Cuando me tocó hacer de maestro

Hacía dos o tres años que estaba pasando con buena nota y un día me di cuenta que hasta podía ser escolta y todo.
Abanderado era muy difícil, ni hablar de la uruguaya, eso era cosa de los hijos del contador.
Esos eran finos para los números, mi padre decía que era porque eran judíos; unas gotas de sangre moshe adentro de uno y las cuentas se le hacen solas, decía.
Había dos en Artigas, el contador (que era casi rico) y uno que tenía un almacén allá por la bajada San Vicente.
Ese, según mi padre, vivía quejándose que pasaba mal; “no póido” para acá, “no póido” para allá, pero le había hecho flor de cumpleaños de quince a la hija; a los trece, pero flor de cumpleaños.
De eso hacía como tres años y no estuvimos invitados, pero yo la conocía de vista a la gurisa.
Una vez vino un senador para inaugurar no sé qué cosa y juntaron a las tres escuelas.
Estaban todas las clases en Plaza Artigas y a la gurisa le tocó hablar, delante todo el mundo.
Pensé que le iba a entrar vergüenza o algo (a mí me daría, hablar frente a toda la plaza) pero ella como si nada; va, y así flaquita y de lentes como era se manda terrible discurso. ¡Y sin leer!
De repente miro al hijo del contador y parecía malísimo. La miraba a la gurisa como para matarla.
Está bien que uno medio le tuviera envidia, porque todos la aplaudían y el senador hasta le dio un beso, pero no daba para mirarla así.
Yo no estaba convencido de querer que todos me aplaudieran si el precio era hablar delante de todo el pueblo, y pensaba que todos sentirían la misma mezcla envidia y miedo.
Pero encontrar esa mirada de odio, porque era odio nomás, me sorprendió.

Así que al llegar a casa le comenté al tío Gabino.
Lo que pasa que los hermanos no se pueden ni ver, y que el pobre le gane al que está mejor es casi una ofensa.
¿El otro es hermano del contador? No sabía.
Sí, pero hace añares que no se hablan. Uno se fundió y el otro dijo algo que no debía. Los negocios son negocios, pero si sos judío, está mal visto fundirse.
– ¿Son malos los judíos o algo?
– La gente es mala y es buena sin importar mucho de donde sea, mijo. Las malas gentes están bien repartidas, en ningún lado falta.
– Como los abombados, dije yo.
– Sí señor, dijo el tío Gabino, mire nomás, yo estoy hablando con uno.

Le di una mirada seria, pero me reí enseguida, muy de hacerme esas bromas, el tío.

Pasaron unos años y volví a saber de esa muchacha; en la última semana de clases de quinto año me dieron una sorpresa: no resulté escolta, salí abanderado.
Claro que de la bandera de los Treinta y Tres, no de la nacional o la de Artigas, pero era abanderado. El primero en la familia.
Esa semana comí todo lo que quise, me compraron una túnica y zapatos nuevos y todos los tíos me despeinaban contentos cuando pasaban al lado mío.
Cuando le conté, el tío Gabino me dio un abrazo fuerte, apretado y largo mientras se reía. Me agarró de los hombros y me alejó para mirarme mejor.
Los ojos húmedos tenía.

En eso pasó mi padre y el tío le preguntó si iba en el vasco. Sí señor, dijo, ¿precisa algo?
– Que me espere nomás. – El viejo se apuró y al ponerse al lado de mi padre dijo, espérenos acá, Julito.
Cuando hablaba un grande no se discutía mucho, así que me fui a jugar con Nippur.

Pasaron algunos días, casi una semana, y una tarde el tío Gabino me dijo que lo acompañara.
Cruzamos media ciudad y yo meta preguntarle donde íbamos, pero el tío era fino para cambiar de tema y yo siempre terminaba distrayéndome.
Al final llegamos a un almacén bien provisto, prolijo, limpio y lleno de olores que no se parecían en nada al olor del almacén del vasco.
Un hombre bajito y algo pelado salió de atrás del mostrador y le dio un apretón de manos al tío.
– ¿Este es el abanderado?
– Sí señor. Este es Julio Daniel, mi abanderado.

Por primera vez, el tío no me decía Julito, entendí que era por orgullo; el viejo estaba orgulloso de mí y a un abanderado no se le llama por el nombre de chiquilín, pero igual me sentí raro.
– ¡Ah sí, sí! – dijo el hombre- El estudio lo va a llevar muy lejos, sí señor. El estudio lo va a llevar muy lejos.

