Helados derretidos

– ¿Vamo en el vasco, Julito? – dijo el tío, ya en el portón.
Yo había hecho la mitad del camino hasta donde estaba, cuando preguntó: ¿No le pregunta a su madre?

Podía decir que no hacía falta, que era ir y venir, ahí, hasta el vasco nomás, pero era más rápido ir a preguntar, que discutir y tener que ir igual.

Encontré a mamá con los ojos llenos de lágrimas y me asusté.
Ella sonrió al ver mi expresión, – no pasa nada mijo, estoy pelando cebollas.
Le pregunté sí podía acompañar al tío, puso cara de “ya sabés lo que pienso yo del tío de tu padre”, pero igual me dejó ir.
Mamá nunca hablaba del tío Gabino como “tu tío”, sino que decía “el tío de tu padre”. No le gustaba mucho el viejo, pero sabía que yo lo quería mucho y que la cosa era mutua.
El tío no era santo de su devoción, pero si me prohibía ir íbamos a pasar mal los tres, y yo no tenía la culpa.
Así que me dejaba ir, no le gustaba nada, pero me dejaba ir.
Salí de la cocina y me acordé de lo mal que me sentí cuando creí que lloraba. Me di vuelta, le pegué flor de abrazo, bien apretado, y, antes que se diera cuenta, ya estaba corriendo para el portón.

El tío lo estaba peliando al Nippur.
Lo miraba con cara de malo y el bicho se ponía nervioso, bajaba las orejas y se ponía a olfatear las piedras, mirando de reojo.

– Mire que si lo muerde yo no tengo la culpa. – El tío dejó su juego y Nippur enseguida se puso a hacerme fiesta.
– Algo habrá hecho, ese bicho, si no no se pone nervioso.

Me encogí de hombros, cómo diciendo: “quién sabe” y rumbeamos para el almacén.
El vasco tenía unas heladeras viejas, no muy limpias por afuera y que hacían bastante ruido.
Pero adentro estaba la cosa.
Tenía unas cubeteras y les ponía jugo o licuado. Cuando se empezaba a poner durito, les ponía un escarbadientes y ya tenía un helado que nos vendía por unos vintenes.
Claro que uno los podía hacer en casa, con licuado, pero el vasco tenía una novedad brasilera. El suco, que era un polvo que uno le ponía al agua y quedaba jugo.
A mí me gustaba el de uva, No tenía gusto a uva, pero me gustaba.
Y, como el tío me compraba algunas veces, yo iba bastante ilusionado con la idea de comer un heladito.

Pero, cuando llegamos, el vasco estaba rezongando en la puerta.
El vasco no era vasco; se llamaba Vasco, pero era brasilero, y cuando se enojaba (parecía estar enojado siempre con los empleados) hablaba en una cruza de español y brasilero cerrado que no se le entendía nada.

– ¿Qué fue, vasco? – dijo el tío Gabino, a modo de saludo.
– A geladeira esa ¡podre! Que não marcha.

El hombre siguió hablando y quejándose en aquella mezcla rara, pero ya había dicho todo lo que me podía interesar oír.
No habría helados ese día. Sin “geladeira”, no hay helados, me dije, así que fui a sentarme al cordón hasta que el vasco se calmara, conversara media hora con el tío y al final pudiéramos volver a casa, el tío con su botella de caña, y yo con el rabo chato de esperar.

A veces me quedaba adentro, escuchando, y a veces, hasta trataba de hablar un poco, pero el vasco era de aquellos convencidos que los gurises no eran gente, sólo eran grandes mas abombados y petisos, así que no me hacía mucho caso.

Me senté afuera y me puse a mirar serio a Nippur, a ver sí se ponía nervioso, como cuando lo miraba el tío. Ni bolilla, medio me le acerqué tratando de poner cara de malo, pero me lamió la cara, loco de contento.
Me había lamido la boca, también, así que le tiré un sopapo mientras me limpiaba con asco, pero él pensó que era juguete y se puso a correr y ladrarme.
Iba para un lado, medio se echaba y me ladraba desde allá; luego corría para el otro lado y me volvía a ladrar.
Cuando estaba contento ladraba finito y molestaba a un pueblo.

El tío me llamó y, dándome una rapadura de las que vendía el vasco, me mandó hacerlo callar.

– Haga callar ese cusco, mijo, que está medio pesado.
– ¿Meio? Só si mira con um olho fechado. – acotó el vasco. El tío lo miró y asistió, levantando su vaso de caña.

Cuando estaba en ese estado, Nippur no respetaba nada, así que casi se mete para adentro del almacén, buscándome para seguir jugando.
Una cosa es el juguete, y otra ponerse atrevido, así que lo salí corriendo.
Pero mi perro no estaba como para distinguir entre juegos y rezongos así que pensó que esto era parte de la fiesta y bajó corriendo a la calle.

