Non te absolvo

Pasó un par de semanas después de reintegrarme.

El primer indicio que tuve de que el nuevo residente no era igual a los demás lo recibí al tomar el turno.

– Si llaman de la radio o la televisión, el mayor Bahl no está acá. – me miró a los ojos y recalcó. – No está, son sólo rumores.

 

Me encogí de hombros y asentí. Nunca llamaba nadie, ni siquiera los familiares de los que estaban graves.

Uno de los motivos de mi licencia había sido la depresión de perder a dos viejitos en la misma semana. Uno de ellos pasó de un sueño al otro, pero don Amílcar, el abuelo que llevaba más tiempo en el residencial, murió en mis brazos, convulsionando.

Lo escuché toser y corrí a su habitación. Lo encontré en el piso, su lengua asomaba mientras tosía abrazándose el estómago. Había dejado el teléfono en la recepción, dudé un momento antes de correr a buscarlo. Temía que el viejo se me muriera sólo en lo que me llevaba ir y venir.

Pero de nada le ayudaría si me quedaba a su lado perdiendo un tiempo que a la emergencia móvil podía resultarle precioso.

Fui, llamé a la ambulancia en el camino de vuelta a la habitación y lo que vi al llegar no me gustó nada.

No habría estado fuera ni treinta segundos, pero su piel estaba muy, muy roja.

La flema en su boca era espesa, pringosa, cuando introduje mis dedos en ella.

Cuando llegaron los médicos llamé a la familia; a los tres números que figuraban debajo del vidrio de la mesa de luz.

Bien visibles para todos, cosa de no olvidar bajo ningún concepto comunicar a la familia cualquier novedad.

Salvo que nadie atendió. En ninguno de los tres números.

Nadie, hasta las seis de la mañana.

 

Luego llegaron las respuestas airadas, sin importar que las llamadas no respondidas figuraban en los registros.

Harto de todo aquello decidí tomar las vacaciones que me adeudaban. La muchacha en administración me dio la respuesta habitual cuando alguien pedía sus días libres, “no se puede, no hay quien cubra”.

Le dije que se fijara desde cuando no tenía licencia. Frunció el ceño al pasar el tercer año y luego levantó la vista.

– Sí, cinco años. – y agregué – Si llega a venir una inspección va a haber mucho que explicar…

 

Al volver todo seguía igual, además del mayor había un par de ingresos de los que nada me dijeron.

Las noches en un geriátrico no son tan tranquilas como cabría esperarse. Algunos ancianos, que vegetaban todo el día, se volvían mucho más activos luego de la hora fría.

Querían levantarse, querían visitar a ciertas señoras, querían hablar con amigos que sólo vivían en fotografías sepia.

Otros podían balbucear horas, en una retalía monocorde a la que nadie escuchaba o prestaba atención.

Uno de ellos roncaba, roncaba mucho, al punto que tuvimos que cambiarlo de habitación para que dejase dormir a los demás.

Así que, aunque el aserradero continuaba a pleno trabajo en su dormitorio, al menos los otros ancianos podían descansar también.

Pero no yo.

Porque aquellos ronquidos descomunales eran síntoma de apnea de sueño y si paraban de golpe el viejo podía estar ahogándose, sin aire.

 

Cada media hora me daba una vuelta por el residencial, miraba un instante dentro de cada habitación, escuchaba hasta distinguir la respiración de los viejos. Es increíble cómo se puede llegar a reconocer a alguien por la forma en que respira; es increíble pero acontece.

Muchas cosas increíbles pasan cada día.

Muchas cosas y no todas buenas.

 

 

Una noche, luego de una de mis rondas de rutina, y nada más sentarme a leer, el ronquido se detuvo. Agucé el oído, esperando a que el ruido volviera pero nada pasó.

Dejé la novela sobre el mostrador de recepción y fui hasta su habitación. El viejo dormía plácidamente, en posición fetal, mirando a la pared.

Normalmente los miraba al resplandor de la iluminación del pasillo, para no despertarlos, pero esta vez quise asegurarme. Encendí la luz; el viejo gruñó y continuó respirando pesadamente.

