El gato en la punta de la columna

Hacía un calor bárbaro ese día, las chicharras cantaban, los grandes sesteaban y el sol dejaba las piedras hirviendo.
Si se miraba la calle, a las dos o tres cuadras parecía que estaba mojado, que había agua. Yo sabía que era por el calor, pero no entendía bien como era eso que el calor hacía que las calles y los techos parecieran tener agua arriba.
En casa se bajaban las cortinas todo el día, no se veía nada, pero era más fresquito cuando el sol planchaba las tardes.
A esa hora, el calor era mucho y el aire poco o nada, había que estar loco para salir de casa con ese sol matador.
Así que, ni bien los grandes se durmieron, agarré un gorro, le pegué una chiflada a Nippur y allá salimos, calladitos, para el arroyo.

Eran como treinta cuadras, siguiendo las vías del tren, charlando se hacían cortas, pero sólo con mi perro y abajo de aquel sol pesado, parecieron el doble.
Nippur corría siempre adelante, de un lado para otro y olfateando todas las piedras, ramas o yuyos que encontraba, el muñón del rabo bien paradito.
Pero no ese día.
Caminó un rato delante, y olfateó algunas cosas, sí; pero al poco rato sintió el calor y empezó a caminar detrás de mí, tratando de usar la poca sombra que yo dejaba.

– No sos bobo, vos – le dije, pero ni siquiera levantó las orejitas.

Cuando me cansé de tenerlo tropezando a cada rato con mis talones, pegué una carrerita corta, para ver si le levantaba el ánimo y volvía a caminar adelante, como siempre. Pero no dio mucho resultado, al ratito ya lo tenía arriba mío de vuelta.
Medio le pegué una patada con el talón y entendió que no me gustaba que me anduviera pisando. Empezó a caminar más lejos, sí, pero cabizbajo y con un aire triste que me hizo sentir culpable.
¿Pobre bicho, que culpa tenía si buscaba algo de sombra? Él no tenía gorro para cubrirse, así que se pegaba a la sombra más cercana, y la sombra era yo.

– Vení, abombado – le dije agachándome – vení acá.

Ni se acordó que le había pegado, en dos saltitos estuvo en mi falda y me lamió la cara cuando lo levanté.
Ese era un secreto que teníamos, ni el tío Gabino sabía. A veces yo lo levantaba en la falda y hasta dejaba que me lamiera.

Pero al rato volvimos a morirnos de calor y los dos nos sentimos igual de aliviados cuando lo bajé para que caminara.
Igual, ya faltaba poco.
Poco después, Nippur me miró y salió corriendo, paró como cincuenta metros más allá y me volvió a mirar.

– Dale, dale – le grité – andá nomás.

Salió alto del piso, y, cuando llegué al terraplén que bajaba al arroyo, allá lo tenía al hombre, empapado, lengua afuera y loco de contento.

Había gente que se tiraba desde arriba del puente del tren cuando el arroyo estaba bien, pero no había llovido en primavera, y sí te tirabas de esa altura, lo más seguro que terminaras enterrado en medio metro de barro.

Caminamos cómo dos cuadras más, bordeando la orilla, hasta in poquito más lejos de donde habíamos ido a pescar con el tío.
La semana pasada había ido con mis primos más grandes, después de un rato largo de órdenes y recomendaciones de mamá.
Toda esa perorata se podía decir mucho más corto, lo que yo entendí fue: Si ves que te vas a divertir, no lo hagas.
Pero lo malo es que mis primos también estaban bastante de acuerdo con algunas cosas, así que se pusieron bastante pesados con aquello de hacer caso y tener cuidado.
Nos divertimos igual, pero había cosas que había quedado con ganas de hacer.

Mis primos ya conocían esa parte y aunque a nosotros nos hubiera venido fenómeno bañarnos al lado del puente, ellos insistieron en ir para otro lado.
Me acuerdo que cuando vi aquello, pensé de la isla del ahogado, que me había contado el tío.
Acá también había una piedra sobre el arroyo, que lo estrechaba bastante y formaba como una laguna más profunda del lado de la corriente.
Había un árbol viejo y grande, que tenía una rama gruesa que llegaba casi hasta la mitad del arroyo.
Los gurises chicos nos bañábamos del otro lado, que era más llano y seguro, pero los grandes se tiraban a la laguna desde esa rama y disfrutaban de lo lindo.
El Lolo, el Shico y Joselo nos dijeron bien clarito que ni pensar de tirarse de ahí hasta que supiéramos nadar: “Esta parte es onda, no es juguete”

Ahora que no había nadie que me dijera que hacer, me fui con Nippur para aquel lado a bañarme y sacarme todo el calor de la tarde.
Pero estaba llegando y me empezó a picar el remordimiento: yo me había escapado, eso era una verdad. Como también serían de verdad los chinelazos que me iban a dar sí se enteraban donde había estado.
Pero esos no serían nada si además se enteraban que, no sólo me había escapado al arroyo, sino que, encima, me había ido a bañar en la laguna.
A uno le dolía la cola sólo de pensarlo.

Así que, por las dudas, y para no tentarme, dejé mi ropa “del lado de acá” de la piedra, y me metí a chapotear un rato. Saltaba en el agua, al lado de Nippur y lo empapaba, él, chocho de la vida, meta ladrar. O sino, me paraba cerca de la orilla y lo llamaba, cuando estaba cerca, pateaba el agua y lo volvía a mojar.
Jugamos un rato largo así, el agua hacía pequeños arcoíris en los rayos de sol que atravesaban las ramas más altas.
Patié el agua diez o veinte veces, sólo para ver los colores.
Nippur me hacía fiesta, ladraba feliz, como pidiendo que lo volviera a mojar.
Los perros, cuando se divierten, son incansables, como sabe cualquiera que haya querido volver a atar un perro escapado, así que me aburrí mucho antes que Nippur se diera por satisfecho.
Me senté un rato en la orilla y él seguía ladrando, dando vueltas, iba y venía, corría y ladraba sin mostrar señal de cansancio o aburrimiento.

