Estaba en la cocina, comiendo las uvas que la mama guardaba en la heladera. Arriesgaba unas buenas palmadas, así que tenía cuidado de no hacer ruido.
Antes de sestear la mama cortaba algún racimo lindo, lo ponía en un vaso esmaltado que tenía, lo tapaba con agua y a la heladera.
Al levantarse tenía unas ricas uvas, bien fresquitas.
Pero a todos nos gustaban las uvas y dos por tres agarraban a alguno de mis primos con las manos en el vaso.
Ese se la ligaba.
Palmada de la mama y del padre también.
Pero mis primos eran abombados. Comían ahí mismo o dejaban el vaso por la mitad.
Yo hacía otra cosa y nunca me agarraron.
Bueno, una vez me agarró el tío Gabino, me sacó el racimo y se lo comió él sólo; ni una me dio.
Robado es más rico, dijo. Y me miraba muy contento.
Como yo era el más petiso de los primos (no el más más petiso, porque estaban los gurises chicos, pero ellos eran chicos) me las tenía que arreglar solo si quería comer uvas. Mis primos me daban algún racimo, pero los mejores siempre eran para ellos y a mí no me gustaba andar pidiendo.
Así que aprendí a trepar. Trepar sabe cualquiera, pero las parras son de ramas finas, uno tiene que saber dónde pisa para no caerse y tampoco lastimar la planta.
Yo trepaba rápido, bien y comía las mejores uvas.
Y acá venía la segunda parte; yo comía las uvas de la mama, pero reponía. Le dejaba otras en lugar de las que había dejado.
Las mías capaz que estaban tan buenas como las de ella, pero las suyas tenían dos cosas.
Primero, estaban fresquitas y segundo, robado es más rico.
Como bien dijo el tío aquella vez.
Yo estaba cambiando las uvas de la mama por las mías cuando escuché voces que hablaban bajito. Yo siempre tenía las antenas prendidas cuando hacía aquello, así que las escuché desde lejos.
Salí sin hacer ruido y me acerqué mirando con cuidado por donde pisaba.
Dos de mis primos hablaban y se reían bajito. El Shico decía
– ¡El Coqui, el Coqui! – y se agarraba la barriga riéndose.
– ¿Pero me vas a contar o no? ¡Sos más abombado!
Resulta que la noche anterior, el Shico se había escondido atrás de una higuera grandota que había en el fondo de casa, casi pegado a la otra calle
Se había puesto una bolsa grande de Nitrofoska por arriba y cuando pasó el Coqui, se paró y gritando lo correteó.
– ¡¡Ay mamá! Dijo el Coqui y salió que no le daban más las patas.
El Shico se reía porque hoy, en la escuela, el Coqui le contaba a todo el que quisiera oír, que anoche había visto a la mujer de blanco.
Yo me reía en voz baja, traté de imaginarme al Coqui salir disparando y no pude aguantar la risa.
Mis primos escucharon y me amenazaron con una paliza si decía algo.
No señor, yo no iba a decir nada. No por la paliza, sino porque el tal de Coqui ese me caía mal.
Además, aunque fuera a contarle con bolsa y todo, no me iba a creer. Era mucho mejor haber disparado de la mujer de blanco que de un gurí disfrazado.
Nadie me iba a creer, nadie querría creerme.
Y, como decía el tío, la verdad siempre es menos interesante que lo que uno quiere que sea verdad.
Pero al tío si le voy a contar, dije, decidiéndolo en ese momento.
Al Shico no le gustó nada, pero el Lolo lo paró, el tío es bien, dijo.
Y eso bastó.
El tío se sonrió apenas.
– ¡Qué maldá! – dijo, pero no mucho más.
Me sorprendió su reacción. Él se cebó un amargo y volvió a sorprenderme.
– Estuve varios días sin dormir por culpa de la dichosa mujer de blanco.
No me miraba, así que no vio mi cara de asombro, miraba lejos, como viendo a través de los años.
“Tendría tu edad, era un verano bravo, la seca duraba varios meses y los campos se angostaban.
El ganado pasaba de lengua afuera y si no hubiese sido por el tajamar de cerca de casa, se nos habrían muerto varios animales.
Esas fueron mis primeros trasnoches. Nos acostábamos tarde, los cuartos estaban que hervían y si uno se metía a la cama era sólo para dar vueltas y vueltas, sudando y a los sopapos con los mosquitos.
El tata amargueaba abajo del ombú, como siempre. El hecho que fuera de noche no parecía importarle. Siempre tomaba mate a la sombra.
Una vaca le había pegado una cornada cuando la sacaba del tajamar. Las orillas estaban hechas un barrial y el pobre animal se había empantanado.
Cuando lo fueron a sacar estaba muerta de miedo. El tata se descuidó y la vaca le pegó un fuerte golpe. Si no hubiese sido de cuernos mochos lo habría lastimado feo.
Estaba de mal humor el tata.
Los perros ladraron y uno medio que atropelló; para los demás el calor era demasiado hasta para eso.
El finadito mi padre se paró y lo vi tantearse la faja, atrás, para ver si tenía el facón en su lugar.
La noche estaba despejada y la luna iluminaba bastante.
Nuestros ojos se habían acostumbrado a esa luz, así que vimos al hombre desde buena distancia.
El perro que le había avanzado caminaba unos metros atrás, ya no ladraba.
Yo amagué a pararme e ir con mi padre, pero el tata me puso la mano en el hombro.
No dijo nada, no hacía falta.
– Seu Torres – dijo mi padre a modo de saludo, su voz sonaba cautelosa más que tensa.