Cuando volvía al escritorio un murmullo llamó mi atención. Pensé que Bahl, que era de los pocos que dormía son medicación, no podía conciliar el sueño.

Me asomé y vi que su cabeza giró levemente; el viejo estaba despierto y me miraba.

– ¿Padre? – pensé que había escuchado mal, la voz suena diferente cuando alguien recién despierta o ha estado mucho tiempo en silencio. Pero no, repitió la pregunta y me sacó de dudas. Encendí la luz para que pudiera verme antes de responder.

– No, señor. Soy Mario, trabajo aquí.

 

Asintió y apoyó la cabeza en la almohada. La levantó de nuevo y miró fijamente a un vértice de su habitación; entrecerró los ojos para aguzar la vista pero allí no había nada.

Hizo un gesto, que sentí despectivo, indicando que podía irme.

– Deje la luz prendida… – dijo.

 

Poco después los ronquidos volvían a aparecer, la noche era, de nuevo, rutina.

 

La jornada siguiente fue un calco de aquella, salvo que encontré al mayor sentado en su cama, en la oscuridad.

– ¿Padre? – esta vez, el tono inquisitivo sonó teñido de inquietud. Antes que pudiera responderle agregó. – Ahora hay dos…

 

Pestañeó cuando la luz brilló, miró alrededor con aire sorprendido, luego sus ojos, dubitativos, volvieron al vértice que mirara la noche anterior. Cuando por fin se convenció de que allí no había nada, suspiró y volvió a acostarse.

– Cuando salga deje prendido – ordenó.

 

La curiosidad nunca había tenido problemas en atraparme, mis padres decían que todo me llamaba la atención, que todo era motivo para largas ristras de preguntas cuya respuesta no parecía importarme tanto.

Así que, ya que estaría sólo cuando volviera al trabajo luego de mi noche, libre respondería sí a la pregunta del mayor.

 

Pero antes debía saber quién era aquel hombre y por qué los medios de comunicación querrían saber si el viejo realmente era uno de nuestros residentes.

No tuve que investigar mucho; desperté a mediodía y puse el noticiero para que me acompañara mientras cocinaba.

Pero no almorcé hasta mucho más tarde.

Porque lo primero que vi en la pantalla fue el frente de mi trabajo y un grupo de un par de docenas de personas manifestándose delante de él.

Siguió después un informe, bastante largo para ser parte de las noticias del mediodía, en que se mezclaban imágenes de archivo y la voz en off del periodista.

Hablaban no sólo de la dictadura, sino, y sobre todo, de la participación del mayor en las tareas represivas. Él no formaba parte de los cuerpos de tareas, pero sí que se encargaba de algo mucho más siniestro. Era uno de los interrogados, el encargado de extraer las confesiones de los prisioneros. Yo sabía qué quería decir eso; encargado de extraer confesiones significaba torturador.

Siete personas, si se creía el testimonio de la anciana a la que entrevistaban en ese momento, habían fallecido siendo interrogadas por Bahl.

Di un respingo, siete no parece un número muy alto, pero se trataba de personas. Siete seres humanos habían sido víctimas de las torturas de aquel “pobre ancianito” que le temía a la oscuridad.

Estuve largo rato mirando el techo antes de volver a dormir.

 

El anciano del ronquido persistente había sido trasladado al piso de abajo. Era algo normal y pasaba siempre que la situación de alguno de ellos revistiera gravedad. Hice la primera ronda y no hubo novedad, todo estaba tranquilo, todo en silencio.

Bahl dormía un sueño inquieto y no despertó siquiera cuando encendí la luz de su habitación.

Pero un par de horas más tarde distinguí un bulto sobre el respaldo de su cama al resplandor del pasillo.

– ¿Padre? – su voz ronca sonaba intranquila, casi temerosa.

– ¿Sí, hijo mío? – mi corazón latía muy rápido, mis manos estaban húmedas. No entiendo por qué estaba tan agitado, pero creo que hasta me tembló el habla cuando respondí.

