El caimán

– ¿Algún problema, oficial? – el agente meneó la cabeza, sin dejar de mirar la carretera.
– No, señor. Un accidente… – comenzó a mover vivamente su linterna, alertando a las luces que se acercaban a alta velocidad. – ¡Circule!

Condujo con cuidado; las luces de las patrullas convertían a la niebla en una intermitente marea roja o azul y debió concentrarse en mantener la senda, la única que el accidente había dejado libre. Un viejo Cutlass se había incrustado debajo de un camión de Mountain Dew. Nadie podía haber sobrevivido aquel impacto; la caja del camión casi había convertido en descapotable al automóvil.
Bajó las luces para que el reflejo no le encandilase. Había sido buena idea colocar faros antiniebla por debajo de las defensas; pensó que podría rozarlos cuando encontrase un pozo, pero la pick up tenía buen despeje y nunca le habían dado problemas.
Ahora agradecía haber tomado esa decisión, las noches de niebla podían tener algunas ventajas, pero, definitivamente, no eran las más seguras para conducir.
Algo que el conductor del Oldsmobile no tuvo en cuenta, sin duda. Se preguntó cuánto tiempo hacía que la Olds había cerrado sus puertas. Una tragedia para muchos, una de las más antiguas fábricas de automóviles del mundo había bajado definitivamente la cortina.
¿Quince? ¿Veinte años? – había hecho la pregunta en voz baja, tal vez para sentirse más acompañado. Aquel manto blanco no sólo cubría la carretera, adormecía también los sentidos.

Sí, debían ser al menos quince años y un lustro más desde la salida del Cutlass que viera bajo el remolque. ¿Quién conduciría un auto así?
Algún anciano, leal todavía a la marca; alguien que se habría mantenido fiel a su primer amor, incluso aunque este había muerto dos décadas atrás.

La niebla despejó y pudo, por fin, mejorar su ritmo. No lo hizo, sin embargo, decidió mantener una velocidad relativamente baja, cinco millas por debajo del límite.
Parecía que ya nadie respetaba las leyes de tráfico, pero alguien debía hacerlo, todavía quedaban ciudadanos que respetaban las leyes de Dios y los hombres.
Su mente volvía una y otra vez a aquel pobre hombre bajo el camión. Sería viudo, tal vez, uno de los extraños casos en que ella precede a su esposo en el viaje más largo. Imaginó que el anciano vestiría tiradores cuando debía concurrir al banco o la oficina de correos. Y a la iglesia, definitivamente la iglesia también. Tiradores y un saco de lino gris color arena.
Asintió satisfecho de sí mismo y una leve sonrisa arqueó apenas sus labios. Así sería, sin duda.
Siempre había sido un buen conocedor de la gente; era su don, como le gustaba llamarlo. Podía saber cómo era una persona con sólo mirarla unos momentos, saber a qué se dedicaba o incluso a qué congregación pertenecía. Pocas veces erraba, a veces, cuando tenía tiempo, seguía a alguien para estudiarlo mejor o escuchar cómo les saludaban las otras personas.
De esa forma había comprobado, muchas veces, que sus suposiciones eran acertadas. Pero debió dejar de hacerlo luego que una joven le dijera a un policía que la estaba acosando.
Se mostró sorprendido cuando el oficial lo interrogó, no sabía a qué se refería aquella muchacha, él simplemente se dirigía a la ferretería a buscar bisagras para su buzón.
– No es que el pueblo ofrezca muchas opciones, oficial, – respondió cuando el policía preguntó qué podía haber hecho que la chica dijera lo que dijo. – todos los que caminamos por la calle principal, seguimos a alguien o somos seguidos por quienes avanzan en la misma dirección. –

Se encogió de hombros y el agente asintió sin mayor interés. Dio una mirada a la chica y por su apariencia decidió que no valía la pena tomarla en serio.
– Aquí no ha pasado nada. – dijo. Y agregó levantando un poco la voz para acallar las protestas de la joven. – No te metas en problemas…

Volvió a mirar al acusado y este repitió su gesto anterior. Podía ser que aquel hombre gordo estuviese realmente siguiendo a la chica, pero ella no llegaría virgen a la fiesta de graduación, así que no importaba.
Tocó la visera de su gorra y permitió que el ciudadano continuara sus compras.

Debería dejar atrás su pequeño divertimento, por lo menos en el pueblo, donde pudieran reconocerle y volverse pronto objeto de murmullos y desconfianza. Pero, se dijo, se había sentido realmente bien darse cuenta de que la chica se ponía incómoda al darse cuenta de que era seguida.
La sensación de poder que había sentido era diferente a todo cuanto hubiera experimentado antes. Lo sentía con todos sus sentidos, así debía sentirse un depredador, pensó; un lobo acechando al ciervo que se sabe perdido.
Sí, lo había sentido plenamente. En su pecho agitado, en sus manos húmedas, en el calor en su ingle.
No, no podría hacerlo en el pueblo, suspiró a la noche tras masturbarse con el recuerdo, ¿pero en otro lugar, donde nadie le conociera? ¿En la gran ciudad llena de desconocidos que no eran más que una mancha borrosa en el fondo de la mente…?

