Hubo un tiempo en que las gentes creían que no estaba mal enjaular aves para deleitarse con su canto. Y había quienes, en aras de un amor que no profesaban, poseían muchas celdas diminutas de finos barrotes, y en cada una de ellas una pequeña joya canora.
Mas un niño, el corazón afligido por aquellas avecillas que no conocían sino el encierro, abrió una a una las jaulas y les dio el don de la libertad. Los mayores le increparon furiosos, pero sus voces se acallaron al ver las lágrimas de alegría que cruzaban las mejillas del pequeño que escuchaba a las aves cantar, libres, desde los árboles cercanos.
Nunca antes el canto había sido tan dulce, tan feliz, tan puro; pero, aun así, había quienes miraban con labios apretados aquello que ya no era suyo, sino de todos.
Y miraron nuevamente al pequeño y vieron que sus lágrimas ya no eran felices, sino amargas.
Preguntaron qué le tenía triste en un día feliz y él apenas pudo señalar una de las jaulas, la única que no estaba vacía.
Porque uno de los pajarillos, que no conocía otra cosa que el encierro, no había intentado siquiera conseguir la libertad y miraba asustado desde el otro lado de la celda que siempre había sido su mundo.
El niño no entendía la causa de su miedo, pero los adultos se miraron unos a otros y supieron que el ave temía a la libertad.
Y comprendieron también que de nadie sino suya era la culpa de que aquel pajarillo hubiese olvidado su naturaleza.
Ya nunca volvieron a encerrar a las aves y entendieron que su condición azarosa, libre y efímera, volvía más preciado su canto.