– Padre, he pecado. – el tono de su voz revelaba un alivio que me hizo dudar de la locura en la que acababa de meterme.

 

Pero di un paso adelante y me senté en la silla que estaba más lejos de él.

– Dime, hijo, libera tu alma…

 

Fue una suerte que nada grave ocurriese durante la noche, porque cuando el mayor comenzó a hablar no se detuvo por un buen par de horas.

Y, durante la mayor parte de ese tiempo, yo sólo quería salir de allí y vomitar abrazado al inodoro. Cuando vomitamos al recibir una mala noticia no se debe a que sea la impresión la que nos lo induzca, sino que es el cuerpo que trata de sacar fuera la que nos hace mal. Vomita para sacar fuera ese veneno de dentro de nosotros.

El mayor acabó por fin cuando yo sentía que no podría tolerar aquello por un instante más; necesitaba salir de aquel lugar cuanto antes, pero trastabillé al ponerme de pie. Me detuve un momento, sosteniéndome en el marco de la puerta, y escuché su voz, angustiada de nuevo, preguntando si no iba a perdonarlo.

– Dios te perdone – atiné a balbucear, pero pareció saltar de la cama e imploró.

– ¡No, no! dígalo en latín, padre, diga: Ego te absolvo.

 

Remedé aquellas palabras y corrí hasta el baño más cercano. El mal sabor de boca me duró incluso después de enjuagarme varias veces. Me sorprendió que mis compañeros no lo sintieran cuando llegaron a la mañana.

Vomité de nuevo al despertar, luego de dormir algunas pocas horas. Todos los músculos de mi cuerpo dolían, estaban agarrotados. No había descansado, tenía suerte de no recordar mis sueños, porque sabía que no lo habían sido, habían sido pesadillas.

Una duda se ocultaba en el fondo de mi mente, escurridiza, y no podía precisarla. Intenté de todas las formas que se me ocurrieron pero nada hizo que saliera a flote, estaba allí, rebelde, como la palabra que baila en la punta de la lengua pero se resiste a ser dicha.

Sólo apareció cuando abrí su puerta, cuando le escuché preguntar si era el sacerdote, momentos antes de responder:

– ¿Sí, Fermín?

– Padre, padre perdóneme, pues he pecado.

 

Tan formal sonaba. Tan católico y tan merecedor del infierno en el que creía. Sabía que muchos de los personajes de las dictaduras que habían sufrido nuestros países eran católicos devotos; ciudadanos de bien que no faltaban a las reuniones de sus parroquias.

Lo sabía, pero verlo en la práctica era diferente. Eso hizo que mi duda se volviera acuciante.

– ¿Por qué quieres confesarte ahora, hijo mío? – se echó hacía atrás como si le hubiese dado una bofetada. Sus ojos se abrieron llenos de espanto y miró, febril, hacía aquel rincón al que mirase días atrás. – ¿Qué hay allí, Fermín, qué te inquieta?

– ¡Perdóneme, padre, pues he pecado! – dijo casi gritando.

– No puedo perdonarte si no eres sincero conmigo – dije, y me levanté de la silla.

 

Dudaba, pero cuando apagué la luz sus resabios desaparecieron.

– ¡No, no! – gritó y temí realmente que lo hubieran oído desde las otras habitaciones o el piso de abajo. Agucé el oído pero sólo pude escuchar un motor lejano que aceleraba. – Está bien, padre, le voy a decir.

 

“Yo sólo hacía mi trabajo. Hay médicos, hay carpinteros, hay profesores (esos son todos comunistas), existen muchas profesiones, muchos oficios y el mío es el menos reconocido de todos. Es el más importante pero del que nadie quiere hablar o reconocer incluso que existe y es necesario. Porque yo me encargaba de la verdad, de sacarle la verdad a esos comunistas hijos de puta que querían traer la ruina a nuestro país.”