Bajó corriendo ciego de alegría, tal vez por eso no vio el carro que venía al trote. El gaucho se paró tirando de las riendas hacía atrás, en un afán inútil por parar, pero esa calle era en bajada y el caballo venía rápido.
Sin poder moverme, vi como mi perro miraba feliz hacía atrás casi hasta último momento. Todo mi cuerpo pedía que hiciera algo, pero estaba como pegado al piso, con las piernas y los brazos fríos como el helado que no comería ese día.

Recuerdo haberme sorprendido de lo lento que me pareció todo, cómo el carro se agrandaba frente a mi perro, las chispas (visibles aún a la luz del día) cuando las herraduras patinaban en los adoquines y cómo, a último momento, Nippur se dio cuenta del peligro que corría…

Una de las patas delanteras lo golpeó y lo envió debajo de la otra. El caballo casi se había sentado sobre sus ancas traseras, tal había sido el tirón a las riendas.
El carro se detuvo, y por un momento tuve la seguridad que mi perro había muerto, pero enseguida lo vi salir disparado de debajo del carro, aullando casi como un niño.

El tío Gabino y el vasco salieron corriendo del almacén y, en ese momento vi la fina línea de sangre que Nippur había dejado en su camino.
Mi alivio desapareció y corrí hacia él.
Mi perro corría unos metros, paraba y parecía querer morderse la cola, luego seguía un corto tramo y lo volvía a hacer.

El tío Gabino lo alcanzó segundos después que yo lo hiciera, y aunque casi no pudiera creerlo, aún tenía el vaso de caña en la mano.
Quise tocar a mi perro, pero, por única vez en su vida, Nippur me mordió fuerte.
Me llevé la mano a la boca, sorprendido.
El animal volvió a tratar de morderse la cola y me di cuenta que su rabo se movía raro, en un ángulo imposible.

El tío lo agarró, dijo: ¡¡Quieto, mierda!! cuando Nippur le tiró un tarascón, pero no lo soltó.
Le miró el rabo, le apretó la cabecita debajo de un brazo y, antes que pudiera entender lo que pasaba, sacó el puñal que siempre llevaba atravesado en el cinto y en un sólo movimiento, separó el muñón que el caballo casi había cortado.

Nippur aulló y se sacudió furiosamente, tratando de liberarse, pero el tío lo tenía muy agarrado.
Tal vez yo le habría dicho algo, o le hubiera gritado preguntándole por qué había hecho eso, pero lo que hizo a continuación, me dejó helado.
Cambió a Nippur de posición y le metió el rabo en el vaso. Casi se le escapó esta vez, pero el tío repitió “quieto, mierda”, y lo apretó más fuerte.
Cuando estaba casi por entrar al almacén, se acordó del gaucho del carro y le hizo señas para que siguiera. El hombre dudó un momento, pero luego se llevó la mano al ala del sombrero y se alejó despacio.

Yo hubiese querido tirarle una piedra o algo, pero al bajar la vista buscando una, vi lo que quedaba del rabo de Nippur y me olvidé de todo.
Estuve un rato quieto, sin saber que hacer hasta que el vasco se asomó a la puerta y me llamó.

– Vení, Julito, que este bicho no se queda quieto. Hablale pa que fique tranquilo – dijo mientras entrábamos. Quise decirle que, por necesidad de ser calmado, yo también necesitaba.
Entramos.

El tío lo seguía agarrando fuerte, aunque Nippur ya no se movía tanto.
Entre el vasco y el tío Gabino fueron haciéndole una venda en el rabo, yo le hablaba bajito, diciéndole que se estuviera quieto.
No demoraron mucho, e hicieron un trabajo bastante prolijo, pero al terminar, ambos tenían las frentes perladas en sudor.

Cuando volvíamos a casa, dimos la vuelta para el otro lado, no pasamos por donde estaba el rabo cortado.
Yo llevaba a Nippur en la falda, y el bicho parecía tan contento como si tal cosa.

– Me tarasconeó – le dije al tío – Debía estar loco de dolor, ¿no?
– Y sí, mijo. No es para menos, pobre animal.

Llegamos a casa y mi madre casi se muere cuando me vio las manchitas de sangre en el buzo.
Medio iba a cantarle las cuarenta al tío, cuando se le cruzó Nippur.
Vio que el perro estaba fenómeno y eso la tranquilizó bastante.

Paró y me preguntó seria: ¿Qué fue, bien, lo que pasó?
Le conté todo, hasta como había querido tirarle una piedra al pobre gaucho.
Le hablé del corte, de la caña y como me llamaron para tranquilizar a un Nippur tan nervioso como yo.

Cuando terminé, ella asintió con la cabeza, y no dijo nada.
Pero esa tarde le llevó una torta al tío Gabino.

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