Payasitos

El problema era que el perro ladraba mucho. Demasiado.

– ¡Ay, pero la culpa no es del animal! – decían. Como si aquella explicación estúpida hiciera que sus ladridos me dejasen dormir.

Tampoco se debía a que los vecinos estuviesen todo el tiempo fuera, pero sí lo estaban en mis horas de descanso.

Así que un día hice cuatro o cinco croquetitas y las rellené con los gránulos rojos del veneno para ratas. No sé por qué hice tal cantidad, suponía que con un par alcanzaría.

Cuando salí a trabajar la noche era oscura y las luces de la calle, como siempre, no funcionaban. Nadie me vio poner las bolitas junto al muro, del lado interno, entre el pasto sin cortar.

Ocultas a los ojos, pero no al fino olfato del animal.

Al volver todo se veía normal, me acosté, anticipando la que, tal vez, fuese mi primera buena jornada de descanso en meses.
Soñé con niños que reían, felices como yo, seguramente. Pequeños con las caritas pintadas, sus boquitas como las llevan los payasos.

Serían mis nietos, pensé, que habían venido de visita y jugaban en el jardín. Los niños, corriendo, saltando, riendo.

Llevándose todo a la boca, curiosos como eran.

Pero no era aquella mi casa, no. Era la de mis vecinos y yo uno de ellos, viendo a mis nietos reír con sus boquitas manchadas de rojo, y al hombre que vivía al frente, que se asomaba a la ventana con ojos llenos de horror…

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