 

Lo escuchaba sin poder creer que él realmente creyera eso. Que repitiera aquel discurso con el que alguna vez alguien machacara tanto la cabeza de los represores que acabaron todos por creerlo. La obediencia debida, el “sólo cumplía órdenes”, toda aquella pantomima repetida hasta el hartazgo, repetida hasta que se abrazaron a ella para no reconocer que siempre había existido la posibilidad de negarse. De ser un ser humano y negarse a torturar o asesinar a otra persona.

Pero el viejo seguía hablando, repitiendo las mentiras que le habían permitido dormir.

 

Yo era el mejor; un día el teniente general me saludó y en comió mi trabajo. Ellos no podían aparecer por el regimiento ni reconocer que nuestro trabajo era imprescindible.

“Nuestra sociedad no sabe lo que quiere, me dijo, son como adolescentes rebeldes y nosotros sus padres. Y un bien padre debe velar que sus hijos no anden en malas juntas, que lleguen a casa sanos y salvos y muchas veces esa devoción debe ser silenciosa, sin que ellos sepan”.

 

Esa semana maté al primero.

Estaba duro ese. Negaba todo, decía que no sabía nada, que todo era un error. Todos decían lo mismo pero terminaban cantando. A este lo había denunciado otro de los que no sabían nada.

Capaz que se me fue la mano.

Pero las palabras del general estaban muy claras en mi cabeza y se me fue un poco la mano.

 

– ¿Cuántos fueron, en total? ¿Cuántos no salieron del interrogatorio? – no sé por qué lo interrumpí. En realidad sí lo sé, aunque no cambiara nada del pasado, yo necesitaba saber cuánta sangre manchaba las manos de aquel hombre.

– Siete. – respondió sin vacilar – Bueno, ocho. Pero el último no cuenta, del último nadie sabe porque fue un trabajo particular. –

 

Hizo un ademán como restando importancia a aquella muerte y había tanta displicencia en aquel gesto que casi me puse a gritar.

– ¿Por qué quieres confesarte ahora? – no sabía qué decir, así que repetí la pregunta.

– Porque vuelven. – su voz se había convertido en un susurro. Se inclinó hacia mí y sus ojos señalaron al rincón de la habitación. Fueron y vinieron en un movimiento fugaz, impropio de un viejo de andar vacilante.

 

El timbre sonó y casi saltamos en nuestros lugares. No era una alarma muy ruidosa, a veces ni siquiera la escuchaba desde arriba. Pero en esta oportunidad pareció retumbar en todo el residencial.

Miré mi reloj y vi con sorpresa que ya casi era la hora de mi relevo.

– Ego te absolvo, hijo mío. – y al verlo inquieto, agregué – La paz del Señor esté contigo.

 

Aquello pareció tranquilizarlo, fui hasta el escritorio y me ocupé del papeleo en el corto tiempo hasta que acabó mi turno.

En el camino a casa pensaba qué habría querido decir el mayor cuando dijo “porque vuelven”. ¿Quiénes volvían? ¿Los recuerdos? ¿Los remordimientos?

Al llegar lo hice con la convicción de que aquello sería lo primero que le preguntaría.

Pero una duda aun más grande me golpeó como un tren en movimiento. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué me llevaba, aparte del morbo (que siempre me había parecido deleznable) a interesarme tanto en hurgar en las memorias de aquel hombre malvado?

Cuando miramos al abismo la oscuridad nos devuelve la mirada, había leído eso por algún lado, hacia tiempo. La frase me había resultado interesante y creía entender qué significaba. Pero ahora, mirando al abismo de oscuridad que era el alma del mayor, ¿cuánta de aquella maldad se quedaría conmigo? ¿Cuánta me haría despertar agitado y bañado en sudor frío en la noche solitaria, dentro de algunos años?

 

Debía parar.

Debía dejar de jugar con su cordura, y, en menor medida, con la mía. Tenía que pedir cambio de piso, trabajar en planta baja sería mejor. Había que estar más atento, porque allí estaban algunos de los más graves, pero mi equilibrio de espíritu agradecería el cambio.

La curiosidad mató al gato, me dije.

 

¿Pero quienes volvían?