Me acosté, con la esperanza que, al verme tranquilo, el también se tranquilizara un poco y pudiéramos bañarnos en silencio, o, por lo menos, sin tanto barullo.
Pero él no encontró mejor idea que tomar impulso y saltar arriba mío; con tanta mala suerte que me cayó en la verija. ¡¡Ay, mamita!! ¡¡Que dolor!!

Me senté de golpe, sólo para caer de costado, agarrándome esa parte, loco de dolor. Nippur se me acercó curioso, y le pegué un sopapo con todas las fuerzas que pude juntar.
Eso, por lo menos, hizo que se pusiera serio; se alejó unos cuantos pasos y se sentó, me miraba con desconfianza.
Cuando el dolor se hizo más soportable, me metí de nuevo en el arroyo y me senté, esperando que el agua fresca me aliviara un poco.
Me hizo mucho bien, y al rato, aunque dolorido, podía moverme más o menos.
Pero ya no tenía muchas ganas de quedarme, quería volverme a casa y comer uvas frescas, recién sacadas de la heladera.
Salí del arroyo, y, cuando empezaba a ponerme la camiseta, me dije que sería un crimen haber ido hasta allá, arriesgando flor de paliza y volver sin haberse bañado en la laguna.
Así que, deje las sandalias y la camiseta donde estaban y, con cuidado de no resbalar (no fuera que me cayera y me volviera a pegar ahí abajo) empecé a treparme al árbol de al lado de la laguna.
Nippur se paró enseguida y empezó a mirarme nervioso, moviendo muy rápido el corto rabito, cuando alcancé la rama, ladró por primera vez.
Me paré en la rama y, con despacio, fui caminando hacia la punta. Nippur seguía mirándome y soltaba unos ladridos cortos, nerviosos.

– Mejor que te calles, vos – le dije – El horno no está para bollos contigo.
Pero él seguía mirándome con aquella actitud ansiosa, una patita levantada y dobladita para atrás.
Me puso nervioso, el abombado; parecía que me rezongaba. No, no parecía que me rezongaba, parecía que me pedía que bajara.
Ya estaba casi al final de la rama, a la mitad de la laguna cuando decidí dar vuelta.
Perro bobo, ese, me había puesto nervioso, y más bobo yo, que le había hecho caso.
Pero una cosa era avanzar, y otra distinta era dar vuelta, así que decidí sentarme y hacerlo despacito, y con cuidado.
Al agacharme, con la tensión, un rayo caliente me subió de la entrepierna, llevé la mano ahí, y perdí el equilibrio.

Lo último que oí antes que me sumergiera el agua, fue otro de aquellos raros ladridos de Nippur, sólo que éste sonó angustiado.
Traté de contener la respiración, pero me asusté, seguía hundiéndome cada vez más profundo, el arroyo no parecía tener fondo.
Cuando lo toqué me llené de asco, era un barro pegajoso y frío. Moví las piernas con desesperación, para escapar de él, pero el dolor volvió con tal fuerza que grité. Grité abajo del agua, y tragué mucha, mucha.
Me parecía oír los ladridos frenéticos de Nippur en la orilla. Recuerdo haber pensado que mi tío, ateo como era, se persignaba siempre que oía a un perro haciendo lo que llamaba “aullido de dueño muerto” y pedí por favor que Nippur no ladrara de esa manera.

Me di cuenta que había pensado en morir, no había cumplido once años y estaba pensando en morir.
No sé porqué, pero eso me dio tranquilidad y me dije que la orilla estaba a menos de tres metros de donde había caído.
El aire me empezaba faltar, pero empecé a mover las manos con cuidado, impulsándome despacio hasta la orilla.
Rocé el barro del fondo, me volvió a dar asco, pero pensé que sí lo había vuelto a tocar, era porque el fondo estaba subiendo, estaba cerca de la orilla.
Mis pulmones estaban reventando y me parecía ver como lucecitas en los ojos.
Me afirmé en el barro y salté hacia arriba, el dolor volvió, pero el delicioso sabor del aire me hizo olvidarlo.
Nippur aullaba, de esa forma mi tío decía que era de mal agüero, como ladran cuando se les está por morir el dueño.

– Hoy no – pensé, mientras salía de agua.

Mi perro estaba tan feliz que continuó aullando, pero el sonido no era triste, sino eufórico.
Corrió todo el camino de vuelta, haciéndome fiesta y ladrando a todo lo que veía a su paso.
Yo caminaba despacio, cansado cómo nunca, pero todo me parecía más luminoso, más intenso.
Cómo si algo hubiese cambiado los colores por otros más vivos.

Nippur correteó un gato que, justo a tiempo, encontró una columna; un tarascón en la cola lo hizo subir hasta la punta. Allí quedó parado, con las cuatro patas en el circulito de la punta de la columna.
Entrando a casa, miré para atrás y lo vi, todavía parado allá, con miedo a caer, tal vez.

El tío Gabino estaba mateando a la sombra de su casa.
Le conté del gato aquel.

– Capaz que se cae, pobre animal. – el tío no se preocupó demasiado.
– Los bichos son vivos; nunca se meten en lugares donde no saben sí pueden salir.

Me quedé un rato pensando y le dije: Al revés de la gente.
El tío me miró un rato, asintió, y me dio un mate.

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