(El portador de buenas noticias)
Mi padre decía que el trabajo era una distracción. Que, a veces, cuanto más pesada o compleja era una tarea, el tiempo pasaba más rápido.
Así que dos días después que falleciera, decidí volver al trabajo.
Para no “quedarme en casa pensando” …
El problema, es que yo trabajaba como portero; el volver al trabajo buscando distracción y trajín podía ser cierto para mi padre, que era mecánico industrial, pero para un portero que entraba a las seis de la mañana, la historia era muy otra.
El silencio, la tranquilidad y la vista (estábamos frente al mar) siempre eran reconfortantes, siempre hacían que la primera hora fuera sólo mía.
Pero el dolor era muy patente ese día. La herida, demasiado reciente.
Y la paz y tranquilidad parecían conjurar el recuerdo de mi padre.
Su sonrisa, sus cuellos dobles por su costumbre de usar dos camisas, la forma en que, cada vez que salía de casa, le gritaba al perro que se fuera a echar.
Todo venía y cada cosa era una espina.
Recordé la última vez que fuimos a su casa.
Nos sentamos en el frente, a la sombra de un árbol, mis padres y yo. Mi señora sesteaba con mi hija mayor, la única entonces. Había dicho que la haría dormir y vendría, pero al asomarme al cuarto las vi dormidas.
Sonreí; la mitad de las veces nos dormíamos antes que la niña.
Salí, me senté junto a mis padres y les dije que ambas dormían.
– Tu padre hacía lo mismo – mamá nos miraba sonriendo – iba a verlos y él estaba dormido mientras que vos estabas sentadito, todo ojos.
– Mirá – dijo mi padre – los vecinos.
En el frente de casa había tres hibiscos. Tan juntos que parecían uno sólo con flores distintas. Todos los años florecían y se llenaban de color.
Y entonces venían los vecinos.
Eran tres colibríes, dos muy parecidos, comunes, y otro algo más grande, de pechito blanco.
Todas las tardes visitaban los hibiscos y libaban de una u otra flor, no hacían distinciones, favoreciendo a todas con sus evoluciones.
Pero no venían juntos, los más pequeños de a dos, a veces, pero el de gola blanca venía sólo y al caer el sol.
Sus gorjeos apurados eran parte de la tarde de nuestros padres, y de las nuestras, cuando los visitábamos.
Siempre nos provocaba una sonrisa ver esas movedizas joyitas, siempre apuradas, de flor en flor.
Unos golpes, tan leves que no sé cuánto demoré en notarlos, me sacaron de mis recuerdos.
Escuché con atención y sí, ahí estaba ese leve golpeteo, venía del fondo.
Me puse tenso, alguien podía estar tratando de entrar.
El hall era una gran L, el brazo más corto daba al patio interior. Un seco cuadrado sin uso ni belleza, con altas paredes a cada lado. Regado, a veces, por los cigarros que caían de los pisos superiores.
Un gran ventanal era la puerta de entrada; casi no se usaba, así que eran pocos los que notaban la apremiante falta de lubricación que sufrían sus rieles oxidados.
Abrir esos ventanales costaba trabajo y hacía ruido, nadie podía sorprenderme por allí.
Me acerqué a la ventana para ver que me había llamado la atención.
Un colibrí golpeaba su pico contra ella.
Era poco más de las seis de la mañana de una fresca mañana de octubre, que yo supiera, los colibríes salían con el sol alto, cuando el día había empezado a templarse. Pero este parecía haber madrugado y volado, además, por encima de los muros que cerraban el patio.
Si me hubiesen preguntado, habría dicho que era imposible, pero tenía la prueba viviente dando leves golpecitos a medio metro de mí.
Abrí una de las hojas de la ventana y, para mi sorpresa, el colibrí entró. No sólo no se había asustado por el fuerte chirrido que hizo la ventana al abrirse, sino que se mantenía volando casi al alcance de mi mano.
Volví a cerrar, el coro de chirridos se repitió, pero al volverme, el pajarito seguía suspendido en el aire, casi en el mismo lugar.
Estiré el brazo con cuidado, para no asustarlo, pero con un leve cambio en su aleteo mantuvo la distancia que nos separaba.
Por un momento parecimos personajes de historieta, yo daba un paso corto, cuidadoso, en su dirección y él se alejaba con elegancia.
Siempre apenas fuera de mi alcance, pero no mucho más allá.
Una sonrisa debió dibujarse en mi rostro, una sonrisa de sorpresa y maravilla.
Una sonrisa de paz.
Llegamos al frente, a los otros ventanales y el quedó entre el vidrio y yo.
Me saqué la chaqueta y con mucho cuidado la acerqué a la ventana.
Él no se alejó, no se resistió. Simplemente quedó flotando pegado a la ventana.
Bajé la chaqueta sin separarla del vidrio y cuando estaba casi en el piso, entré mi mano y tomé al colibrí con la mayor delicadeza que pude.
Todas las aves, todos los animales pequeños, tienen corazones que parecen volar, tamborcitos que viven en un redoblar perpetuo, vertiginoso.
Esperaba eso, y lo encontré.
Pero, sin embargo, no sentí que estuviera agitado o asustado. Sentí que se sentía seguro, que sabía que no le haría daño.
Y en ese momento escuché la voz de mí padre diciendo, “mirá, ahí están los vecinos”. Y supe que lo que tenía en mis manos era un heraldo; supe que toda la magia que había sucedido no era otra cosa que un mensaje.
Sentí que mi padre me decía, “no sufras, estoy en un lugar mejor”
Con lágrimas en los ojos fui hasta la puerta y solté al colibrí.
Voló unos metros, volvió, y luego de darme una última mirada y regalarme un gorjeo, se perdió en la mañana que despertaba.
Mucho de mi dolor se fue con él.