Debía reparar uno de los relojes de un cliente que no creía en el correo. Odiaba moverse de su casa, lo hacía nada más cuando era imprescindible y, a decir verdad, aquel servicio no lo era. Las ventas online le habían dado la oportunidad de poder mantenerse sin salir de su casa, los couriers se encargaban de todo lo que le incomodaba. Podía comprar, recibir, reparar, vender y volver a enviar prácticamente sin contacto directo con persona alguna.
Y así era perfecto para él.
Era una rutina que funcionaba siempre, o casi siempre, como aquel hombre obcecado se había empecinado en demostrar.
Habría dado de baja el negocio aunque eso significase perder un buen dinero, conducir las cinco horas que le separaban de Jasper no era algo que quisiera hacer.
Pero hubo un par de motivos que le hicieron ponerse detrás del volante; en primer lugar, si todo lo que su cliente dijera era cierto, el reloj que habría de reparar era una pieza única. Llegado desde Alemania quién sabe cuántos años atrás, trabajar en un aparato de aquellos bien podía considerarse un privilegio.

La foto de perfil en el correo electrónico era la de un hombre viejo, tanto que resultaba sorprendente que le hubiera encontrado en la red. Pero su forma de hablar, aunque algo formal, parecía la de alguien más joven. Probablemente, pensó, sería la foto del algún familiar ya fallecido, no era descabellado y eso, en cierta medida, le tranquilizó.
Alguien que honra a sus muertos no suele terminar en la cárcel por evasión de impuestos.
Y en cierta medida, debió reconocer, él no era quien decía ser.
Carlton Harwood era un nombre fantástico, en dos de los sentidos de la palabra. Sonaba fabulosamente bien, transmitía seguridad, confianza. Nadie que se llamase así podría no ser un profesional serio y responsable. Él lo era, se tomaba su trabajo con absoluta seriedad y su reputación había sido construida a lo largo de los años y era bien merecida.
Pero dudaba que pudiera haberla alcanzado de haber utilizado su nombre real; Dewayne Loren podía ser aceptable para alguien que llevase su eighteen wheeler de un lado a otro del país, pero no para alguien como él.

Al principio había tenido que viajar mucho y realmente había disfrutado algunas de aquellas excursiones. Internet no existía cuando empezó a trabajar, los contactos se hacían a través de la publicidad en revistas especializadas. Recordó cómo se había encontrado con el representante de una editorial de nicho, aunque aquel hombre disfrutaba usar la palabra niche. Cualquiera diría que el de revistas dedicadas a hobbies no sería un mercado muy grande, con apenas unos pocos fanáticos por ciudad, pero aquel hombre le había abierto los ojos a una realidad distinta.
Las convenciones.
Prácticamente las había de todo lo que uno pudiese imaginar y en cada una de ellas, aunque a veces tuviera que viajar largas horas entre una y otra, estaba Jason Anders. Armaba su chiringuito con sus revistas y conseguía suscripciones, muchas, pues los fanáticos también creían estar solos y comunicarse con otros como ellos les hacía sentir menos diferentes.
Mientras el Greyhound devoraba millas en medio-de-la-nada, Missouri, Dewayne dijo que le interesaría colocar un anuncio si la editorial disponía de una publicación dedicada a relojes antiguos.
En realidad tenían dos, respondió el vendedor, que, hasta que escuchar su nombre, parecía muy dispuesto a aceptar su anuncio. Hizo una mueca casi imperceptible y pareció pensar un instante qué diría a continuación.
Dewayne preguntó qué ocurría y sonrío para animarle.
– Es que con ese nombre nadie querrá contratarte. – se encogió de hombros con sonrisa culpable. – Suena como si tu familia todavía destilase su propio licor y mantuviera una enemistad de generaciones con los de la otra colima.
La carcajada de Dewayne fue espontánea y todos en el Greyhound pudieron escucharla. Anders se rascaba la nuca con aire entre divertido e incómodo. – Deberías pensar en algo con estilo, que haga que los clientes se sientan seguros de poner en tus manos las reliquias de la familia. –
Lo que decía aquel hombre tenía mucho sentido; su nombre sonaba a lo más primitivo del sur profundo. Algo muy lejano de los terratenientes que poseían plantaciones que se extendían más allá de donde alcanzaba la vista. Más bien evocaba lo contrario; falta de higiene, rencillas que terminaban en tragedia, licor barato e incesto.
Y Dewayne conocía muchas historias, cercanas, que contaban con aquellos ingredientes.
– ¿Paul Ritz? ¿George Hilton? – aventuró, sonriendo ante los nombres que se le ocurrieran.
– Podría ser. – aceptó el vendedor. – Pero procura algo menos evidente, que no suene tanto a cadena de hoteles o actor de spaghetti western. –

Anders era un hombre carismático, que le hizo olvidar por un tiempo las preocupaciones de las que escapaba. Pero, aunque su sugerencia no era para nada descabellada, le atraía la idea de ligar su nombre al de una marca reconocida por su calidad.
El problema era que no se le ocurría ninguno y su compañero no podía ayudarle ya que había ido al excusado, en la parte trasera del autobús.
Volvió a los nombres que dijera en broma y se preguntó si no valía la pena insistir en uno de ellos; después de todo, él era el cliente. Tal vez, en lugar de Paul Ritz, podría usar Paul Carlton, que sonaba igual de señorial como el primero, pero no tan obvio.
Siempre había sido exigente consigo mismo, su madre decía que gustaba de ponerse plazos imposibles y este, se dijo, era uno de ellos; quería tener el nombre cuando el vendedor volviera a su lugar.
Pero escuchó el click de la puerta del baño y supo que el tiempo se había agotado; miró afuera, abatido.
El cartel, que había conocido mejores tiempos, decía: “Harwood, Missouri. Pop: 403”.