Me dio la mano, blanda era, no apretó y le dijo al tío, ¿y si hablamos de nigocios?
Me quedé mirando los cajones con fideos, los tarrones de semillas y las latas de galletitas. Todos los vidrios estaban sanos y limpios.
Tenían café en grano (molido en el acto, ¡oferta!) y un viejo molinillo todavía tenía una medida pronta para moler.
Había unos yuyos sobre un costado; los conocía, mi madre me hacía té de Marcela cuando me dolía la panza.
Una voz habló a mi espalda, era la muchacha que había hablado en la plaza, pero de aquella gurisa de voz firme y clara parecía quedar poco.
Era la misma, sí. Las mismas piernas blancas que parecían no haber visto nunca el sol y aquel pelo rojo como los ladrillos secos.
Pero era tímida y hablaba bajito. Me hizo señas para que la siguiera y cruzamos un pasillo con altas pilas de cajas a cada lado.
– Acá está, dijo cuando salimos, y entonces la vi.
Y fue amor a primera vista.
Había bicicletas en casa, todos andábamos, pero había que pedir permiso porque eran de los tíos. Y no se usaban para bobear, no señor, se hacían mandados, se iba a trabajar o a comprar algo a Quaraí, pero usarlas era asunto serio.

Pero aquella bicicleta, grande, verde y linda iba a ser mía, y ya me imaginaba lo compinches que íbamos a llegar a ser.
Examinaba los frenos, unas gruesas varillas de metal, cuando llegaron el tío y el almacenero. La gurisa me miraba con una semisonrisa, recostada contra la pared, pero cuando padre apareció, se paró derechita detrás de él y desde allí miraba todo con aquellos enormes ojos celeste pálido.

Si el judío se hubiese guiado por mis respuestas, lo más seguro es que creyera que las banderas se las daban a los abombados. No puedo recordar lo que dije, sólo que él me preguntaba cosas, muy entusiasmado y yo respondía sin escucharlo.

Volvíamos subiendo despacio la bajada San Vicente cuando se me ocurrió preguntarle al tío si sabía andar en bicicleta.

– Que blanca esa gurisa, ¿eh Julito? Pa mí que el padre la deja salir a tomar sol después de medianoche nada más.

Largué la carcajada, “o los días nublados nomás”, dije.
Seguimos bromeando y conversando casi hasta llegar a casa, el tío dijo que se iba a tirar un rato y yo, que no daba más de ganas de mostrarle a todos mi nuevo orgullo, monté e hice andando los últimos metros.
A Nippur, que se había quedado atado, casi le da un ataque cuando me vio aparecer arriba de semejante cosa, y me ladró bien enojado desde dentro de su casa.
Incluso cuando me acerqué a desatarlo, miraba a la bicicleta y le gruñía desconfiado. Cuando estuvo suelto me olió por todos lados para ver si seguía siendo yo mismo. Cuando comprobó que no me faltaba nada, se acercó a la chiva, con las orejas duritas y el pelo del lomo medio levantado.
La desconfianza le duró algunos días, pero luego la tomó como una prolongación de mí y los tres nos hicimos inseparables.

Pero mi duda se mantenía, cada vez que le preguntaba al tío si sabía andar o no, cambiaba de tema o simplemente no me daba bola.
Que un grande no supiera andar en bicicleta era increíble, pero al mismo tiempo tenía un encanto que no dejaba atraerme.
Era cómico, sí, pero también era algo triste.
Y de algo estaba seguro, el tío no podía seguir escapándose; yo tenía que saber.

Así que un día lo encaré y le pregunté de frente.
– Tío, ¿usté sabe o no sabe andar en bicicleta?
El medio amagó a cambiar de tema, pero al darse cuenta que no iba a dejarme engañar esta vez, suspiró.
– Yo tendría que meterle un rebencazo por atrevido, ¿Cómo me va a andar preguntando así?
– Si me da un rebencazo va estar mal. Porque no es de sentir vergüenza, hasta yo podría enseñarle; nadie se tiene que enterar.

El viejo largo la carcajada, y dijo, ¡vivir para escuchar esto!! Usté se da cuenta del atrevimiento que tiene? ¿Cómo es eso que nadie se tiene que enterar? ¡Ni que fuera tanta vergüenza!!
Yo estaba decidido a no dejarme distraer con bobadas, así que le dije: Si no es tanta vergüenza, cómo dice usted, – el viejo supo bien clarito de donde iba a venir el golpe y supo también que no iba a poder esquivarlo. – ¿Por qué entonces no me dijo de primera?

