Un árbol en el fondo de casa

El tiempo vuela cuando disfrutamos; los malos momentos son los que se llevan la mayor parte en los relatos.

El “y vivieron felices por siempre” es mucho más corto que toda la tragedia de los personajes, aunque “por siempre” signifique toda la vida. Eso fue lo que sentí cuando Nippur se fue. Me había acompañado por casi ocho años, pero, mientras iba cada vez más profundo con la pala, me parecía que sólo habíamos estado juntos un rato.

– Mire quién le dice eso, mijo – decía el tío Gabino – Fíjese la vida de esa gente, se rompen el lomo todo el día, trabajan de sol a sol y, mucho de lo que ganan lo terminan miyando en las veredas. Esos que le quieren enseñar a vivir, no tienen algo que se pueda llamar vida. Claro que había mucha gente, entre los que opinaban, que no se gastaba medio sueldo en chopp, cada fin de semana (o, cada día de la semana), pero tampoco era gente que tuviera una vida ejemplar. – Si la gente fuera tan buena viviendo su vida, como enseñando a otros a vivir la suya, todos seríamos preciosos e hinchas del Wanderes.

– No, señor, del Independencia. –

– Puff – dijo, y me cebó un mate.

Era el único que tomaba con él. Desde aquella tarde en que una escapada a nadar casi terminó en desastre, el tío y yo compartíamos los amargos.   Nos quedamos en silencio, mateando, podíamos estar media hora callados, con sólo el ruido de los amargos entre nosotros, que esos silencios nunca se hacían incómodos. Y en esos días, las pausas se alargaban, yo había tomado una decisión que muchos podían considerar valiente, pero en realidad, estaba bastante nervioso. Tal vez, asustado fuera la definición más adecuada, pero no el miedo al trabajo, como algunos pensaban, sino el temor mas natural de todos. El miedo al cambio. Muchos hablaban, hablaban y hablaban. Aconsejaban, opinaban y creían ser de mucha ayuda. El tío fumaba, armaba sus cigarros con las dos manos cuando pensaba, acariciaba a Nippur, casi sin darse cuenta, y decía algo. A veces, sólo una oración. Preguntaba, aconsejaba, naturalmente, pero sus consejos nunca empezaban con: Lo que tenés que hacer es…   Una mañana, salí y me sorprendió que Nippur no viniera a hacerme fiesta. Siempre aparecía, ni bien abría la puerta, cuando no estaba mirando fijamente para adentro, pero esa vez, estaba echado bajo el alero del tío. Y el viejo tenía semblante preocupado. Di un trotecito hasta su casa, pero mi perro apenas levantó un poco la cabeza, su rabo corto se movió apenas, suspiró. – Ese animal no está bien, mijo. Para mí que comió algo podre. Me agaché y comprobé que el tío debía tener razón. Aparte de su apatía casi total, su hocico estaba seco y de sus ojos, salían dos largas líneas cómo lagañas. Me hicieron acordar, cuando tuve conjuntivitis, y cómo me había asustado al no poder abrir los ojos cuando desperté. Las pestañas estaban pegadas por la mucosidad. Nippur tenía los ojos abiertos, pero no tenían el brillo despierto de siempre. Le hablé, lo acaricié un rato y apenas esbozó una respuesta. Miré al tío, con los ojos llenos de preguntas.

– Los bichos son así, ¿Vio? Pueden no dar más de gordos, pero igual comen cualquier cosa que encuentren, cuánto más feo el olor, mejor. Nippur levantó la cabeza, ese perro siempre sabía cuando hablaban de él, e insinuó moverle el rabo. El tío sonrió, aún con la bombilla en la boca, y dijo: fuera cusco. Y, en un gesto que nos llenó de horror, con mucho esfuerzo, Nippur se levantó y con paso vacilante, fue a echarse a su cucha. Nos miramos, tan sorprendidos como asustados, y volvimos a mirar a Nippur, que se había echado en la casa que el tío le había hecho, un día antes que lo trajera. – Aceite con leche – dijo el viejo, no recordaba haberlo escuchado tan alterado nunca – déale aceite con leche. Corrí a casa, preparé un plato hondo con aquella mezcla que se veía tan fea (recuerdo los grandes trozos de nata que flotaban en la leche) y la llevé al patio, sin volcar una gota. Nippur no dio muestras de interés ante aquel plato que, a sus ojos, debía verse tan apetitoso. Lo agarré, con cuidado, para acercarlo y ayudarlo a beber, pero un gemido me hizo entender que le dolía. Una sombra se posó sobre nosotros, y supe que el tío nos miraba.