Anders suspiró al sentarse a su lado y vio que su compañero de viaje sonreía.
– Carlton Harwood. – dijo.
Construir un arma de fuego no es sencillo.
Las tolerancias son bajas, los mecanismos y el cañón necesitan de aceros de la mejor calidad, la maquinaria para trabajar ese metal es cara, difícil de conseguir y su adquisición da lugar a muchas preguntas.
Y papeleo.
Aun así, y aunque en cada rincón del país había un comercio dispuesto a venderte una, cientos de talleres artesanales trabajaban día y noche para paliar el apetito insaciable que las armas provocaban en los americanos.
El propietario de uno de esos talleres fue el primer cliente de la era digital de Carlton. El hombre se había comunicado con él a través del correo electrónico y no había pedido cambiar a la conversación telefónica en ningún momento.
Necesitaba reparar un vetusto reloj de pie que había acompañado a la familia de su esposa por generaciones, sería su obsequio de aniversario.
Cuando leyó aquello el relojero pensó que el mecanismo estaría consumido por el óxido, pero se llevó una grata sorpresa al descubrir que no era así. Debió cambiar un par de piezas, pero al acabar de hacerlo la venerable máquina comenzó a moverse apenas rozó el péndulo.
Su cliente estaba tan satisfecho que le invitó a conocer su taller y una frase de aquel hombre hizo que el pequeño paseo cambiara la vida de Carlton.
– No fabrico armas de repetición, ¿sabe? Veo las noticias y no quiero que esas vidas pesen en mi conciencia. – chasqueó la lengua, como si se diera cuenta del sinsentido que acababa de decir. Tomó aire y se explicó. – Claro, fabrico armas, pero sólo rifles de caza o algún revolver de los que se cuelgan sobre las chimeneas como ornamentos.
El relojero asintió, las culatas labradas y los caños pulidos no hablaban de disparos realizados por borrachos contra indefensas latas de cerveza. Eran armas finas, para personas que sabrían apreciarlas y les darían los cuidados que merecían.
Se arriesgó a hacer una pregunta que bien podría terminar con el paseo y alejar al cliente, pero el hombre se encogió de hombros.
– ¿Qué cómo limitar los tiroteos? Sencillo – dijo – Balas. –
Asintió al ver el desconcierto en sus ojos y se dirigió al otro extremo del lugar. Tomó unos brillantes casquillos de latón y sosteniendo uno entre sus dedos continuó. – Un arma sin balas no dispara, un arma con proyectiles de baja calidad es más peligrosa para el tirador que para quien está al otro lado del cañón. –
Carlton asintió, a su vez, era lógico.
– El gobierno debería gravar las balas, limitar su venta. – devolvió los casquillos a la gran tarrina de donde los había sacado y meneó la cabeza; se veía molesto. – A dos millas de aquí hay un gran almacén, venden un tanque como este lleno de municiones. Cuesta cuatro mil dólares, ochenta centavos por disparo…

Era verdad, un tanque de metal de un par de pies de altura estaba sobre una plataforma de madera entre el alimento para mascotas y las máquinas de cortar césped. Ofrecía cinco mil balas por, como siempre, tres mil novecientos noventa y nueve dólares con noventa centavos.
No entendía por qué no reconocían que cobraban cuatro mil dólares por aquello. Era seguro que se quedarían con los diez centavos.

Pero estaba equivocado, debió reconocer, realmente le habían dado el dime. Sonrió mientras la tarrina llena de balas se bamboleaba en la caja de su F-100.
La compra de la munición, o por lo menos, de aquella cantidad de munición, había sido totalmente producto del impulso. Lo lamentó algunas millas, pensando que no sería difícil seguirle el rastro a su tarjeta de crédito, pero luego reparó en que, por lo que sabía, las pruebas de balística se centraban en mucho mayor medida en el arma que en las balas que disparaba.
Y estaba seguro de que nadie podría reconocer el arma que usaba pues era él quien la había construido.
La idea se le ocurrió años atrás, cuando los teléfonos de línea eran populares y sus campanillas sonaban en cada casa del país. Junto al aparato, en la mesilla destinada para él, se encontraba un bloc de notas y un bolígrafo por si era menester anotar algo importante durante una llamada.
Pero eran pocas las oportunidades en que se utilizaban para algo diferente a distraídos dibujos que, como hongos tras la lluvia, llenaban las hojas sin que nadie supiera muy bien cómo habían llegado allí.
Su hermana dibujaba círculos, unos tras otro, encadenados en una serie que marea a si se le miraba fijamente; lo suyo eran los cuadrados, del mismo tamaño todos, mientras que su madre dibujaba pequeñas casitas con bajos techos a dos aguas donde, seguramente, viviría una familia feliz.
Su padre no dibujaba, se limitaba a arrancar las hojas usadas.
Una tarde el viejo llegó a la casa con una sonrisa que parecía esconder sus ganas de gritar. Les llamó y dijo que quería mostrarles algo.
Reunidos a su alrededor descubrieron su última compra, un bolígrafo retráctil. No era gran cosa, realmente, pero era una novedad y a su padre le había fascinado.
Lo dejó junto al teléfono, pero dijo que estaba allí sólo para su uso, los demás deberían usar un lápiz o la lapicera vieja, que tenía el extremo masticado por los nerviosos dientecillos de Judy.
Estar en zona prohibida volvía aquel bolígrafo mucho más interesante que si fuese suyo, así que Dewayne se encontraba pensando en él varias veces a lo largo del día. El mecanismo, que se accionaba al presionar el botón detrás de las plumas de la flecha característica de la marca, emitía un sonido sólido, que transmitía calidad. Un clic que el chico de ojos verdes quería comprender.
A su favor habría que decir que soportó la curiosidad por varios días; pero también es cierto que no fue difícil hacerlo, el miedo a romper el orgullo de su padre, y las consecuencias inevitables, era lo que más pesaba en su moderación.
Pero aquel clic metálico seguía, allí incluso en el silencio, y su curiosidad innata resultó más fuerte.
Desarmó el bolígrafo una mañana afortunada, su padre estaba en el trabajo y no volvería hasta bien entrada la tarde, su madre y su hermana habían salido de compras. Le invitaron, pero Dewayne sabía que aquello sería un martirio; ellas caminarían todo el centro comercial, se detendrían en cada escaparate y, al final, no comprarían más que aquello que podían permitirse, lo más económico y de peor gusto.

