Desde el asunto de la mujer de blanco, el Coqui era medio la estrella de la escuela.
Parecía que en vez que él hubiera salido rajando, la que había disparado era la aparecida.
Nadie veía como cobardía que él hubiese corrido a lo loco; había sobrevivido al encuentro con la mujer de blanco y eso era lo importante.
Claro que las maestras nos habían sermoneado con aquello de que las apariciones no existían, que los fantasmas eran puro cuento y que el séptimo hijo varón no salía lobizón.
Pero ellas eran maestras, y la gente, cuanto más estudia parece que de más cosas se olvida.
Así que el Coqui vivía acompañado por una corte de aduladores y gurises que pasaban todo el día copiando lo que hacía.
Un día apareció con una honda y dijo que iba a cazar el palomón que estaba parando en el paraíso del patio.
Eso era doblemente arriesgado, porque si te veían con una honda en la escuela, lo más seguro era que te la quitaran y pasaras un buen rato en la dirección.
Y a nadie le gustaba la idea de estar mucho rato con la directora. Era vieja (hasta el tío Gabino decía que era vieja) y mala. Si uno pensaba un rato, se daba cuenta que era bien raro que fuera directora de escuela.
No se había casado, no tenía hijos y parecía odiar a todo el mundo, padres e hijos por igual.
Pero otro peligro que el Coqui enfrentaba, y este era más grande, era el de errar el tiro.
Si fallaba, todos se iban a dar cuenta que no era tan campeón como pensaban, que era un gurí común y corriente que había disparado de una aparición.
Pero eso no parecía importarle al Coqui, creo que nunca se le pasó por la cabeza el hecho que podía fallar.
Los abombados, decía el tío, están convencidos de dos cosas. Que son unos fenómenos que hacen todo bien y que los que opinan distinto a ellos son los abombados.
Pero el palomón no aparecía.
Pasaron dos o tres días y el bicho no aparecía. El Coqui dijo que era porque le tenía miedo y al rato todos empezaron a repetir esa bobada como si fuera verdad.
Toda la escuela (menos las maestras, claro) estaba enterada y esperando el momento que el palomón apareciera y el Coqui lo bajara de un hondazo. Porque todos querían que lo hiciera.
Bueno, yo quería que le errara, pero tenía cada vez más miedo que pudiera pegarle.
Y el último día de la semana, mientras nos moríamos de calor en la clase, escuchamos el arrullo que nos era tan familiar.
Se hizo un silencio duro en la clase y todos nos miramos sin decir nada.
Imagino que en toda la escuela se repitió esa imagen.
El pájaro había venido a su cita.
Hubiese pagado por estar en la clase del Coqui. Dicen que sólo sonrió y se dio dos golpecitos en el bolsillo donde llevaba la honda.
Cuando sonó la campana, la puerta se nos hizo estrecha; todos queríamos salir al mismo tiempo.
El patio se llenó más rápido que nunca. Todos nos mirábamos, los codazos y las risitas nerviosas se veían por todas partes…
Pero no se veía a nadie de sexto.
Nadie había salido del salón, todavía.
El Coqui siempre era el primero en salir, aunque no hubiera terminado las cuentas. Pero ese día se quedó en el salón, terminando de copiar del pizarrón, con la punta de la lengua asomando y bien concentrado en su trabajo.
Cuando terminó, se tomó su tiempo para guardar sus útiles (cosa que nunca hacía) y salió.
Todos soltamos la respiración cuando lo vimos asomar.
Se sentó en el banco de siempre, sacó un refuerzo de dulce de membrillo y se puso a comer, callado y con cara de “conmigo no es”.
Uno de cuarto se le acercó y se le puso a hablar a todo trapo, el Coqui no le dio bola; seguía comiendo tranquilo, despacio.
El gurí le tocó el brazo, el Coqui miró aquello que lo molestaba y eso bastó, el bobeta sacó la mano como si se estuviera quemando.
El Coqui se levantó, sacó la honda del bolsillo de atrás, se humedeció un dedo en la boca y probó el viento. Estuvo rato señalando el cielo hasta que pareció saber de dónde venía el viento y que tan rápido.
Yo podía decirle que no había nada de viento, pero él pensaba distinto.
Levantó la vista, relojeó a las maestras y preparó el tiro.
Estuvo rato con las gomas extendidas, el ceño fruncido por la concentración, y la mirada fija, sin pestañar, clavada en la presa.
Y la piedra partió…
Levanté la mirada tan rápido como pude y vi una nube de plumas salir de donde estaba el palomón.
Pero el pájaro levantó el vuelo, escapando con la cola casi desplumada, pero vivo.
Todos soltamos el aliento y yo dije algo de lo que después me arrepentí.
¡Empate!
Sí, sí, dijeron todos. ¡Empate! ¡Empate!
Apareció la directora, preguntando que era todo aquel escándalo y se fue derecho al Coqui.
Él le dio la honda al que estaba más cerca, ese se la pasó a otro y nadie hubiese podido seguirle el rastro.
No sé cómo, pero la honda terminó en mis manos.
La directora estaba rezongando al Coqui, por las dudas nomás, y todos disfrutaban del espectáculo.
Ninguno se dio cuenta que me guardaba la honda entre la ropa.
Más tarde, al mostrársela al tío le dije, me tiene medio cansado el abombados ese.
Capaz que cazo yo el palomón, solo para bajarle el agrande.
El tío se cebó un mate, le dio una chupada y me miró.
– ¿Y el pobre animal qué culpa tiene?
