El Padre trataba de crear el mundo de una bola de barro, la apretó entre sus manos para darle forma mas el lodo no se mantenía unido.
– La vida necesita de un padre y una madre. – dijo, y cerró los ojos. Al abrirlos, el vástago de su pensamiento estaba allí, La Madre.
Athanor la vio y supo que su obra estaría completa y sería hermosa. Se amaron en la oscuridad sin tiempo y al separarse el rostro de ambos brillaba refulgente. La luz iluminó todo y Él vio que La Madre tenía una mano cerrada; la abrieron con sumo cuidado, precavidos para no perder algo precioso y pudieron ver que estaba llena de pequeñas semillas.
– He aquí la vida, el fruto de nuestro amor – dijo Ella. – Desde ahora seré Ada, Madre y a ti habré de llamarte Atha, Padre.
Y siguiendo sus indicaciones, El Padre dejó caer las semillas en el barro primigenio y al apretarlo dio forma a la tierra.
Las semillas germinaron y de ellas nacieron los primeros árboles y sus raíces mantuvieron al mundo unido.
Pero Atha vio que el mundo no era perfecto, sus manos rugosas habían creado relieves que llamó valles, montañas y llanuras pues las suyas eran manos de artesano y estaban marcadas por el trabajo. Y vio también que, además de los árboles, en la tierra había ahora plantas y también criaturas que se movían de uno a otro lado y a todas amó El Padre. Mas los árboles fueron sus hijos primeros. Y mirando a su compañera dijo:
– Yo soy Atha, Padre, pero también soy el artesano y mis hijos me llamarán Athanor, Padre Artesano y de ti han nacido todas las cosas y gracias a ti florece la vida. Digo entonces que tus hijos habrán de llamarte Adamast, Madre Naturaleza.
Y se amaron nuevamente, llenos de alegría y acordaron luego que el padre cuidaría a los hijos con el sol de su mirada y la madre velaría con luz de luna para que la oscuridad no asuste a sus criaturas.
Mas el amor los llamaría a unirse con frecuencia y es por eso que, a veces, vemos la luna cuando en el cielo brilla el sol.