 

Entré decidido a pedir el cambio. Mi supervisor estaba allí con la cabeza hundida en unas recetas psiquiátricas; siempre llenábamos copias por duplicado cuando administrábamos sedantes. Casi suspiró de alivio al verme.

– Viejo de mierda, nos tuvo al jaque todo el santo día – luego se dio cuenta de que alguien podría haber escuchado su catarsis y bajó la voz para explicarme. – El mayor estuvo todo el día pidiendo medicamentos para dormir.

– Le hubieses dado, va a poner nerviosos a todos los demás…

– Tuvimos que darle cuando se puso a gritar y amenazar con llevarnos al cuartel. – chasqueó la lengua, exasperado – Estos milicos están demasiado acostumbrados a salirse siempre con la suya. Este mismo, dijo y señaló con la cabeza por encima de mi hombro, tendría que estar pudriéndose en una cárcel desde hace años. Pero no, se va a morir en una de las mejores residencias del país… –

 

Arturo era un hombre callado, hablaba sólo si estaba algo bebido, lo sabíamos por las reuniones de fin de año. Pero aquel discurso fue, probablemente, lo más largo que escuché salir de su boca. No hablaba sólo cuando estaba “alegre”, lo hacía también cuando estaba exasperado.

– ¿Y explicó por qué quería pastillas para dormir?

– Él hace las preguntas… – meneó la cabeza, firmó un par de formularios, me extendió la mano – Que te sea leve.

 

No había tenido oportunidad de pedir el cambio, pero no lo lamentaba. Creía saber por qué el viejo quería dormir toda la noche, temía que volvieran. Y yo tenía la posibilidad de saber, esa misma noche, quienes volvían.

Dormía, las pastillas que le dieran en el turno vespertino todavía hacían efecto.

La noche empezó lenta, me preparé un café y leí el cuaderno de novedades. Allí figuraban las típicas tres líneas, paciente, fármaco, dosis.

El porqué y las demás recomendaciones estaban en la historia clínica, en la computadora.

Todo muy profesional, muy aséptico, nada de estados alterados, gritos o amenazas; allí sólo se consignaban datos. Fríos, estadísticos.

 

Abrí esperanzado su puerta durante la primera ronda. Nada, salvo el olor rancio de una flatulencia reciente.

Miraba la noche a través de la ventana del pasillo cuando escuché un lamento ahogado. Como si alguien hubiese dejado escapar el grito que, sabía, denunciaba su posición al enemigo.

Fui hasta la habitación del mayor y dije:

– Soy el padre Espada, ¿me llamabas, hijo?

 

Encendí la luz y vi cómo la confusión se dibujaba en su rostro. Pero también el alivio, él realmente quería creer que quien acababa de llegar, providencialmente, era un sacerdote.

– Perdóneme, padre, ¡pues he pecado!

– Habíamos hablado, ayer, de que recibías visitas no gratas – dije, nada más sentarme. Hablé pero me arrepentí al instante de haberlo hecho. Su mirada se cargó de recelo, su gesto se tornó hosco y me miró como si me viese por primera vez.

– ¿Usted quién es? – el tono autoritario, diametralmente alejado del que había empleado apenas un minuto atrás.

 

Pensé unos instantes, mi mente, corriendo como nunca antes, dio con una respuesta providencial. Me puse de pie con lo que esperaba fuesen aires de dignidad ofendida y me dirigí a la puerta.

– Soy el padre Gregorio Espada, vine porque me dijeron que usted necesitaba confesión… Veo que no es así. Buenas noches. – apagué la luz al salir.

 

Esta vez su llamado tuvo la angustia del de un animal herido.

– ¡No, padre! – se había incorporado en la cama y, por el rabillo del ojo, vi que intentaba ponerse de pie manteniéndose todo lo alejado que pudiera del extremo izquierdo de su habitación. – ¡Vuelva!

 

No había levantado la voz, intentaba llamarme sin despertar la atención de lo que fuera que veía en aquel rincón que lo atormentaba.

