El diputado y el sordo Sosa

Me acuerdo que hacía días que mis padres estaban como nerviosos.
Parece que venía un DIPUTADO de Montevideo.
Cuando ellos lo decían sonaba todo en mayúsculas. EL DIPUTADO.
El tío Gabino no daba mucha bola.
– ¿Pa que va venir, decía, si al final siempre es lo mismo? Siempre cuesta lo mismo parar la olla. Si no cuesta más.
Me llamaba la atención que pensara así, porque mi padre estaba bien contento que viniera el DIPUTADO. Capaz que no se da cuenta, pensé, porque no pareció entusiasmado cuando le fui a contar, capaz que no entiende bien quién viene.
– Pero tío, mire que el que viene es el DIPUTADO, ¿eh?
– Cuando sea grande va a entender que todo eso es teatro, mijo. O no, capaz que sale como su padre y cree en esas cosas. – dijo, y se cebó un amargo.
Yo no dije nada, pero lo miré serio hasta que se dio cuenta. Me miró de reojo y siguió amargueando. Yo meta mirarlo, callado nomás.
El viejo se cebó un par más, hasta que lo noté inquieto. Yo sabía que mirarlo así, medio era un atrevimiento, pero hay cosas que no se dicen.
Otro me hubiese rezongado o metido un soplamocos, pero el tío Gabino era distinto.
Los grandes siempre te tratan como a un gurí, pero piensan que uno, además de gurí, es abombado.
El tío no me trataba como si fuera grande, no señor, pero por lo menos, no me trataba como un abombado.
-Ta bien, mijo, no tuve que decir eso. ¿Le da un abrazo al tío?
¿Cómo no le iba a dar? ¿Si yo lo quería y el medio se me había disculpado?
– Ahora vaya que debe tener deberes de la escuela.
– No me gusta estudiar. Yo voy a ser tropero o algo.
– ¡¡Peero!! – dijo fastidiado – Usté primero se porta cómo un hombre y después cómo un gurí abombado. ¡¡Camine para casa!!
Medio amagó que iba a agarrar el rebenque y yo salí corriendo.
Pero me reía.
Y creo que él también.
Al otro día fue el gran día.
¡¡¡Iba a venir el DIPUTADO!!!
Mis padres insistieron en que me bañara, yo les decía que no hacía falta ninguna, que ya estaba limpio, pero no hubo caso.
Al final mi padre se cansó de tanta conversación y medio me amenazó con una paliza, así que me tuve que bañar.
Y al final allá fuimos.
Estaba lindo yo. Me puse la ropa de los domingos.
Fui a lo del tío Gabino para que me viera, pero no estaba.
Volví rápido porque a mi madre no le gustaba que fuera y que el tío Gabino no estuviera no hacía que me hubiera escapado menos.
Hacía calor y toda la sombra de la plaza estaba ocupada, así que nos paramos cerca del camión que estaba en la mitad de la calle.
Papá dijo que habíamos conseguido el mejor lugar, cerca del estrado. Pero mi madre dijo que nos íbamos a morir de calor.
– ¿Mirá si al Julito le da una insolación o algo? Vamos más para allá.
Mi padre no le hizo caso, él era el hombre; ¿cómo iba a aflojar?
Pero el sol tampoco aflojó, así que al rato estábamos todos sudados y las miradas que mi madre le daba a papá eran de las que cortaban leche.
Pero al final vino el DIPUTADO…
Y fue un chasco, porque parecía un hombre.
Además, era bajito y medio pelado. Le brillaba la pelada. Y tenía la camisa mojada abajo de los brazos.
Yo lo miraba a mi padre como pidiéndole una explicación.
Pero él lo miraba como si estuviera mirando al niño Dios.
Al final el diputado era un fiasco, ni voz gruesa tenía.
Me fui a jugar a la sombra, mis padres ni se dieron cuenta; mamá estaba tan embobada como papá.
Ahora a la sombra había mas lugar, la gente se había apretado contra el camión para ver al diputado aquél.
Y para escucharlo, porque hablaba bajito.
Al final el tío Gabino tenía razón. El diputado era un fiasco.
– ¿No estás escuchando Julito? – dijeron al lado mío. Medio me asusté porque estaba distraído y casi me gritaron.
El hombre me sonaba, pero no lo terminaba de sacar.
– No señor. Mi tío Gabino dice que esto es puro teatro…
Ni bien lo dije me dieron ganas de cortarme la lengua. ¿Cómo iba a decir eso adelante de un grande?
Si el hombre me daba un sopapo, mis padres iban a estar de acuerdo.
– Ah, sí. Muy bien, muy bien – dijo el desconocido, con una sonrisa de oreja a oreja.
Pero, pero… ¿Yo acababa de decir que el diputado era puro teatro y aquél viejo me daba la razón?
Entonces me di cuenta de quién era y porque no lo había reconocido.
¡¡Era el sordo Sosa!! ¡¡Pero con dientes!!!
