Fue raro que me llamara mamá.
O, mejor dicho, si uno se ponía a pensar (cosa que yo no estaba en condiciones de hacer) ella mejor que nadie sabía de la fuerza de lo que el tío y yo sentíamos. Habló un rato largo, creo que consolándome o diciendo que no era taaaan necesario que fuera, que el tío sabía que estaba con él y así.
Pero ella sabía tan bien como yo que luego que dijo: “tu tío está mal” mis oídos se cerraron y ya no escuché más que un murmullo sin sentido.
Cuando cortó, me quedé mirando los cuadraditos que había dibujado mientras mi madre hablaba. Filas y filas de pequeños cuadrados, con los bordes resaltados con varios trazos. Estuve rato mirándolos, pensando que era una tontería hacerlo, pensando que debía hacer algo, que debía hacer muchas cosas, pero no podía despejar mis ojos de aquellos trazos nerviosos.
– ¿Tenemos encomienda? Dijo una voz alegre desde la cocina. – ¡¡No te olvides que te toca lavar los platos!! Se asomó al corredor, donde estaba la repisita del teléfono (llamadas al interior ¡¡SE PAGAN ANTES!!) y su sonrisa se apagó. – ¿Qué te hicieron, mi niño? Me abrazó, recuerdo que atenazó mis brazos, pues no tuve fuerzas para levantarlos. Era casi cómico, Erminia, que pasaba a duras penas del metro y medio, consolando a un grandote que le sacaba casi dos cabezas. Maestra jubilada, cada vez que podía nos decía que le dábamos más trabajo que todos los alumnos que había tenido y que debía estar loca cuando aceptó manejar el hogar estudiantil, pero nos cuidaba como a hijos y tenía fotos de muchos flamantes profesionales, todas prolijamente enmarcadas en la sala de estar.
– ¿Qué te pasó, Juli? – Dijo mirándome a los ojos. Nunca me habían llamado así, siempre Julito o, más tarde, cuando estudiaba, Ramos, pero solo Erminia me llamaba Juli.
– El tío. El tío está embromado.
– ¿Tu padrino?
– Sí, el tío Gabino.
Ella sabía bastante de nosotros, todas las tardes uno debía ayudarla a lavar los platos y en ese tiempo hablaba hasta por los codos. Y nunca se te hacían pesadas esas charlas, nos rezongaba si no íbamos bien en los estudios, se quejaba que hacía añares que no ponía una foto nueva, pero siempre dejabas la cocina con una sonrisa en los labios. Cuando todavía era nuevo se lo comenté a mi compañero de pieza. Estábamos acostados y vi como la brasa de su cigarro brillaba más fuerte antes que respondiera.
– ¿Sabés lo que pasa? Te voy a repetir algo que me dijeron cuando dije eso mismo: “Erminia es de esas maestras que se acuerdan de los nombres de los alumnos callados.” –
Está bastante embromado, repetí. Ella me soltó, me miró a los ojos y dijo: “vaya, mijito. Si no llegas a ir, te vas a arrepentir siempre. Me puso la mano sobre la mejilla, ¿pero vos ya sabías eso, ¿no? ¿Ya estabas decidido, ¿verdad?”
Me di cuenta que tenía razón; ya estaba decidido. Por suerte había cobrado, eso era una cosa menos de la que preocuparse, pero, aun así, no era sencillo explicar que iba a faltar quién sabe cuántos días, luego de mi primer sueldo. No fue fácil, mi patrón me miró con cara de pocos amigos, – ¿ya enfermando gente? Una nube roja cruzó mis ojos y la sentí hirviendo en toda la cara. Realmente necesitaba el trabajo, así que conté hasta diez antes de responder. Pero el hombre había visto mi reacción y supo que era de verdad. Levantó una mano, aplacando mi tono y dijo: “una semana. Más no puedo esperarte.” Le di las gracias y antes de salir, me preguntó: ¿necesitas plata?
– No señor, gracias. –
El ómnibus del mediodía ya había salido, y, aunque lo sabía inútil, pregunté en ventanilla si había otra frecuencia antes de las diez. Con la simpatía propia de un empleado público, el hombre de la ventanilla dijo: “¿y qué quiere? ¿Llegar a las tres de la mañana? Hubiese querido decirle que sí, que las tres de la mañana me parecía fenómeno, y las dos y media, mejor, pero no tenía mayor sentido, no iba a importarle. Casi no pude dormir en todo el viaje. Había llamado a Artigas y, cuando mi padre atendió, después que el vecino que tenía teléfono lo fue a buscar, solo pudo decirme que seguía estable, luego hizo una pausa.
