Tobera


Unos amigos del tío habían estado de cacería por campaña y le avisaron que tenían algunas mulitas y chorizos de carpincho.
La mulita era rica, sabrosa, pero los chorizos eran medio fuertones, así que apenas comía.
O comía solo cuando se hacían cazuelas, lo mismo que el charque.
Pero al tío le encantaban y los amigos, que lo conocían, le avisaban siempre que hacían y él encantado.
Le pregunté, una vez, porque no hacía él mismo, así siempre tenía.

– No me gusta cazar, no me gusta carnear y los chorizos le quedan mejor a Tobera. Así que… – hizo un gesto, como diciendo que no había mucho más que agregar.
– No caza, pero le gusta pescar.
– No es lo mismo. El pescado no chilla. ¿Escuchó un chancho chillar cuando lo carnean? – no esperó mi respuesta – Dios nos libre, parece un gurí.
Hizo una pausa y se encogió de hombros. – El pescado no chilla. Tampoco es muy guardián.

Me pareció que había entendido mal, pero al mirarlo el viejo sonrió y me despeinó.
Años después, me di cuenta que hacía ese tipo de cosas muy seguido: si hablábamos de algo feo, siempre agregaba una broma o algo que me hiciera sonreír (cuando no largaba la carcajada), como para borrar el mal sabor de boca.

Tobera era un hombre raro, no era difícil encontrar gente bien conversadora, era un poco más difícil encontrar sordos.
Pero “toberita”, como lo llamaba el tío, era el único sordomudo conversador del que haya tenido oídas.

Tobera trabajaba para el municipio, era el cuidador de plaza Zorrilla, desde hacía como mil años, capaz que mas; el tío decía que un intendente le había dado el trabajo, pero no se acordaba quién. Lo cierto es que la plaza Zorrilla no sólo era la más limpia de la ciudad, sino que las flores, alegrías y pensamientos, eran las más coloridas y cuidadas.
¡Y pobre del algún gurí que las quisiera arrancar!
Tobera no hablaba, no sabía decir casi nada, pero aquel que le tocara alguna planta se ligaba un rezongo que le quedaba más claro que si el hombre supiera hablar.
Muy pocas veces tuvo que rezongar dos veces al mismo gurí y al que le tocó, se acordaba para toda la vida; pero, al poco rato volvía a ser nuestro amigo.
Siempre nos dejaba tomar agua de la manguera, si hacía calor y nunca le faltaban curitas y agua oxigenada si nos caíamos.
Buen hombre, Tobera.
Hasta que quería conversar; porque sí algo le gustaba, era conversar, y una cosa tan mínima como ser sordomudo no lo iba a dejar sin charla.
Así que, dos por tres, nos agarraba y estaba largo rato tratando de conversar con nosotros o contarnos cosas, todo muy regado con gestos y caras muy exageradas.

Al principio daba gracia, aunque uno no quisiera, pero después terminabas haciendo el mismo esfuerzo por entender que él hacía para que lo entendieras.
Hacía años que debía haberse jubilado, pero le gustaba estar en la plaza, así que se quedaba, aunque ahora había otra persona que venía dos o tres veces por semana y le hacia el trabajo pesado, o le cambiaba algún foco.
Pero los jardines seguían siendo cosa suya y, si algún perro tenía la mala idea usarle los canteros como baño, el los corría con la misma energía de antes, al grito “ptamárre, ptamárre”

Nippur nos había seguido con toda su alegría de cachorrón, olfateando todo lo que tenía a mano y un poco mas también. Corría media cuadra, encontraba algo interesante y se quedaba dando vueltas hasta que lo alcanzábamos, luego corría de nuevo y la cosa se repetía.
Hasta que, sin darse cuenta, siguiendo un rastro que lo tenía bien interesado, casi se dio de frente con un gato.
El bicho bufó, furioso, y arqueó el lomo.
Eso último no hizo falta.
Nippur se llevó tal susto que casi pareció decir “ay mamá” y se vino que no le daban las patitas, cuando estuvo pegado a nosotros se puso a ladrar, enojadísimo.
Ladraba mirando al gato, que incluso lo había corrido un par de metros, así que no se dio cuenta que el tío se agachó y le pellizcó una pata como si algo lo mordiera.
El pobre se volvió a llevar un susto bárbaro, pero pareció calmarse cuando se dio cuenta que sólo era el tío.
– ¡Pero qué animal bien flojo! ¡Mire que salir disparando de un gato!
– el tío se reía casi tanto yo.
Nippur nos miró con vergüenza y estuvo todo el resto del camino caminando pegadito a mis pies, sin olfatea nada, como recién bañado.

Cuando llegamos, las cosas no mejoraron mucho, Tobera lo había sacado alto del piso cuando quiso hacer en un cantero. Y los dos se acordaban.
El hombre lo vio, me miró y llevándose un dedo a un ojo me dijo: Ójo, ójo. Y señalaba a Nippur.
Él sólo gruñó, con un gruñido que era mitad lloro, también.
Y se quedó detrás de mí.