Si toda la vida había tenido uno sólo. Bien adelante, pero uno sólo.
Yo sabía que había dientes postizos. Cuando la mama sesteaba, ponía los de ella en un vaso.
Yo los había visto.
Pero los del sordo debían ser nuevos.
Aquél había sido, sin dudas, un día de muchas sorpresas.
Pero ver al sordo Sosa con dientes era la más grande de todas.
Casi no podía más de ganas de contarle al tío Gabino. El sordo Sosa era muy amigo de él.
¡¡Pero cuidadito de decirle el sordo adelante del tío!!
Para el tío Gabino y para nadie más, el sordo era Elisardo Sosa.
Por fin todo terminó en la plaza y nos volvimos para casa.
Mi padre no daba más de contento y estaba meta preguntarme si había visto al diputado.
Él lo decía como si todavía fuera todo en mayúsculas, pero yo sabía que no era así.
Le dije que sí, que lo había visto, pero estaba tan entusiasmado que ni me oyó.
Mamá era otra cosa, estaba contenta por el diputado, sí, pero se había insolado y le dolía la cabeza.
Así que cuando llegamos, nadie me hizo caso.
Mamá se acostó con un trapo mojado en la frente y mi padre se fue a lo de un conocido a hablar del diputado.
Yo me puse la ropa de andar en casa y me fui a lo del tío Gabino.
– ¡¡Tío, no sabe lo que vi!!
– Buen día, Julito. ¿O dormimos juntos?
– No, señor. Buen día, señor.
– Buen día, mijo.
Una vez cumplidas las formalidades, le conté la historia de don Sosa y su dentadura nueva.
Yo le decía así, don Sosa, con cuidado, para no equivocarme y largar un “sordo”
El tío Gabino se carcajeó.
– ¿Así que se la puso? ¡Jua Jua! ¡¡Ay, Elisardo, amigazo, tan viejo y tan bobeta!!
Me contó que esa dentadura no era nueva, sino que tenía sus buenos años y el sordo la guardaba como un tesoro. Estaba muy orgulloso de ella.
– Pero no la usa nunca, sólo en ocasiones especiales. Y se ve que el muy bobeta creyó que esta era una.
– Con los dientes casi no lo reconocí al sordo… – dije y me quedé helado. Se me había escapado.
– Lógico – dijo el tío Gabino – caso nadie lo vio con dientes. Y casi nadie le conoce el nombre. O no les importa.
– Yo si – dije orgulloso y aliviado porque se le había pasado lo de sordo – se llama Elisardo, don Elisardo Sosa.
– ¿Cierto, pero sabe cómo vino ese nombre?
No esperó mi respuesta y empezó a contar.
Los padres habían tenido seis hijas mujeres, una atrás de otra. La gente ya empezaba a bromear (y no tanto) con que la próxima mujer sería bruja.
Yo asentí con la cabeza, la séptima hija mujer es bruja. Y el séptimo varón es lobizón.
Cualquiera sabe eso.
Pero el viejo se lastimó la pierna con un hacha (era monteador, como tu padre) casi se la corta y estuvo a punto de morir desangrado. Se arrastró por medio monte hasta encontrar a alguien que lo ayudara.
Se salvó, gracias a Dios, pero nunca más fue el mismo.
Esa familia pasó hambre, Julito, y cuando peor estaban, llegó Elisardo.
Capaz que, como el padre estaba enfermo, la semilla no estaba bien, porque Elisardo nació casi sordo.
Pero desde chiquito trabajó y se puso la familia al hombro.
Nunca preguntó el peso del fardo, siempre le puso el hombro a la responsabilidad.
Fue más hombre que muchos que conocí y a una edad en que los demás gurises andaban correteando todo el día.
Por eso no me gusta que le digan “el sordo”. Elisardo Sosa es un hombre.
Es más hombre que muchos que ganaron menos peleas de las que se pavonean.
– Y ahora párese.
Yo sabía lo que venía, pero me paré igual y le día la espalda.
Me pegó con la lengua de la fusta, una sola vez, en la cola.
Yo no iba a mariconear después de lo que me había contado, y lo cierto es que me pegó suave.
– ¿Sabe por qué fue eso, ¿no?
– Sí señor. Por boca floja.
Asintió y me indicó que me sentara.
– ¿Sabe una cosa, Julito? Elisardo no se iba a llamar así.
Lo miré extrañado.
Sí, dijo, se iba a llamar Lizardo.
– Pero cuando el padre lo fue a anotar (eso es cosa de hombres) le dijo al juez de paz: El Lizardo.
Y el hombre anotó Elisardo.
No sé si esa historia era cierta o el tío Gabino la inventó como disculpa por la palmada, pero lo cierto es que largué la carcajada.
Mi padre me llamó y me fui para casa siendo bien amigo de mi tío.
Cuando estaba a unos metros me gritó
– ¿Cómo estuvo lo del diputado?
– Puro teatro, le dije
Y le tocó a mi tío el turno de reír.

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