No lo entendió.
No por no intentarlo, sino porque era estúpidamente sencillo; no había más que tres piezas involucradas, pero el chico no lograba entender cómo la parte interior se mantenía firme retraída y cómo en extensión.
Así que decidió averiguar dónde se compraban esos bolígrafos y poder allí despejar sus dudas. Mas no tuvo suerte pues encontró cerrado el lugar, no era mucho lo que debía esperar, apenas una hora restaba del descanso de mediodía.
Cruzó la calle para comprar una Pepsi y vio un anuncio en la puerta de una relojería. No pedían experiencia, sólo ganas de aprender, así que, en un arrebato, decidió entrar.
El propietario le miró con curiosidad, no con desconfianza, que era la forma en que le miraban algunos comerciantes y eso hizo que Dewayne sonriera sin darse cuenta.
Esa noche sorprendió a su familia contándoles que había conseguido trabajo, su padre gruñó sin que nadie supiera qué significaba aquello, pero su madre y su hermana le felicitaron.
No sólo aprendió un oficio para el que tenía habilidades naturales, también descubrió cómo funcionaba el mecanismo del orgullo de su padre.
Archivó aquella información en un lugar oscuro olvidado de su mente, donde fue juntando polvo hasta que necesitó algo sencillo y confiable para que le ayudase en su pasatiempo.

Su diseño tenía la elegancia de lo sencillo; una T donde el pie era el cañón del arma y que se tomaba por el vástago horizontal.  Al presionarla contra una superficie sólida (la espalda de un autoestopista, por ejemplo) disparaba el mecanismo que hacía saltar el percutor.

La idea se le ocurrió mucho después de haber tenido que abandonar su casa. A medida que los años pasaban su padre bebía más y más; había comenzado a llegar tarde del trabajo pues se quedaba en alguna taberna a beber tras la hora de salida.
Luego empezó a beber por las mañanas hasta que ocurrió lo inevitable, perdió el empleo.
Dewayne sabía qué ocurriría a continuación. No eran pocas las historias que comenzaban de esa manera y acababan en tragedia, luego de años de sufrimiento, maltrato y humillaciones. Había que evitarlo y, aunque fuera lo último que desearía, una parte de su corazón moriría ese día.
Preparó todo con absoluto cuidado, con una atención al detalle que haría que su jefe en la relojería se sintiese orgulloso de él.
Agradeció el vivir en una zona boscosa, el fondo abierto de su propiedad daba a la arboleda, no era raro ver a algún zorro asomar su hocico entre los árboles. Dejó su antiguo carro radio flyer a un centenar de yardas de su casa, ya en el bosque, para que sus huellas no le delataran.
Su madre pasaba cada vez más tiempo fuera de casa, no sólo porque necesitaba trabajar, sino también para evitar a su irascible esposo. Su hermana tampoco estaba y el descanso del mediodía en su trabajo le dio el tiempo que necesitaba.
Llegó agitado luego de hacer en bicicleta las tres millas que le separaban de la ciudad, pero su respirar agitado no fue problema. Su padre estaba profundamente dormido sobre una silla desvencijada en el patio.
Había aguzado la punta de una fina varilla de metal de las que usaban en la relojería, no medía más de seis pulgadas, pero creía necesitar mucho menos que eso.
La cabeza ladeada del viejo ofrecía casi uno de sus oídos al sol, Dewayne se asomó y con cuidado de no rozarla, acercó el estilete a la oreja de su padre. La resistencia fue mínima, tan poca que le sorprendió.
Su víctima se estremeció, el agudo dolor atravesando los vahos del alcohol, pero nada más hizo. Una gota de sangre asomó apenas, tan diminuta que casi no pasó del lóbulo.
Dewayne levantó a su padre, le llevó trabajosamente hasta su descanso final y le dejó caer en la zanja que había cavado.
Cubrió el cuerpo con casi dos pies de tierra antes de llamar a su perro, que daba nerviosas vueltas a su alrededor, y le ahorcó con un alambre de frenos que había comprado donde reparaba su bicicleta.
Si algún perro policía encontraba el lugar, los agentes creerían que el olfato del sabueso les había llevado al cadáver del animal.
El viento secó las lágrimas en sus ojos mientras se afanaba en su bicicleta en dirección a la ciudad.
Se desahogó a conciencia antes de entrar a la zona más urbanizada, pues había algo que no podía negar.
Quería mucho al buen Blackey.