El tío se puso a conversar con Tobera como si tal cosa y al rato pasaron al fondo, el viejo me hizo señas que me acercara y dijo en voz baja que, si quería, podía pasar, pero Nippur tenía que quedarse ahí.
Lo hice sentarse y allí, lo dejé, quietito y como temblando, mientras me alejaba.
Habitualmente Nippur se habría levantado antes que diera tres pasos, pero ese no era su día y él parecía saberlo.
Así que se quedó, sentado, quietito y mirándome anhelante mientras pasaba al fondo.
El tío Gabino vio que venía sólo, miró al corredor, esperando que Nippur apareciera y asintió al ver que no lo hacía.

Tobera entró a la casa y poco después salió con una tabla de picar con chorizos y pan cortado en cubitos.
Ellos empezaron a comer mientras hablaban por señas. Yo los miré un rato, y al final empecé a entender bastante. Los gestos eran bastante sencillos de adivinar, cada cosa que se quería decir tenía su gesto exagerado.
Me serví una rodajita de chorizo, y agarré dos panes, para ayudar a bajarlo. No era muy rico, era medio fuertón para muy gusto, pero con el pan se pasaba más o menos bien.
Luego de un rato, todos aquellos gestos no tenían miras de aflojar, así que, pedí permiso, y me fui al frente.
Nippur medio que zapateó, sentadito, al verme y dejó escapar un ladrido finito.
Lo hice callar casi como si hubiera ladrado en la iglesia y su carita extrañada me hizo preguntarme, porque lo hacía callar.
Y por qué el tío me había hablado en voz baja.

Me quedé jugando con Nippur hasta que aparecieron, bastante después que yo creyera que no podía dar más de aburrimiento.
Nos despedimos, Nippur mirando receloso detrás de mí, y cuando estábamos a una cuadra, le conté al tío que había hecho callar a Nippur cuando ladró.
El viejo me miró como sí no entendiera adónde quería llegar.

– Si, tío. Lo hice callar, igual que usted me habló en voz baja cuando se iba para el fondo – “Ajá”, acotó él, pero seguía con cara de no entender.
– Claro, tío, en la casa de un sordo no tiene mucho caso hablar bajito.

El viejo asintió con la cabeza. Caminamos algunos metros en silencio, viendo cómo Nippur miraba al gato que lo había corrido.
Todo erizado y repitiendo aquel gruñido, que era mitad queja.

– ¿Sabe lo que pasa? Usted dijo “en la casa de un sordo, no hace falta hablar bajito”, ¿nocierto? – cuando dije que sí, continuó – ¿Y cuáles son las palabras mas importantes en lo que dijo?
– ¿Que es la casa de un sordo? – sabía que esa no era la respuesta que el tío buscaba, pero no estaba seguro de haber entendido la pregunta.
– Es la casa de alguien, Julito; no es nuestra casa. Que el dueño sea sordo, rubio o abombado (y me tocó la cabeza al decirlo) no tiene nada que ver. Es casa ajena igual.

Nos sentamos en un banco de la plaza, el tío puso la bolsa entre los dos y empezó a pelar naco para hacerse un cigarro.
Nippur olvidó los buenos modales y trató de olfatear mejor aquella bolsa que olía tan bien.
Le di un sopapo y se echó medio lejos, mirándonos y quejándose de vez en cuando.

– ¿Sabe qué? Yo me siento raro cuando don Tobera me habla, pero me siento más raro por sentirme raro. ¿Entiende?

El tío armó y prendió el cigarro sin decir nada. Hacía girar su yesquero, despacito, el sol se reflejaba en el metal pulido por el uso.

– ¿Sabe lo que pasa? – hizo una pausa, cómo reconsiderando lo que iba a decir. Me acuerdo que en ese momento Nippur se quejó, el tío Gabino levantó la vista del y se dio dos golpecitos en el muslo.
El bicho se acercó contento y se sentó al lado del viejo.
– ¿Sabe lo que pasa? A la gente las cosas nuevas o diferentes, le llaman la atención. A todos. – aclaró.
Guardó el yesquero, pegó una pitada y continuó.
– Pero pasa que a la gente le gusta vivir tranquila, le gusta que las cosas sigan siempre igual. Aunque no estén conformes; se acostumbran y viven tranquilos.
Pero si un día les aparece un mudo, un sordo, un gringo o cualquier cristiano que no se vea todos los días, usted va a ver que hasta el más conversador parece tropezarse con las palabras.

El tío no tenía como saberlo, pero yo sabía muy bien lo que quería decir; hacía cerca de una semana que teníamos una compañera nueva en la clase.
Y cada vez que la miraba parecía que todas las palabras querían salir a verla y se empujaban y tropezaban en mi boca.
Sí, lo entendía.

Tobera es mudo, y eso ya complica. Pero encima es conversador y eso termina de descolocar a cualquiera.
Hay gente que se enoja, se ríe o trata de evitarlo. Y eso es de lo más normal, la gente reacciona más o menos así con todo lo que no entiende.
Y al portarse así olvidan que Toberita, antes de mudo conversador, es un cristiano. Y bastante brava la tiene aquel que le gusta conversar, pero es mudo. ¿No?
– Sí, señor.
– Así que, si se siente raro de sentirse raro, yo le diría que no se preocupe. – se paró, hizo sonar los huesos de la espalda y me sonrió. – No se preocupe, mijo. No se preocupe que va por buen camino.

Nos volvimos para casa. El tío pensando sus cosas y yo, en cómo hacer para que, la próxima vez, las palabras me salieran ordenadas.

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