– Mirá, Julito, los médicos dicen que no… Que no… Mirá, mijo, dicen que de esta no sale. Que debió haberse dado cuenta, que debía haber estado miyando sangre desde hace meses, que debía estar sufriendo bastante. Pero nunca lo vimos quejarse. Mientras mi padre hablaba no podía dejar de sorprenderme lo poco que lo conocían. Esperar que el tío Gabino comentara que orinaba sangre era como esperar que entrara desnudo a misa. Jamás lo haría, de esas cosas no se hablaba. ¿E ir al médico para que le revisara ahí? Dios nos libre, mire si lo atendía una mujer. Era inaudito, ni siquiera se le pasaría por la cabeza; no señor. Probablemente estuvo tomando yuyos, buscando alivio, pero hay cosas que los yuyos no pueden curar. Que la medicina no puede curar. El cansancio y la tensión me vencieron al pasar Tacuarembó, pero cuando enfrentamos la bajada de Pena, me desperté. Algún insomne había prendido un cigarro, una mujer vomitó y el aire se volvió irrespirable. Por suerte no hacía frío y pude abrir la ventana, un poco de aire fresco ayudaría a aclarar mis ideas. Mi padre me esperaba en la terminal, me invitó a ir a casa, estuve a punto de decir que no. – No te van a dejar entrar, mijo. Desayuná, bañate y a las ocho, cuando abran las puertas, estás ahí. Apoyó su mano en mi hombro: “tenés tiempo Julito” Había traído las bicicletas, y no sé por qué, eso casi me hizo llorar. Mientras pedaleábamos en la mañana no conversamos mucho, agradecí eso, el estar en la misma ciudad que mi tío parecía haber hecho más fuerte la angustia. Mamá me esperaba despierta, me dio un abrazo y me dijo que podía bañarme cuando quisiera. Al salir, con el pelo húmedo y sin peinar, la mesa estaba servida. Las galletas de campaña, manteca casera y la leche, fría, como siempre me había gustado. Me senté al borde de la silla y comí apenas, mi madre insistió que seguramente no saldría del hospital en días, quién sabe cuándo podría volver a desayunar decentemente. Comí sin muchas ganas, hablamos poco de mis estudios y mi nuevo trabajo, pensé que preguntaría si me iban a hacer problema por haber venido, pero no lo hizo. Salimos al fondo, y me quedé mirando la casita del tío. Hacía menos de un año desde la última vez que había estado, pero parecía haberse encogido. Se veía mucho más triste y abandonada. El tío siempre la había mantenido limpia y prolija: “si uno es desordenado con sus cosas, Julito, es desordenado con la vida” Recordar esa frase, casi oyéndola, reabrió la herida. Cada recuerdo parecía profundizar mi miedo. – Cuando eras chico también hacías así. Miré a mi madre, que se había parado a mi lado. – ¿Así cómo? Cuando eras chico y no querías llorar, ponías la trompita así, como dando un beso. Nunca había llorado de esa manera, nunca mojé las ropas de alguien con mi llanto. Pero nunca antes había sentido tanto miedo a la muerte; nunca había sentido el miedo enorme a la pérdida.
Estaba chiquito. No era que solo hubiera adelgazado, se lo veía chico, frágil.
Dormía cuando llegué, y eso fue una suerte, porque se habría preocupado al ver mi expresión. Me senté a su lado, tomé su mano que asomaba entre las sábanas y nos quedamos allí, de la mano.
Debo haber dormitado un rato, porque sentí un leve apretón. Abrí los ojos, y vi los ojos del tío, los ojos de siempre, calmos, sabios, mirándome. Sin cambiar la expresión seria me dijo: – si me sigue agarrando de la mano vua crér que se me volvió fresco. –
La incredulidad dio paso a una risa franca, que me hacía mucha falta. El tío se rió también, pero su risa se cortó de golpe. Me sorprendió la fuerza con que apretó mi mano, pero la expresión de sufrimiento en su rostro no dejaba dudas. El dolor debía ser atroz. Al rato aflojó, y su respiración volvió a acompasarse.
Mientras secaba algunas gotas de sudor en su frente le pregunté si le pasaba seguido.
– Mierda, dijo, me prometí no quejarme delante suyo, ¿y qué es lo primero que hago? Empiezo a mariconear ni bien llega. –
– ¿Y qué sabía usted si yo iba a venir? Capaz que me quedaba allá, y me evitaba el viaje, y que me llamaran de fresco antes de decir buen día. –
El viejo me buscó la mano y la levantó un poco.
– Me estoy quedando sin caña mijo, pero nunca tuve miedo de quedarme solo. –
Hablamos, recordamos y reímos. Y el dolor fue misericordioso y no volvió a atacar. Una enfermera nos rezongó por reírnos en el hospital, pero no nos importó y seguimos hablando como si estuviera a su lado esperando mi ración de carnecita gorda.
Cuando llegaba la noche el tío me dio un beso en la mano.
– ¿Sabe qué? Siempre regué el arbolito del Asdrúbal… No señor, del Nippur, va a pensar que estoy chocheando. No le vua pedir que lo riegue usted, porque tiene que volver a la capital, recibirse y casarse con una gurisa que no sea de allá. Pero una cosa sí le voy a pedir. No le vaya a poner Gabino al botija. Nombre de viejo, pobre gurí. –
Lo había pensado varias veces, pero sabía que muy pocas mujeres me querían tanto como para dejar que les pusiera ese nombre a nuestros hijos.
– Está bien, tío. Le prometo. – salí a estirar las piernas cuando se volvió a dormir. Miré la noche, la luna estaba asomando, enorme y roja.
Volví a mi silla y dormí un rato. Desperté y apoyé mi mejilla en la mano del tío, estuve rato respirando su olor, recordando.
Y el ritmo se rompió. Sin aspavientos, sin un estertor, simplemente dejó de respirar…
Algunos años después, volví a encontrar una muchacha que me amaba lo suficiente como para acompañarme en la idea de mentirle al tío. Pero solo como segundo nombre.