– No quiere tomar, – dije – capaz que no tiene fuerza. – Vamos para allá, dejémoslo tranquilo. Habría querido quedarme allí, pegadito a mi amigo, pero me di cuenta que no tenía mucho sentido. Creo que esa fue la mañana en que estuvimos más callados, gastamos casi dos calderas de agua, pero ninguna palabra. Sentimos que alguien aplaudía, en el frente, el tío murmuró “Lima” y siguió con la vista clavada en el piso. Tenía razón, era el cartero, mientras leía que el destinatario era yo, escuché que Lima decía: buen día, señora, es para el hombre, acá, la carta. Miré sobre mi hombro y vi que mamá había salido de casa, se sacaba las manos con un repasador. Saludó al cartero con una inclinación de cabeza, agarró el sobre sin decir nada “es para vos” dijo mientras lo abría. Vi cómo su semblante iba cambiando de curioso a exultante de felicidad, – Siiiiiii – gritó, abrazándome Siiiiiii, sí, sí. Saltaba mientras me abrazaba, no entendía que estaba pasando, sólo quería volver a sentarme donde estaba, mirando a mi perro, preguntándome por qué no tenía que estar abarajándolo para que no saliera disparado a tarasconearle los garrones al pelado Lima. Mamá me dio la carta y, mientras la leía, escuché, sorprendido, cómo llamaba al tío, absolutamente feliz. – ¡Tío, tío! ¡Venga, mire! En cualquier otro momento, la sorpresa me habría hecho caer de espaldas, a mí y al viejo, porque para mi madre, el tío Gabino era “Don Ramos” o, si las cosas andaban tirantes, “el tío de tu padre”, nunca en la vida, la había escuchado llamarlo Tío. La carta era la respuesta, en pocas palabras, decía que “Bienestar Estudiantil” me había autorizado la beca alimentaria. Eso significaba que, uno de los principales problemas de ir a estudiar a la capital, quedaba casi resuelto, no me iba a morir de hambre. Pero también traía un problema que, hasta hacia un par de horas, nunca habría llamado así, tendría que adelantar un año mi calendario. Porque, si quería, podía empezar la carrera ese mismo año. En realidad, no sólo fue ese mismo año, sino que fue ese mismo mes, mamá tenía una hermana que trabajaba en la inspección de secundaria y, aunque era una veterana mala y borracha (por eso mi madre no tenía mucho trato con su hermana mayor), movió los trámites muy rápido y, luego de cobrar un par de favores, consiguió que la carrera de ingeniería tuviera al primer Ramos, de Artigas, en el alumnado.   Cuando mamá vio que ni el tío ni yo, nos mostrábamos todo lo entusiasmados que debíamos estar, preguntó que nos pasaba. Recién se dio cuenta que Nippur no estaba allí, culebreando entre nuestros pies, cuando le dijimos lo que pasaba. Era una buena madre, era una mujer generosa y, a decir verdad, la que alimentaba más seguido a mi perro, pero el hecho que estuviera apagado no palideció la alegría que sentía por su hijo. – Denle aceite con leche, vomita y en un par de días está fenómeno de vuelta. – me sonrió, orgullosa y volvió a casa. Dijo que debía bañarse para salir y “hacer todos los trámites hoy mismo”   Nippur tomó aquella mezcla horrible y vomitó, es cierto, pero eso no lo alivió. Los días siguientes resultaron un caos, mis padres corriendo todo el día, haciendo trámites, orgullosos, igual que toda la familia, mientras el tío y yo estábamos tristes, viendo como mi compañero de andanzas se marchitaba de a poco.   