Su madre no se preocupó, no el primer par de días, al menos. Su padre había hecho casi una costumbre el beber hasta que le echaban de las tabernas y caía en alguna zanja a dormir lo peor de la borrachera.
Pero tras dos días de ausencia dio cuenta a las autoridades. Los policías parecían poco interesados en el caso incluso desde antes de bajar de la patrulla. A medida que la señora Loren describía el carácter y las costumbres de su esposo el rostro de los agentes pasó de un tibio interés a un aburrimiento notorio.
Lo único que medianamente animó sus miradas fue escuchar a un vehículo detenerse en el frente.
Era la compañía de teléfonos, venían a cortar el servicio por falta de pago. La dueña de casa intentó explicarles que ella misma había puesto de su salario para que su esposo pagara la mensualidad, él no malgastaría ese dinero; ¡no era suyo!
El empleado de la telefónica la miró con aire comprensivo, suspiró y se encogió de hombros; él sólo cumplía órdenes.
La señora Loren le observó trabajar con aire ausente.
Uno de los policías miró a su compañero y ambos cerraron sus libretas.


No tenía muy claro su destino cuando quemó las naves y abandonó su ciudad. Y hasta que se encontró con Anders no había pensado en la conveniencia de una nueva identidad. Estaba seguro de que no le haría falta, nada en su pasado ponía en peligro su libertad, pero si debía hacerlo prefería empezar realmente de cero.
Ser un hombre nuevo en una nueva ciudad, una nueva vida casi en todo sentido.
Y para ello contó con la ayuda involuntaria de las delicias del gobierno descentralizado. Llegó a una imprenta en Chicago e invirtió una pequeña fortuna en un centenar de tarjetas de visita. Cuando se las entregaron se presentó en el Fifth Three Bank, abrió una cuenta y preguntó cuánto tardarían en preparar un par de chequeras a su nombre.
El funcionario que le atendió, un hombre de piel grasa y anteojos de gruesos cristales, aseguró que no llevaría más de veinticuatro horas, pero debido al fin de semana el proceso llevaría un par de días más.
El miércoles siguiente a primera hora de la mañana y tras firmar un par de formas, el señor Hardwood recibía sus chequeras.
No le gustó Chicago. Aunque tenía mucho para ver le resultó impersonal, ruidosa y fría, condenadamente fría.
No se engañaba, sabía que el norte siempre tendría temperaturas más bajas que el sur, pero Chicago, recostada en los grandes lagos, no sólo era helada y húmeda, un viento gélido barría la ciudad y te calaba hasta los huesos.
Decían que el verano era mucho mejor pero Carlton no pensaba esperar hasta averiguarlo.
Paró en un pequeño pueblo y renovó allí su libreta de conducir; le pidieron identificación y dijo que había extraviado sus documentos, por eso los estaba sacando de nuevo.
– Tengo cheques a mi nombre. – dijo, llevando la mano al bolsillo de su chaqueta. La joven, extrañamente le atendía una muchacha hermosa y muy agradable, observó los cheques y, luego de vacilar un momento, su jefe había salido a almorzar, asintió y rellenó las formas necesarias.
Dos días después fue a por su libreta, la joven no estaba allí, pero el hombre en su lugar se lo extendió sin pedir que confirmase su identidad. Sólo miró la foto, la comparó con su rostro, se la habían tomado en ese mismo lugar, setenta y dos horas antes, asintió y se la entregó sin decir palabra.


Muchas de las reparaciones que sus clientes necesitaban podía hacerlas en el lugar. Llevaba sus herramientas en el piso, delante de los asientos traseros; de esa manera su maleta se mantenía quieta sin importar qué tan maltratado estuviera el camino. Su primera víctima quiso hacerse con ellas luego de que Carlton lo levantase mientras el hombre hacía autostop.
Cuando aquel hombre lo amenazó con un cuchillo y preguntó dónde estaban las cosas de valor, le respondió sin quitar la vista de la carretera. El delincuente no se había colocado el cinturón de seguridad; el frenazo le tomó de improviso y en una posición inestable. Cuando abrió los ojos tenía un arma a pocas pulgadas de su rostro.
Carlton sonrió al verlo bizquear al mirar la boca del cañón. Pero estaba serio de nuevo al ordenarle bajar.
El hombre dudó, pero pareció darse cuenta de que estaría mucho más seguro fuera de un automóvil cuyo conductor le apuntaba a la cabeza.
El portazo que dio aquel imbécil fue lo que, finalmente, hizo que Carlton perdiera la cabeza, dio marcha atrás hasta alejarse y luego comenzó a perseguirlo. El hombre bajó a la banquina y el coche le siguió hasta alcanzarlo y golpearlo a la altura de la cadera, el cuerpo salió despedido y cayó entre unos arbustos algunas yardas más adelante.
Carlton bajó del automóvil y se acercó con cuidado, las piernas del sujeto formaban un ángulo raro; estaba vivo, lo escuchaba quejarse.
Apoyó la pistola en su pecho y disparó.