Estuve tentado a seguir, pero los dos sabíamos no hacía falta.
Con el tiempo aprendí que ser valiente no es no sentir miedo, sino hacer lo correcto, aunque tenga miedo.
El tío Gabino nunca me lo dijo con esas palabras, pero ese día me enseñó lo que quería decir esa frase.
Lo que hizo requería una gran, una enorme dosis de valentía (mire si un hombre grande se iba a dejar enseñar por un gurí) pero, además, una dosis de generosidad que no todos tenían.
Porque es generoso quién acepta ayuda ofrecida desde el corazón.

Así que el tío pensó, no mucho, y me dice, está bien mijo. Pero entienda que es medio raro que un hombre de mi edad ande aprendiendo como un gurí que no sabe ni como limpiarse el traste. Hay que aprender medio donde no se nos vea, ¿vio?

Así que hubo que encontrar lugar, y nos costó, porque no era cosa de ir a cualquier terraplén o parte con bitumen, mire sí el tío se me caía. Estaba bien para su edad, pero la cosa ahí era esa, para su edad.
Si se me llegaba a lastimar, él iba a ser víctima de todas las burlas y yo me iba a ligar unos buenos cintazos “por meterle esas cosas en la cabeza al pobre Tío”
Y ese era mi miedo principal, que si el tío se llegaba a caer, iba pasar a ser “el pobre tío” y no se merecía eso.
Me dije de todo y muchas veces cuando me di cuenta de eso.
Creo que ese fue mi primer pensamiento adulto, el entender que la intención podía no tener mucho que ver con el resultado. Y eso me enseñó también que las cosas había que pensarlas de antemano, eso no garantizaba que todo saliera bien, pero era mucho más lógico que elegir a las apuradas, sobre la marcha.

Pero al final un campito bien liso detrás de la arrocera nos sirvió de salón de clases. Toda esa zona había sido nivelada porque se usaba para acopiar las cáscaras, así que teníamos terreno liso, protección contra miradas indiscretas y también contra caídas, como el tío se ocupó de señalar con aire pesimista.
– Si veo que me vua caer, me tiro arriba del afrecho.

Y se cayó nomás, varias veces.

Yo hacía fuerza para no reírme, y dígase esto en mi nombre, pude aguantarme varias veces. Pero ver al tío avanzando, con la punta de la lengua asomando y bamboleándose como borracho en temporal, daba gracia, y yo sólo era un gurí de escuela.

Pero hubo un momento que no me reí, hubo un momento que me asusté mucho y me arrepentí mil veces de haber insistido.
El tío Gabino medio le había agarrado la mano a la cosa y lo vi dar sus primeros pedaleos vacilantes, vacilantes, pero sólo.
No podía creer que le hubiera tomado la mano tan rápido, hacía menos de una hora que estábamos allí.
Y, entusiasmado, grité, ¡Bien tío, bien! ¡Ya está andando!
Pero le entraron los nervios, medio quiso mirar para atrás para ver si era cierto que estaba andando sólo y la rueda se le cruzó.
Se desparramó, se cayó de mala manera y se quedó quieto en el piso, boca abajo y hecho un revoltijo con los fierros.
Me acerqué corriendo, con miedo que se hubiese lastimado, pero vi algo que me paró como si hubiera chocado con una pared.
Temblaba, se sacudía apenas, como si estuviera llorando.
Llorando…
Caí de rodillas y empecé a llorar, avanzaba raspándome las rodillas contra las cáscaras secas, con el corazón lleno de angustia.
Había hecho llorar al tío, lo había lastimado hasta el punto de hacerlo llorar.
Y quedé helado al darme cuenta que había pensado “pobre, pobre tío”

Pero el tío aulló, tirándose hacia atrás, y me di cuenta que se reía como nunca lo había visto.
– Vamos a tener que ir pa´ casa mijo, porque si me sigo riendo así me vua miyar.

Y dicho esto se volvió a tirar para atrás, a las risas ambos.

El tío aprendió a andar en bicicleta, yo aprendí que me gustaba enseñar y aunque nunca salimos juntos a pedalear, yo sabía que siempre me acompañaba.
Siempre.

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