Entonces me di cuenta. “Los que volvían” lo hacían desde allí. O se detenían en aquel lugar.

Los ancianos, cuando su salud mental está muy deteriorada, ven visiones, cosas que no están allí, no existen sino en su mente. Pero eso no las hace menos reales para ellos; esas imágenes son tanto o más vívidas que la realidad misma.

 

– Venga la luz. – dije al encender la iluminación de su dormitorio. Señalé su cama y le ordené volver a ella. – Le escucho.

 

Aquel tono seco, autoritario, debe haber remitido a una fibra muy íntima de su ser marcial, al alma del soldado que tenía la obediencia como pilar indiscutible.

– Ahora son seis – dijo. Miró al rincón y, aunque pareció sentir alivio al no ver nada allí, retiró la mirada enseguida. – Cada día aparece uno nuevo.

 

Hizo una pausa, tal vez esperando una pregunta, tal vez preguntándose cómo seguir o si debía hacerlo. Aguardé en silencio. Vaciló unos instantes y continuó.

– Cada día aparece uno nuevo y cuando estén todos, mañana, me van a llevar con ellos.

Me van a llevar al infierno.

– ¿Quiénes, mayor? ¿Quiénes lo van a llevar al infierno? – La respuesta le parecía tan obvia que cierto dejo de fastidio permeó su respuesta.

– ¡Las sombras! ¡Los siete comunistas! Esos hijos de mil putas que murieron cuando hacía mi trabajo. Cada noche uno nuevo aparece y se reúne con los demás. – señaló con un corto movimiento del mentón. Se paran en ese rincón a mirarme. –

 

Hizo una pausa, tragó saliva y se obligó a controlarse.

– Sé que cuando estén todos juntos van a querer llevarme con ellos. Van a querer llevarme al infierno. – me miró desafiante – ¡Pero no les tengo miedo! Dios sabe que sólo cumplía con mi deber.

– ¿Siete nada más…? – dejé en el aire la duda. No agregué más, sólo esperé.

– ¡Claro, siete! – pareció ofendido. Ofendido de que un sacerdote dudase de él, de su palabra. – Siete sediciosos que eran muy valientes para conspirar pero que no resistieron la presión. –

 

Hizo una pausa y comentó, casi en tono casual, como si hablase de algo que desafiaba la lógica.

– ¿Sabe? Las mujeres eran más duras. – en su voz un dejo, tal vez, de admiración.

 

Miré mi reloj, faltaba apenas una hora para que me relevaran; recordé que debía darle algo para que durmiera. Fui hasta el escritorio y puse las pastillas en su mano y le di un vaso con agua.

– Dios habrá de perdonarle esas siete almas si hace penitencia. –  dije y me quedé allí hasta que se durmiera. Poco antes de que sus ojos se cerraran, un atisbo de lucidez se encendió en ellos, como si acabase de recordar algo de suma importancia.

 

Había, ya, reconocido ocho crímenes. Pero, aún ante Dios, no veía al último como algo digno de mención. ¿Cómo era que se había referido a aquello? Estuve largo rato pensando, intentando recordar, exasperado porque, si bien tenía muy clara mi reacción (incluso en ese momento el amargo sabor de la bilis volvía a mi boca), no podía precisar cuáles habían sido sus palabras exactas.

Un trabajo particular.

¡Eso era!

Pero nada más dar con la respuesta, una duda mayor ocupó su lugar. ¿Qué quería decir el mayor Bahl con aquellas palabras? ¿Qué tipo de trabajo particular involucraba a un torturador de la dictadura? ¿Y por qué elegía olvidarlo?

Tenía muchas dudas, pero de algo estaba seguro. Si el día de ayer había sido complicado, este lo sería mucho más, pues el mayor estaba convencido de que esta sería su última jornada entre los vivos.

Pero yo sabía que, aún cuando su miedo no resultase fundado, sus cuentas no eran correctas.

Otra sombra habría de aparecer en el rincón para pedirle cuentas.

