Sólo los ambombados están seguros

Había acompañado al tío a hacer algunos mandados, y a la vuelta nos sentamos en plaza Batlle a ver la gente que salía de misa.
Mucha gente mayor, mucha viuda, por lo que se veía.
El padre Espada les daba la mano y dedicaba algunas breves palabras a cada uno de sus feligreses.
Salió una compañera de clase con sus padres, el hombre era policía y se comentaba que le pegaba a la mujer. Ella se mantenía unos pasos atrás y luego de saludar al padre Espada, miró a su marido, nerviosa, como sí hubiera hecho algo malo.
Pero el hombre parecía haberse olvidado de ella, avanzaba con una mano sobre el hombro de su hija, los siguió apurada, dando cortos pasitos que hacían ondear su pollera.
Siempre decíamos que la pollera de Mariela barría el piso por donde pasaba, así era de larga. La de la madre debía servirle de ejemplo, pues apenas podían verse sus pies, debajo de la amplia campana.

– Jueputas – dijo el tío, y el desprecio de su voz desmentía el tono bajo al que había hablado. – Y seguro que la pobre infeliz va a vestirse toda la vida de negro si el de abajo se lo lleva antes que a ella.

Mi familia no era mucho de ir a misa, pero las misas de semana santa y navidad, siempre nos tenían a todos. Incluso el tío Gabino se aparecía en la misa de año nuevo.

– ¿Por qué Dios deja que pasen cosas malas, tío? – El viejo suspiró y empezó a armarse un tabaco. Habitualmente armaba los cigarros con una sola mano, eso era, para mí, mezcla a partes iguales de habilidad y magia. Pero esta vez usaba las dos, señal clara que estaba pensando en serio.
Yo lo deje hacer, sabía que el apurarlo no llevaba a nada. Y, además, había aprendido a disfrutar nuestros silencios casi como nuestras charlas.
Le dio unas pitadas al cigarro y empezó a hablar.

– Dios y yo no hemos sido nunca muy aparceros. Hay muchas cosas que no entiendo y que le recriminaba. Ahora sigo sin entenderlas, pero sé que Dios no tiene mucho que ver

Me miró con intensidad, – la culpa es del hombre, Julito. Nunca te olvides de eso. Si pasan cosas malas es por culpa de la gente. –

Me quedé pensando en eso. Al rato, el tío Gabino continuó.
– Mi madre, tu bisabuela María, era muy devota. Era santa hasta en el nombre, y por partida doble, nunca me voy a olvidar lo que me dijo una vez.
Yo tendría tu edad, capaz que un poco mas, y quería una silla de montar que le había visto a un milico.
Le pregunté si Dios me la traía sí yo le pedía en misa, ella sonrió y me dijo
– No, mi amor. Dios te da lo que vos necesitas, no lo que vos querés. – Lógico que yo estaba convencido que necesitaba esa montura, pero con el tiempo entendí lo que mi madre quería decir.

Me sonreí – mi padre dice que lo que necesita, es plata; pero parece que Dios no escucha mucho.

– ¿Sabés que, Julito? Otra cosa que aprendí, es que con la plata pasa algo parecido. – Se levantó y estiró la espalda. Cuando crujió, suspiró aliviado y continuó. – Parecido, pero al revés. Uno puede comprar muchas cosas que quiere. Pero de las que necesita, de las que uno realmente necesita para ser feliz, de esas no se compran con plata.

El padre Espada nos saludó desde la vereda de enfrente y con un “buen día, padre”, el tío Gabino empezó a caminar de nuevo.

Lo seguí un par de pasos más atrás, pensando. Aquello que uno no podía comprar todo con plata parecía bobo, pero no lo era.
Algo que me había ido dando cuenta es que las cosas bobas, las cosas simples, al final siempre resultaban interesantes o ingeniosas.
Uno podía decir: Claro, no se pueden comprar a los padres, ni a los parientes.
Era fácil y rápido pensar eso, pero, al ser tan fácil, uno podía pensar que no era tan importante; lo importante cuesta esfuerzo.
Pero la cosa estaba en darse cuenta de lo importantes que eran las cosas que no se compraban.
Mis padres, el tío y el Nippur (que estaba en penitencia, atado en casa), por ejemplo.
Me apuré hasta ponerme a la altura del tío.

– Tengo otra pregunta. – el viejo levantó los brazos como diciendo “lo que hay que aguantar”, pero al bajarlos me dio la mano, así que yo sabía que todavía podía preguntarle un par de cosas más.
– Por qué va los primeros de año a misa si no cree en Dios?
– Yo nunca dije que no creyera, dije que no somos muy compañeros. Yo creo que Él hizo el mundo y todo eso – hizo un gesto amplio, sin soltarme – lo que no creo mucho es en aquello del fuego, el infierno y el cielo.
– ¿Pero por qué va?
– Para agradecer. – levantó mi mano hasta su boca, le dio un beso y repitió. – para agradecer.

Recién llegando a casa, y luego que Nippur saliera a hacernos fiesta (un corto trozo de cuerda masticada era lo que quedaba de su correa) el tío soltó mi mano.
Señaló a mi perro con la cabeza y dijo: éste se acaba de ligar un par de días mas atado.
Miré la cara de alegría Nippur y medio entendí aquello de agradecer.
– ¿Para agradecer?
– Sí, Julito, para agradecer. – meneó la cabeza y dijo – además, nunca se sabe.
Se volvió y empezó a caminar hacia su casa. De espaldas y alzando la voz, dijo – Sólo los abombados están seguros, sólo los abombados.

Caminó unos pasos y agregó: Estoy seguro de eso.

Nippur parecía devolverme la sonrisa.

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