La intensidad de su reacción le sorprendió.
Vivía casi como un asceta, rara vez pensaba en sexo y nunca lo necesitaba. Pero la urgencia fue tan grande que debió detenerse a masturbarse. Un orgasmo brutal, intenso, liberador, le estremeció de pies a cabeza y aulló, echando la cabeza atrás, y riendo a carcajadas después.
Pero tras el éxtasis vino la angustia de qué pasaría cuando le descubriesen.
Naturalmente, la policía no había dado mayor importancia a la desaparición de su padre, incluso llegaron a dejar de aparentar estar trabajando en el caso cuando la madre de Dewayne visitaba el precinto.
La idea general era que el viejo se había marchado o que había muerto en una riña entre borrachos y era mejor aceptar que no volvería.
Cuando vio que su madre volvía a sonreír y el rubor retornaba a sus mejillas, su hijo supo que el momento de marcharse había llegado. Y se embarcó rumbo al norte.
Lejos de su casa, pero también de toda sospecha.

Estaba seguro de que esa vez no sería tan afortunado, la suerte no golpeaba dos veces a la misma puerta. Aquel orgasmo había sido lo más intenso que había experimentado en su vida, pero la angustia que siguió le atormentó por meses.
No volvería a hacerlo, se prometió. El precio era demasiado alto, incluso sin haber comenzado a pagar la deuda que la sociedad le exigiría en cuanto le atrapasen.
Mas pasó un mes, luego otro y la nieve ya se había evaporado totalmente cuando reparó en que ni siquiera había visto noticia alguna referente al hombre asesinado en la carretera.
Y algo comenzó a aparecer en su mente, de improviso, se iba tan rápido como había llegado, pero no podía negarlo.
La convicción de que nada pasaría.
De que nadie podría relacionarle con aquella muerte, del mismo modo que no habían podido ligar lo a la desaparición de su padre.
Estoy seguro, pensaba. Nadie lo sabrá jamás, se repetía. Pero el temor a sí mismo le obligaba a detener la progresión. Pues en el fondo de su cerebro reposaba la confianza ciega, la que provocaba la perdición de los orgullosos, aquellos que se sentían por encima del azar.
Cuando por fin se rindió a la evidencia, a la ausencia auspiciosa de noticias sobre aquel asesinato, supo que debería repetirlo.
No tanto para volver a experimentar aquel orgasmo, mintió, sino para para ver si la suerte realmente se mantenía de su lado.
Pero Dewayne no era ya aquel joven que matara para evitar el sufrimiento de su madre y hermana, tampoco el conductor que había asesinado a un malviviente que había elegido pagar bondad con violencia. No, ahora era Carlton, un profesional que de a poco se hacía un nombre en un mercado pequeño y disperso.
Y ese, pensó, podía ser lo que le ayudara; sus clientes estaban bastante alejados unos de otros, lo que hacía que sus viajes fueran imprevisibles. Algunos de ellos querían que el trabajo se hiciera en sus casas, otros no tenían inconvenientes en enviar sus relojes por correo. Viajaba a destinos diversos y no tenía una frecuencia que pudiera predecirse.
Podía sentirse relativamente tranquilo con ello.
Había algo, además, que también contaba a su favor. Nadie podía dedicarse a lo que él se dedicaba si no era una persona meticulosa. Si no prestaba atención a minúsculos detalles y secuencias ordenadas, sus relojes no funcionarían o, peor, lo harían mal.

Se sentó frente a su mesa de trabajo, un día, a pensar cuales eran los pasos, los puntos a los que debía atender su quería salirse con la suya. Los agrupó en una lista dejando espacios libres entre los puntos que señalaba; si algo se le ocurría más tarde podía agregarlo sin tener que volver a escribirlo.
Lo primero que tuvo claro fue que las armas eran una de las causas por las que muchos homicidas caían. La balística se había vuelto casi una ciencia exacta y los laboratorios podían ligar consistentemente casi cualquier proyectil al arma que lo había disparado.
El arma debía ser imposible de rastrear, eso era imprescindible. Por un momento acarició la idea de usar una distinta cada vez, pero se dio cuenta de que a la larga resultaría muy peligroso. No podría comprarlas en las tiendas e intentar hacerlo en las calles era tan seguro como una bomba de tiempo.
Debía construirlas y disponía de la destreza y el equipamiento necesarios. Le llevó algunos intentos dar con la graduación adecuada para que el percutor golpearse el casquillo con la fuerza necesaria, pero poco después ya estaba en condiciones de realizar las primeras pruebas. Montó un brazo que sostuviera el arma y la empujase contra una plancha de madera, de ninguna manera la probaría sin protegerse.
La detonación no fue tan ruidosa como temía, esperaba un estruendo en el espacio cerrado de su sótano, pero no lo hubo. La bala penetró en la madera menos de una pulgada, suponía que podría prácticamente atravesar a una persona de dispararle, como lo haría, a quemarropa.
Eso podía verse muy letal en las pantallas, pero Carlton se imaginaba que no lo sería en la vida real.
Un proyectil que pasara a través de un cuerpo en línea recta no haría mayor daño, mas si cambiaba de rumbo, si se desviaba, las posibilidades de afectar un órgano vital serían mucho mayores. Necesitaba que la bala girase, pero hacer estrías al cañón sería un proceso engorroso y podría hacer que las presiones dentro del arma subieran peligrosamente. Entonces recordó las balas expansivas, las dum dum, que se abrían nada más impactar un cuerpo.
Entró a la web, estuvo mirando diseños, leyendo análisis y comparativas hasta dar con un diseño que aunaba la letalidad que necesitaba con la facilidad de fabricación a la que sus herramientas le obligaban.
Algunos de aquellos proyectiles se veían, y no había otra forma de decirlo, malvados. Pensados para hacer daño y diseñados para que ello resultara explícito al verlos.
Carlton compró una caja de balas en una gasolinera, a la salida de un pueblo cercano. Ya había pasado por allí en más de una ocasión y la primera vez le había llamado la atención que las cajas estuvieran expuestas bajo la registradora. Como si alguien pudiese, a último momento, recordar que debía llevar munición a casa.
El aparentó hacerlo, cargó combustible, tomó un bidón de jugo de naranja, algunas otras vituallas que le hacían falta y cuando las pagaba se llevó la cabeza a la frente.
– Y balas, por favor. – señaló una de aquellas cajas alargadas bajo el cristal. – Del treinta y ocho.