El hombre lo miró, pero no dijo nada. Simplemente paró y se pasó la mano por la cara.
Luego de un rato miró al tata, que aún no se había levantado.
– Ó Paulo. ¿Qué fue?
– ¿Eu tó acá? – Preguntó el hombre y cayó de rodillas.
Nunca lo habría imaginado, pero estaba viendo llorar a un hombre. ¡Y a un Torres!
El abuelo de ese hombre había venido del Brasil luego de la revolución de los farrapos.
Según el tata, había desertado del ejército imperial y se unió a los revolucionarios.
Pero más por la promesa de saqueo que por convicciones.
Cuando las cosas se pusieron bravas allá, cruzó la frontera y se aquerenció en el campo al lado del nuestro.
Nunca fue trigo limpio, pero lo que fuera que hiciera, lo hacía lejos, así que nadie preguntaba nada y todos contentos.
Las familias se saludaban, pero ahí terminaba la relación.
Tuvo dos hijos, uno desapareció luego de tirotearse con la policía, se rumoreaba que había cruzado la frontera y contrabandeaba desde allá.
El otro parecía más tranquilo, pero el tata decía que ese era el que pensaba.
Siempre se necesitan dos para las malas artes, me dijo una vez, uno que piense y otro que ponga músculo.
Si quieren que la cosa dure tiene que ser así.
Eran hombres de 44 en el cinto, uno más tranquilo que el otro, pero de facón rápido los dos.
Paulo parecía haber heredado lo mejor de los dos hermanos.
Nunca se le había descubierto nada, pero se sabía que contrabandeaba y vendía ganado a los que no les importaba la marca del cuero.
Ese era el hombre que lloraba frente a nosotros.
El tata se paró y se acercó. No lo había visto sacar el arma, pero vi el brillo del empavonado cuando la volvió a poner en la faja.
– Gabino! Caña mijo.
Cuando les acerqué la botella y un par de vasos, el hombre se había repuesto.
Le dijeron de sentarse, pero pidió pasar “donde haya luz”.
Entramos a la cocina. La mama se asomó, pero el viejo la corrió con un ademán.
Estas eran cosas de hombres.
Pensé que me iba a correr también, pero no se acordó de mí.
Se sentaron y mi padre sirvió caña para los tres. Torres tomo la suya de un trago y se sirvió de nuevo.
La botella tintineó cuando golpeó el vaso.
El segundo trago pareció tranquilizarlo, respiró hondo y se miró las manos.
– Iba a encontrarme con el tío, dijo, hay un embarque que entra en éstos días – el tata y mi padre intercambiaron miradas, pero no comentaron nada.
El hombre siguió.
– Mi caballo se quebró una pata antes de salir, así que fui caminando. No llega a dos leguas.
Corté por el monte en lo de los Romero y antes de llegar al vado escuché un llanto.
La temperatura en la cocina bajó bastante. Sentí un nudo enorme en la garganta, tragué saliva, pero no hubo caso, seguía ahí.
Me desvié, pero el llanto parecía cambiar de lugar cada vez que me acercaba.
El hombre llevó la mano a la botella y se concentró en que dejara de temblar antes de agarrarla.
El tintineo contra el vaso se repitió.
– De repente sentí frío. Mucho frío. – la luz del farol era fuerte, y vi que Torres tenía erizados los brazos. – Me di vuelta y ahí estaba.
Sin cambiar el tono, agregó, si hablan de esto los voy a tener que matar.
No había amenaza ni enojo en su voz, tal vez eso hizo que me asustara más. Lo dijo como quien dice que el sol sale de mañana. Como diciendo una verdad que todos sabemos.
Vi a la mujer de blanco, dijo, me habló.
Hizo una pausa tan larga que pensamos que no iba a continuar. Estaba a punto de preguntarle que le había dicho cuando siguió.
Me habló y yo caminé. Muerto de miedo caminé. Rato y rato.
Ella hablaba y yo caminaba. – Nos miró con angustia – ¿No sé qué me dijo, entienden? No sé qué me dijo.
Se llevó las manos a la frente, y apoyándonos codos en la mesa repitió. No sé qué me dijo. No sé si me preguntó por los hijos, si sabía dónde estaban o que mierda.
Estiró las manos para que las viéramos, vacías.
Sólo sé que me hablaba y yo caminaba…
El farol zumbaba; nunca lo había escuchado, capaz que el silencio nunca fue tanto.
Al rato volvió a hablar: ¿Me puedo quedar hasta que amanezca?
El tata y mi padre se ofrecieron a acompañarlo, pero no hubo caso, no quería salir de noche.
Les dio sus 44, llevaba dos, diciendo que no se sentía seguro con ellos encima.
El finadito mi padre me los dio y los puse arriba de un aparador. Uno tenía dos muescas en la culata.
Cuando me di vuelta el tata pareció acordarse que era muy tarde.
– Vaya a acostarse mijo y en un gesto que nunca voy a dejar de agradecer, agregó – y llévese un farol también.
Hubiera asegurado que esa noche no podría dormir, pero cuando desperté, tardísimo, mi padre y el tata ya habían vuelto.
Nunca más se habló del tema y yo dormí un par de noches más con el farol en el cuarto.”
El tío se cebó un mate y escupió el agua.
Se enfrió, dijo y entró a la casa.
Como demoraba en salir volví a la mía, pensando.
Era raro que el tío me hubiese contado, no que tuviera miedo, aunque eso era nuevo. Lo raro era que me hubiera contado.
A la hora de acostarme, me permití pensar: ¡Que flojo el tío! ¡Mire que andar durmiendo con un farol en el cuarto!
Prendí la luz y me volví a la cama.