 

Para mi sorpresa inicial, el día en el residencial fue muy tranquilo. La química se encargó de que lo fuera, “Cuando vimos que la pantomima de ayer se iba a repetir, le aumentamos la dosis y aquí no ha pasado nada”.

Sí, Arturo se estaba revelando como un hombre de respuestas largas.

 

Esa noche el residencial dio mucho trabajo. Dos viejos se pelearon, cerca de las dos de la mañana y una señora ensució todo el piso de su habitación. Cuando todo volvió a estar en silencio, y limpio, miré mi reloj, el ecuador de mi jornada había quedado bastante atrás.

Sólo esperaba que el mayor no hubiese pasado de un sueño al otro. Nada más pensarlo la inquietud me hizo ir hasta su habitación para cerciorarme de que continuaba respirando.

Dormía plácidamente. “El sueño de los justos” decía mi abuela, pero yo dudaba de que a aquel monstruo le cupiera el término.

Apagué la luz y salí, no sin antes dar una mirada de reojo al vértice donde el viejo veía aparecer las almas que venían a esperarlo.

Me resigné, al final, porque según avanzaban los minutos la respiración sosegada de aquel hombre no variaba.

– ¡No, no! – el grito me sobresaltó, me asustó incluso, tan inesperado, tan sorpresivo.

Había reconocido la voz y corrí hacia su habitación encendí la luz y lo vi.

El viejo, el torturador Fermín Bahl estaba acurrucado contra la pared opuesta a la puerta, tapándose la cabeza como un niño asustado. Escondiéndose de las sombras que pesaban en su conciencia.

 

– ¡¡Fiiiirmes!! – no sé por qué se me ocurrió gritar esa orden, hay muchas cosas que no sé o no entiendo de toda esa historia, pero lo cierto es que, aun siendo presa del pánico, la disciplina militar volvió a primar.

No se levantó, de ninguna manera se puso firme, pero dejó de gritar y bajó un poco las sábanas que le cubrían el rostro.

– ¿Sabe por qué no lo llevan hoy? – me miró sin comprender, la niebla de los fármacos todavía oscureciendo su juicio. – Porque esperan al último; ese que usted no quiere reconocer…

 

Sus brazos fueron cayendo, lentamente, derrotados. Hasta que allí sólo quedó un viejo con una musculosa descolorida y un calzoncillo manchado. Un viejo asustado, muerto de miedo ante la perspectiva del juicio que, lo creía con tanto certeza como creía en el reglamento militar, llegaría pronto y lo condenaría al fuego y al azufre eternos.

Le traje sus pastillas y se las extendí con el desprecio con el que él trataría a los cobardes. Se dio cuenta y las tomó con la vista baja.

– Esta noche va a tener que hacer la confesión. Pero nada de mentir, con Dios no se regatea. –

 

No esperé a ver su reacción, le di la espalda y salí.

 

Es extraño cómo funciona nuestra mente. Casi no pude descansar ese día; normalmente llegaba, me daba un baño y me derrumbaba en la cama hasta mediodía. Luego almorzaba y volvía a la cama.

Así cada día, todos los días.

Pero no ese mañana, tampoco en la tarde.

Apenas podía conciliar el sueño y cuando lo hacía el descanso era superficial y rozando todo el tiempo la vigilia.

Es extraño como funciona nuestra mente, porque todo el tiempo pensaba en si realmente el viejo se iba a morir esa noche; si sus sombras realmente lo vendrían a buscar en algunas horas.

Era prácticamente imposible que algo así ocurriese, pero nadie que haya visto cómo una viejita que era poco más de piel y huesos tenía que ser reducida (con mucho esfuerzo) por tres enfermeros corpulentos, podía afirmar nada con seguridad.

Si el viejo moría esa noche, lo más seguro era que su muerte se debiese a un agudo caso de autosugestión.

La gente cree cualquier cosa y, si su fervor es el suficiente, esas creencias se vuelven realidades para ellos. Realidades tangibles, con resultados reales, no en su realidad, sino en LA realidad.

Así que, si bien toda mi lógica me aseguraba que nada iba a pasar, en el fondo de mi mente, la experiencia se preguntaba ¿y si pasa?