El joven le cobró sin dedicarle una segunda mirada. Carlton no le quitó los ojos de encima pero el muchacho parecía estar acostumbrado, actuaba como si comprar municiones, cereales y jugo para el desayuno fuese la más natural del mundo.

Preparó su mesa de trabajo para poder humedecer las balas a medida que las aserraba para convertirlas en expansivas. No quería que el calor generado por la fricción detonase la pólvora y le volase la cabeza. No se sentía cómodo al hacerlo y la inquietud de que algo podría, e iría, a salir mal en cualquier momento comenzó a crecer dentro de él.
Sería mucho más seguro trabajar sobre el plomo sin que estuviese adosado a esa bomba de tiempo que era la cordita. Aunque eso significase tener que construir una máquina para unir proyectil y casquillos.
Según la web se llamaban máquinas de recarga de munición y su precio en eBay oscilaba entre los cien dólares de una usada en buen estado a, bueno, como decía su padre “el cielo es el límite”.
La semana siguiente debía llevar el mecanismo de un reloj a Corydon, así que decidió aprovechar ese viaje para comprar la máquina que necesitaba. La encontró en Frankfort, así que, sonrió, debería de viajar de la antigua capital de Indiana a la capital del estado de Kentucky. El único inconveniente que veía era que debería atravesar Louisville, pero faltaba un par de meses para el Derby, el tráfico no sería más pesado de lo normal.

Las pruebas en las planchas de madera habían dado resultados prometedores, tanto que las últimas las realizó con sus propias manos. Le sorprendió la fuerza del retroceso; y, aunque lo esperaba, se dijo que usar algo que protegiera su muñeca sería lo más adecuado.
Había lugares donde podía comprarse un torso de gel que reproducía la resistencia que a los proyectiles ofrecía el cuerpo humano. Sería divertido dispararle algunas veces, pero el mercado para ese tipo de juguetes no debía ser muy grande. Si a algún policía se le ocurría tirar de ese hilo la madeja bien podía conducirle a él.
Habría de probarlo con un candidato real. Pruebas de campo, pensó, y sonrió frente a lo que ello significaba.
Condujo infructuosamente hasta la frontera del estado y luego de nuevo en dirección contraria
La única persona que vio haciendo autostop estaba a una milla de la entrada a Angola. Muy cerca de la ciudad y lo que era peor, a pocos minutos de LaGrange; demasiado peligroso, sin duda. Miraba hacia atrás, sin embargo, mientras el muchacho de la mochila se empequeñecía en su retrovisor, lamentándose.
Un toque breve de bocina le sacó de su burbuja, una F-100 quería unirse a la carretera, pero Carlton casi se había detenido mirando el retrovisor.
Sonrió al conductor y le indicó que pasara delante de él, el hombre levantó el pulgar y se puso en movimiento. Mantuvo una velocidad constante hasta que el otro conductor entró a la ciudad y le perdió de vista. Poco después, y mientras esperaba en un semáforo volvió a verle y se puso tenso.
¿Estaría siguiéndole? ¿Cómo, por qué?
Sus sospechas resultaron injustificadas pues era una mujer quien conducía. La camioneta tampoco era igual, el color de la carrocería era levemente diferente, azul muy oscuro en lugar de negro. Pero no resultaba extraño que las hubiese confundido, las F-100 eran el vehículo más vendido en América cada año desde hacía décadas; no se podía conducir sin cruzarse con un par de ellas.
Eso le dio una idea. Su automóvil tampoco era de un modelo poco vendido, pero poco tenían que ver sus ventas con las de la eterna pick up de Ford. Y pensó que conducir una de ellas, y de un color que pudiera confundirse con otros, sería otra capa de protección sobre su identidad.
Lo único que diferenciaba su nueva camioneta de los millones que recorrían las carreteras era que la caja llevaba un baúl donde cargar las herramientas y disponía de una lona extensible para cubrir cualquier carga delicada.

