescado no me acordaba…
Estaba tan preocupado por sí mamá sabría o no preparar los pescados que iba a llevarle que casi no sentí los primeros piques.
Pero cuando me di cuenta estaba tan sorprendido que casi me olvidé de tirar.
– ¡Tío, tío! ¡Pesqué, pesqué!
Por los tirones que daba el bicho parecía que iba a rendir varias cenas, pero cuando rompió el agua resultó que no era tan grande.
Pero era mi primer pescado y yo estaba chocho.
Dientudo, dijo el tío Gabino.
Y debía ser cierto, porque el bicho tenía pila de dientitos cómo agujas.
El bicho se retorcía en la tierra, Nippur se arrimó a ver que era aquella novedad y lo tuve que espantar.
Sáquele el cuestión, dijo el tío, yo traté de hacerle caso, pero me cuidé tanto de los dientes al sacarle el anzuelo que me pinché y el bicho cayó a mis pies.
Dio un par de saltos y terminó en el agua.

Yo estaba furioso, pero el tío me dijo que, para ser mi primer pescado, aquel dientudo estaba bien.
– Y si no se pincha los dedos no va ser pescador nunca.

No lo había pensado de esa forma, y parecía bien lógico. Así que, orgulloso, me miré mi primer pinchazo de pescador y, lleno de optimismo, tiré la línea bien lejos.

Habían pasado como dos horas en la cañada y yo sólo tenía dos mojarritas, chiquitas chiquitas, que había podido pescar.

Ya me estaba aburriendo, Nippur andaba husmeando por ahí y el tío Gabino medio se había recostado apoyado en un tronco caído.

Y de repente siento un tirón que casi me saca la caña de las manos.
Me afirmé con las dos piernas y tiré para atrás para asegurar el anzuelo y aquel tirón fuerte se repitió.
Esta vez no era mentira, el bicho era grande mismo, porque saltó en el agua y lo vi bien grande.
El pescado hizo un ¡¡plaf!! chato al caer y el tío se despertó.

Yo levanté la caña lo más arriba que pude y el bicho volvió a asomarse fuera del agua, retorciéndose furioso.
Nippur ladraba como loco, pero no tenía tiempo de mirarlo.
Estaba acercando mi presa a la orilla, éste sí iba a dar para la cena, cuando me permití mirar al tío.

Su cara de feliz asombro se convirtió en decepción.
De golpe, sentí mi caña terriblemente liviana. Demasiado liviana.

Y volví a escuchar aquel plaf húmedo. Aunque ya no me sonó feliz.
Volví la cabeza para ver al pez saltar de nuevo, pero lejos de mi caña.

Derrotado, me senté en la orilla con la caña entre las piernas, Nippur seguía ladrando como si nada hubiese pasado.
Me di vuelta y casi le revoleo la caña por la cabeza.
Pero no me miraba, no miraba para nuestro lado, sino que ladraba a algo en la orilla.
Me levanté para ver qué era lo que lo tenía tan nervioso y me acerqué con cuidado.
Nippur le ladraba a una tortuga. La arañaba con las patitas y de a poco la iba alejando de la orilla.
El tío se acercó, sacudió a Nippur de un sopapo para alejarlo y la levantó.
Mi perro ni se enteró que el tío le había dado un tatequieto, sólo tenía ojos para la tortuga.

Esto es un morrocoyo, Julito. Tenga cuidado porque muerden fuerte.

Cuando volvíamos para casa y estábamos a pocas cuadras, miré las tristes mojarritas con las que volvíamos de nuestra pesquería.
No iban a dar ni siquiera para un bocado.

Por lo menos llevaba la tortuga.
La miré para estar seguro que no se le ocurriera sacar la cabeza y morderme.
No sería la cena, pero por lo menos no volvía con las manos vacías.
Suspiré.

Usté sabe que yo tuve una tortuga cuando era chico?
Me di cuenta que el tío me había estado mirando, y que sabía lo que pensaba, y como me sentía.

Sí. – continuó – Tuve una tortuga, pero se me escapó… –

Seguimos caminando y cuando estábamos a pocos metros de casa, repitió: pero se me escapó…

– ¿Y qué pasó, tío?
– La alcancé enseguida.

Mi mamá se enteró por mis risas que habíamos llegado…

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