El espécimen

Lo primero que sintió fue el frío. No algo que hiciera que su piel se erizase, pero sí que le haría estirarse a por las sábanas de estar en su cama.
Porque no estaba en su cama, y eso, tal vez, llegó a su conciencia antes que la leve incomodidad por la temperatura.
Abrió los ojos pero nada pudo ver, una oscuridad densa, impenetrable, lo cubría todo.
Entonces, como alguna vez escuchara que los ciegos tenían los demás sentidos aguzados, empeñó su atención en registrar cuáles eran sus otras sensaciones.
Inmóvil, allí donde estuviera, las aletillas de su nariz se estremecieron en una búsqueda vana. Nada sino un tenue dejo que no podía precisar ni para el que halló un término mejor que aséptico.
Nada más por allí, se dijo. Y fue en ese momento cuando su inquietud comenzó a crecer.
Pues al gusto no prestó mayor atención, pero cuando quiso enfocarse en el tacto, aquel gran aliado de todo explorador, sus manos no respondieron.
No pudo moverlas, no pudo mover su cuerpo más que algunos milímetros y sin que eso significara cambiar su posición.
Respiró hondo, tratando de mantener la calma y se concentró en aquellos pequeños resquicios de libertad que disfrutaban sus extremidades.
No parecía, se dijo, que fuera un peso lo que las mantuviera en su lugar, pero si no era eso, ¿qué?
Podía respirar sin inconvenientes, en la oscuridad inhaló profundamente para comprobarlo y sintió alivio al escucharse hacerlo.
Pero algo no estaba bien, pensó. Sí, podía respirar pero no era verdad que aquel proceso que conocía desde la niñez se sintiera igual.
Era, pensó, más trabajoso. La diferencia era casi imperceptible, mas eso no significaba que no estuviera allí.
– Estoy inmovilizado y mi respiración es difícil… – caviló en silencio.

La oscuridad, el silencio, la inmovilidad y aquella nebulosa que envolvía su memoria podían ser todos ellos síntomas de algo; de alguna cosa que le hubiera acontecido.
Devanó sus sesos tratando de recordar, pero nada venía a su mente. Nada, pues un murmullo crecía en el fondo de su cerebro y no le dejaba pensar con claridad.
No venía desde el exterior, pues ese murmullo era su mente haciéndole notar algo que procuraba evitar mirar de frente.
La oscuridad, el silencio, la inmovilidad y la amnesia que le impedía recordar más allá de aquella luz cegadora, podían no ser síntomas, sino consecuencias…



Las entidades, atentas a los signos vitales del espécimen que flotaba en un contenedor en el recinto contiguo, vieron que algunos de ellos crecían.
Luego, durante las pruebas, descubrirían que aquellos signos crecían cuando el espécimen sentía confusión, miedo o dolor…

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