Desperté muy preocupado, esa mañana. Se suponía que debía viajar a Montevideo a firmar la inscripción. Se había hecho una excepción en mi caso, como favor personal a mi tía Isabel. Si no estaba mañana a primera hora en la facultad, podía olvidarme de empezar ese año, y de la beca, porque si no quería estudiar, no merecía una beca por la que muchos luchaban. Pero no quería dejar sólo a mi amigo, no quería fallarle en el último momento. Sabía eso. Lo sabía tan bien como sabía que la oportunidad que se me había presentado era única. La disyuntiva me mantuvo despierto toda la noche. Las primeras luces de la mañana me encontraron en una cama húmeda y desordenada, me lavé la cara y salí a ver si había novedades. En el correr de la noche, Nippur había logrado arrastrar su cobijita casi hasta la puerta del tío. Eso había agotado sus fuerzas. Dicen que los hombres no lloran. Siempre supe que eso era una tontería, siempre lo supe. Así que lloré, de rodillas frente a la puerta, mirando a quién me había acompañado tantas veces. El tío abrió, me miró con los ojos húmedos. Recuerdo cómo crujieron sus rodillas al agacharse, pasó su mano, despacio, a lo largo del lomo de nuestro perro y apretó los labios. Entró a su casa y, poco después, salió con una pala. Me la ofreció. Sin entender, la tomé, mientras él se agachaba, decía “permiso” y levantaba a Nippur. Fuimos hasta el fondo, nos detuvimos en un rincón y el tío bajó a Nippur con infinito cuidado. – Una de las últimas cosas que me enseñó el Asdrúbal – dijo – fue que la despedida es menos difícil si uno mismo es quién hace los honores. Decía que el esfuerzo alivia un poco del dolor. No sé si eso es cierto o no, mijo. – se encogió de hombros y pareció diez años mayor – Pero creo que usted debería hacerlo. Mi espalda ya no es la misma, pero puedo quedarme acá, acompañando, si no le molesta.   Trabajé mucho rato, mientras las lágrimas caían calladas, por mis mejillas. La tierra estaba dura, y llena de piedras, el calor pesaba en mi espalda y el olor de la tierra se mezclaba con el de mi esfuerzo. En cierta forma, me gustaba que así fuera, me hubiera sentido estado si el pozo no me hubiese costado trabajo. Había bajado casi un metro cuando el tío me tocó el hombro, dejé la pala a un lado y recibí de sus manos a mi perro.   A la noche, mientras el ómnibus devoraba kilómetros rumbo a mi nueva vida, encendí la luz de arriba y miré mis manos doloridas; tenía ampollas que habían nacido y reventado mientras cavaba, esa mañana. El tío dijo que no sabía si el hecho de hacer uno mismo el pozo resultaba de ayuda, soy chambón con las herramientas, así que tenía la espalda, los brazos y las manos (además del corazón) doloridos por el esfuerzo, pero estaba seguro que lo que había hecho me había ayudado. Naturalmente, la pérdida de mi amigo era algo que me dolía en el alma, pero el hecho de poder “trabajar” mi dolor, de “hacerle los honores”, como decía el tío, había aliviado, un poco, mi alma. Poco antes de salir, el tío se acercó a despedirse y me prometió que plantaría un jazmín donde descansaba Nippur. Me alegré con eso, me encanta el aroma de los jazmines.  

Había pasado de ser un gurí de poco más de nueve, en cuarto año de escuela, que miraba con desagrado a algunos grandotes peleadores a ser un muchacho que acababa de terminar el preparatorio. Mi idea era trabajar un año, juntar algo de dinero e ir a estudiar a Montevideo. No era algo común en una familia trabajadora, nadie en mi familia lo había hecho, pero yo pensaba salir adelante, quería volver a Artigas ya recibido. Tendría que trabajar y estudiar, tendría que agotarme entre largas horas de trabajo y trasnoches de preparación de exámenes. Muchos me decían que eso no era para alguien como yo (no por mí, sino por ser hijo de trabajadores pobres), que lo mejor era empezar a trabajar desde temprano y sacar adelante una familia que me diera las alegrías. Había quienes decían que lo que quería hacer era, simplemente, producto de la desidia; “este quiere estudiar pa no trabajar” y pasaban por alto que tenía muy claro que lo que planeaba hacer, llevaría tanto esfuerzo como pasar jornadas embrutecedoras, en campaña, bajo el sol.

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