Lo miré con la boca abierta. Esa pregunta me había agarrado totalmente por sorpresa, ni había pensado en el bicho.
Yo sólo quería que el Coqui no fuera tan insoportable.
El tío me cerró la boca y me hizo mirarlo a los ojos.
– Si usté no puede devolver la vida, no se apure en dar muerte.
Se tocó el corazón y me tocó la sien, Piense mijo.
Mi madre me llamó. Me fui para casa pensando, cabizbajo.
Al otro día me levanté tarde, me había costado dormir, estuve pensando hasta la madrugada.
Cuando voy a saludar al tío, encuentro el candado puesto. Dormía con la puerta entornada, sostenida con una piedra, pero si salía lejos, ponía cadena.
Apareció casi a mediodía, unos tablones y un pedazo de chapa le abultaban los brazos.
– Buen día, Julito. ¿Cómo empezó el día? – Todo natural, no parecía estar enojado ni nada; pero enseguida agregó, vaya para allá mijo, el tío va a estar ocupado.
Estuvo toda la tarde martillando y serruchando, ni sesteó.
Yo si lo hice, la siesta siempre me había parecido la peor de las pérdidas de tiempo, pero esa tarde el desvelo me pasó factura.
Cuando me desperté, el motivo de tanto martilleo no se veía por ningún lado.
El tío me recibió con el pelo mojado y secándose las manos.
– Vaya y dígale a su padre que vamos a hacer el mandado que le hablé hoy de mañana.
No entendí mucho, pero eso me pasaba la mayoría del tiempo con los grandes. Me encogí de hombros y me fui a hablar con papá.
– Dice el tío que vamos a hacer el mandado que le dijo hoy.
Mi padre me dijo, bueno vaya Julito y se me porta bien, ¿eh?
Medio me despeinó, me gustaba que me hiciera eso, se dio vuelta y le dijo a mamá, cambiá la cara vos; es por el gurí.
Ni la miré a mamá, si me dolía algo era la primera que buscaba, pero cuando se trataba del tío, mejor no decirle nada.
– Cuando trabajé en el circo ambulante, dijo el tío Gabino mientras caminábamos, había un forzudo.
Un tipo grande, medio abombado y con cara de malo, pero era un pan de Dios.
Asdrúbal se llamaba, pero ese nombre no se podía poner en un cartel; en unos lados era un nombre muy feo y en otros, era muy común.
Así que el dueño del circo, que era un tipo muy leído, le inventó un nombre todo fino.
El tío hizo como que estiraba un cartel con las manos “Nippur, el guerrero de Babilonia” y en la fila de abajo “El hombre más fuerte del mundo”
Parece que hay un lugar que se llama así, y era un nombre mucho mejor que Asdrúbal.
Estuve de acuerdo, me siguió contando que había hecho amistad con aquel hombre.
Era medio lento y no tenía muchos amigos, salvo un perro flaco y feo a más no poder, pero cuando uno lo conocía, y él te daba su confianza, el hombre era un gran compañero de viaje.
¿Hasta me enseñó una cosa, sabe mijo?
Si quiere que un perro le sea fiel y haga lo que usted le pida, tiene que criarlo con cariño.
Una recompensa vale mucho más que un rebencazo, el animal lo tiene que querer a uno desde chico.
Aquel perro flaco hacia todo lo que Asdrúbal le pedía, parecía cosa de magia…
Ah mire, dijo señalando, ya llegamos.
Entramos a una casa que no conocía, el tío saludó a una señora, preguntó por el esposo y pasamos juntos para el fondo cuando la mujer dijo que nos estaba esperando.
Si me preguntan cómo era esa casa, no puedo decir nada.
Solo tenía ojos para la perra que se había erizado y para los cachorritos que protegía.
El hombre y el tío conversaron un rato, luego el dueño de casa se llevó la perra a otro lado y nos dejó solos con los cachorros.
El perro mas despierto, dijo el tío mientras los metía en la cucha, es siempre el primero en salir.
Dio unos pasos atrás y apoyó una mano en mi hombro.
– Ese es su perro, Julito – dijo cuando el primer cachorro asomó el hocico.
Yo no sabía si abrazar al tío o abrazar primero a mi perro, pero el tío estaba cerca.
Cuando volvíamos, el cachorrito bien apretadito en mis brazos, el tío me dice, es bueno que duerma con algo que tenga su olor, así se siente protegido cuando está solo.
Ajá, dije.
El perrito tenía un olor precioso y nos olíamos mutuamente. Me mordisqueaba el dedo, me hacía cosquillas.
Y dele algo que pueda romper, agregó el tío, así se entretiene.
Llegando a casa, mientras abría el candado, el tío me dice: ¿Y qué nombre le piensa poner?
No tuve que pensarlo
– Nippur
El tío sonrió y abrió la puerta.
Adentro estaba una preciosa casita con un Nippur pintado sobre la puerta.
O parecía, porque las lágrimas no me dejaron mirarla mucho rato.
Consiga algo con su olor, me dijo. Fui corriendo a casa y pedí un trapo con mi olor.
Con cara de pocos amigos, mamá me dio un buzo viejo.
Pasé por mi cuarto, agarré una cosa y me fui corriendo a lo del tío.
Le puse mi buzo en la cuchita y por primera vez, Nippur entró a su nueva casa.
Cuando salió de nuevo, le di algo mejor que mi dedo para que mordiera.
Le di la honda del Coqui.
Mi perrito le iba a dar mucho mejor uso.