Un cliente le había citado en la pequeña ciudad de Mandan para que diera el visto bueno a un reloj de péndulo que deseaba comprar. Carlton suponía que el dinero que cambiaría de manos sería mucho, pues había pedido una cifra elevada por sus servicios y el hombre aceptó sin vacilar.
Atravesaba las interminables plantaciones, su mente vagaba casi sin prestar atención a la carretera, la monotonía del paisaje le tranquilizaba. Un movimiento llamó su atención, un hombre movía un cartel sobre su cabeza.
– “Fargo” – leyó Carlton en voz baja mientras reducía la velocidad.
El hombre, era mayor de lo que había imaginado, señaló la trasera de la camioneta con gesto inquisitivo. Carlton asintió, el desconocido sonrió y con movimiento fluido se quitó la mochila y la depositó con cuidado en la caja.
Se sentó de espaldas y antes de volverse golpeó los pies para no traer suciedad al interior de la camioneta. No dio señal de preguntarse qué era lo que acababa de apoyarse entre sus omóplatos pues en ese instante un estruendo llenó el habitáculo.
El cuerpo se inclinó lentamente hacia delante y cayó, inerte.
Carlton aceleró y el viento se encargó de cerrar la puerta.

No podía cargar con aquella mochila por mucho tiempo pues tenerla en la camioneta constituía mucho más que evidencia circunstancial. Pero tampoco detenerse a deshacerse de ella tan cerca de donde yacía el cadáver así que estiró la lona para cubrirla y la llevó consigo por un par de días.
Tomó otro camino al volver, uno que le significaba recorrer casi ochenta millas más, pero esa ruta recorría grandes tramos entre bosques y plantíos.
Había tomado la precaución de comprar guantes de trabajo en un Walmart así que pudo manipular la mochila sin temer que sus huellas quedaran por todas partes.
Se hizo a la carretera poco después de medianoche y a poco de dejar el área urbana descendió y abrió el portón trasero de su camioneta.
Había estudiado el camino y sabía dónde un corto puente que pasaba sobre una hondonada. Había elegido ese lugar porque los puentes que pasaban sobre corrientes de agua normalmente estaban iluminados. Carlton no quería ser visto.

La niebla comenzó a cubrir las amplias praderas de indiana como hacia cada vez que el húmedo aire de los grandes lagos se adentraba hasta allí. Redujo la velocidad, no tenía apuro en llegar a la casa; nadie le esperaba, ni siquiera tarea alguna le aguardaba en su taller.
El clima no era el mejor para conducir, no admitía distracciones sin embargo su mente volvía una y otra vez a aquel gesto tan extraño.
Tan… amable, pensó. Que aquel individuo se hubiese tomado unos instantes, los que serían los últimos de su vida, en golpear su calzado para que el polvo del camino no entrase en el vehículo del hombre que se había detenido a recogerle, era algo que llenaba de curiosidad a Carlton.
No culpa, no, no.
Curiosidad.

Al llegar encendió la calefacción aún antes de descargar la camioneta. El garaje estaba impecable, las paredes limpias, ninguna manca de aceite en el piso. Limpio, aséptico.
Dejó las herramientas en sus lugares, miró la heladera al pasar pero decidió que la Pepsi podía esperar, debía revisar su arma antes de poder realmente sentirse en casa.
La desarmó y la observó con aire crítico, tomó uno de sus lentes de relojero y fue limpiando con esmero el cañón y cada parte móvil recibió un examen minucioso y todo el conjunto una gota de aceite.
Estiró la mano para alcanzar las municiones cuando creyó oír un ruido afuera. Contuvo el aliento un instante pero no volvió a escuchar nada.
Se disponía a levantarse cuando escuchó, y esta vez sin lugar a duda, lo que reconoció como pasos apresurados y cuidadosos.
Colocó una bala en su arma y otra en la que había construido tiempo atrás para hacer las pruebas.
Se asomó a la ventana, intentando que el movimiento de las cortinas no le delataran. Pero se dijo que no tenía sentido hacerlo, si realmente había alguien ahí afuera no cabían duda de que sabía que Carlton estaba en casa.
Tiró de la correa que bajaba las persianas; no podría mirar hacia afuera, pero nadie vería hacia dentro. Estaba junto a la ventana, pensando qué hacer a continuación cuando el timbre sonó.
En el tenso silencio el sonido le sobresaltó.
Se acercó despacio, diciéndose que en cualquier momento volvería a sonar, pero no lo hizo; quien fuera que estuviese afuera sabía que la casa no estaba vacía. Esperaban tranquilos.
Eso le pareció buena señal, así que, sosteniendo su arma con la mano con la que tomaba el picaporte, abrió.
Un policía le saludó, llevándose la mano a la visera de su sombrero.
– ¿Señor Hardwood? – no esperó respuesta, no la necesitaba. – ¿Puedo hablar un momento con usted? Carlton dudó un instante pero vio las luces de otra patrulla acercarse a su casa.

Sonrió, dio un paso atrás e invitó al policía a entrar.
El agente entró a la casa y miró alrededor con detenimiento. Cuando aquel hombre se quitó el sombrero y aunque estaba de espaldas, Carlton se dio cuenta de por qué su rostro le resultaba familiar.
Era el policía de caminos que le instó a continuar la marcha en el lugar del accidente.
La revelación le llevó un instante, fue una epifanía, casi.
Y Carlton supo qué pasaría a continuación.

Dio un paso hasta el policía, apoyó el arma en su nuca y presionó…

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