 

No hubo nada que destacar, nada que mis compañeros encontraran digno de destacar en el cuaderno de novedades. Un día rutinario, tranquilo.

Busqué el pequeño recuadro de la medicación y allí el mayor figuraba dos veces y con medicación fuerte. Supongo que de tratarse de otra persona las dosis serían menores, aquel fármaco no era de uso habitual.

Pero todos sabíamos quién era aquel hombre y de qué se le acusaba. Y nadie quería tener trato con él.

Éramos profesionales, sí, pero él era un monstruo.

Si este viejo se muere probablemente sea por sobredosis, pensé. Algo mucho más prosaico y habitual de lo que cualquier trabajador de la salud querría admitir.

El cansancio y la falta de descanso me jugaron una mala pasada esa noche. Creo que me dormí más de una vez y, al menos una de esas veces duró más de diez minutos.

Fui hasta la cafetera, me preparé café. Miré mi taza unos instantes, luego vacié la jarra de agua y la rellené con el líquido en mi taza.

El café pasó por el filtro por segunda vez, esperaba que esa explosión de cafeína me mantuviera despierto durante las cuatro horas que faltaban.

– ¡Padre, padre! – la voz conocida retumbó de nuevo en los pasillos, más asustada que nunca y yo corrí hasta la habitación.

 

El anciano retraído cuanto le era posible contra el respaldo, sus ojos nuevamente llenos de terror, la única diferencia era que, ahora, señalaba chillando el rincón de las sombras.

No miré en aquella dirección hasta encender la luz. No había nada allí, pero a él le llevó bastante más que a mí convencerse de que aquel lugar estaba vacío.

– ¿Sabes por qué vinieron, hijo mío? – con sus ojos vidriosos fijos en el vértice, asintió lentamente.

– Sí, padre.

 

Suspiró y comenzó a hablar con tono monocorde.

 

“ella era joven, bajita, Caminaba apretadita. A veces las mujeres lindas no tienen buen cuerpo; a veces si están bien de arriba les falta de abajo. O al revés, ¿sabe? Ella no, ella tenía todo.

Y yo la quería para mí…

 

Y habló, y habló, y habló.

Contó cómo el único pecado de aquella niña, una adolescente apenas, había sido rechazar a un veterano que le había dicho una grosería en la calle. Y cómo, enfurecido y lascivo, la hizo detener para interrogarla.

Y lo que le hizo.

 

Su tono había cambiado, ahora hablaba con vehemencia, sus ojos brillaban al recordar y no había una pizca de arrepentimiento en ellos.

Ni siquiera cuando, luego de darse cuenta de la locura que había cometido, decidió asesinarla para cubrir sus espaldas.

Otra comunista más, qué importaba.

Pero alguien debió sospechar, a alguien no le cerraron del todo sus excusas y fue trasladado.

Su historial impecable fue lo que, a la larga le salvó de aparecer él también en las listas de fallecidos.

Pero ya no estaría en contacto con ningún prisionero.

 

– Así que me trasladaron. No me degradaban, decían. Pero sí lo hicieron, ellos y yo lo sabíamos.  – se pasó la lengua por la comisura de los labios – Putos todos…

 

Bajé la vista y vi que aquellos recuerdos le habían provocado una erección. El recuerdo de aquella barbarie había hecho reverdecer la lascivia de un octogenario depravado.

Buscaba qué decir, buscaba cómo responder a aquel espanto cuando levantó la vista y gritó.

– ¡Ahí están, ahí están! – me miró, clavó sus uñas en mi brazo e imploró – ¡Vienen a buscarme, perdóneme!

 

Miré al rincón, pero, naturalmente, no había nada.

Pero él los veía, aun con la luz encendida veía claramente las sombras que venían a llevarlo al infierno.

Miré a la mano que atenazaba mi brazo y al hombre abyecto que suplicaba mi perdón.

 

Segundos antes que su corazón se detuviera, lo miré a los ojos y dije:

 

Non. Ego non te absolvo

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