Las libĂ©lulas volaban, nerviosas en un mediodĂa cargado. Las nubes gordas, negras, apenas habĂan dejado pasar algĂșn rayo de sol en la mañana, pero ahora, luego del almuerzo, parecĂa que estaba a punto de anochecer.
Cuando me desperté, lo segundo que dijo mi madre fue: Andå a lo del vasco, a buscar grasa.
Cuando agregĂł que tambiĂ©n debĂa traer dulce de leche, casi tuvo que atarme para que no fuera antes de desayunar.
El dĂa podĂa estar todo lo nublado que quisiera, pero la perspectiva de tortas fritas con dulce de leche, hacĂa que lo disfrutara tanto como si estuviera despejado y claro.
El rabo de Nippur, cortito, iba bien derecho mientras me acompañaba al almacĂ©n; parecĂa que sabĂa la tormenta que se venĂa, porque parĂł un par de veces y oliĂł el aire.
El tĂo nos habĂa dado los buenos dĂas al salir y ahora tenĂamos un encargo suyo para traer del almacĂ©n.
– Buen dĂa, Julito. ÂżPaseando temprano?
– Buen dĂa, tĂo. No señor, voy en el vasco.
MamĂĄ decĂa “ir a lo del vasco” y afirmaba que decir “ir EN el vasco”, como decĂa el tĂo Gabino, estaba mal.
Naturalmente, yo siempre lo decĂa de esa manera, salvo cuando mi madre estaba cerca y podĂa oĂr.
– TrĂĄigame naco, mijo. – fue a buscar dinero y al volver dijo, como siempre – Fuera cusco.
Pero Nippur no le hizo mas caso esta vez, que todas las anteriores. Estaba muy entretenido tirĂĄndole tarascones a algunas libĂ©lulas que rondaban por ahĂ.
– Perro abombado, mire sĂ va agarrar un alguacil. ÂżCĂłmo era que les decĂa ustĂ©?
Nippur acababa de desmentir al tĂo, atrapado una libĂ©lula al vuelo (pero el bicho se le moviĂł en la boca o algo, porque la largĂł enseguida, sacudiendo la cabeza. Se quedĂł mirĂĄndola con rencor, mientras parecĂa masticarse la lengua.
SonreĂ
– LiblĂ©lulas, tĂo. Le decĂa liblĂ©lulas. – me encogĂ de hombros – era chico.
– Puff, – dijo, poco convencido con mi excusa – sĂ habrĂĄ dicho asĂ hasta ayer o anteayer. Lo que pasa que ustĂ© nunca fue del todo despierto.
VolvĂ a sonreĂr mientras el tĂo me daba el dinero, diciendo: y se me trae una rapadura o algo.
A veces me compraba y a veces, no. Claro que las rapaduras me gustaban, y los helados mĂĄs, pero tampoco era cosa de aprovecharse. No me costaba nada hacerle mandados al tĂo, y ademĂĄs, Ă©l no me pedĂa muy seguido.
Mientras guardaba la plata en el bolsillo de atrĂĄs (mamĂĄ tuvo que hacerme bolsillos traseros en casi todos los pantalones, porque “lo Ășnico que juntĂĄs mĂĄs rĂĄpido que mugre, son agujeros en los bolsillos, Julio Daniel”), el tĂo vio a mi perro mirando el cielo. El mirĂł tambiĂ©n.
– Los animales huelen la lluvia – dijo, señalando a Nippur con el mentĂłn. – por eso hay tantos alguaciles. Se viene linda esta vez; va a llover como para guardar.
HabĂa bastante gente en el almacĂ©n, y, por los pedidos, se veĂa que mamĂĄ no era la Ășnica a la que se le habĂa ocurrido matear con tortas fritas, esa tarde.
– ÂżGrasa y que mĂĄs, vas a llevar, Julito? – algo que me sorprendĂa del vasco, era que siempre sabĂa, y se acordaba, el nombre de todos. Chicos, grandes, gente que iba mucho o poco; el vasco se acordaba.
Claro que, si estaba mal humor, cosa que pasaba medio seguido, te decĂa gurĂ, nomĂĄs. Y si el horno no estaba para bollos, un: ÂżquĂ© vas a llevar?, malhumorado, era todo el saludo que uno recibĂa.
Pero se le perdonaba, porque si estaba de buen humor, te regalaba algĂșn caramelo, o rapadura.
Helado no.
Las ventas iban bien, asĂ que, al salir, la calle me encontrĂł masticando rapadura regalada.
Nippur tenĂa olfato para las tormentas y tambiĂ©n para las golosinas, porque me esperaba con las orejas paraditas.
No entraba.
El vasco me habĂa mirado feo un par de veces cuando Nippur era cachorrĂłn y se habĂa metido, asĂ que tuve que correrlo. Y darle una palmada, tambiĂ©n, por porfiado. Pero lo que habĂa hecho el milagro de que respetara la puerta, fue la vez que perdiĂł medio rabo, bajo aquel mismo techo.
Yo trataba de hacerme el desentendido, el que no lo veĂa, pero el bicho era insistidor y me miraba con las orejitas tan paradas con el rabo. Al final, mirĂ© para todos lados, para que no me vieran, y le tirĂ© el restito que me quedaba.
La cazĂł al vuelo y allĂĄ se fue, contentĂsimo.
DespuĂ©s de almorzar, me escapĂ© de la siesta y me sentĂ© en el fondo, a mirar para afuera. Nippur debĂa estar en su cucha, asĂ que estuve un rato sĂłlo, viendo las rĂĄpidas idas y vueltas de las libĂ©lulas.
Cuando cayeron las primeras gotas, gordas y espaciadas, pensé que donde una sola le cayera encima a un alguacil, seguro que daba con ella en el suelo, pero un trueno fuerte, que se fue murmurando rezongos entre las nubes, pareció indicarles que ya no era seguro estar en mi patio.
El tĂo tuvo razĂłn, lloviĂł mucho, horas; las gotas hacĂan burbujas en los charcos, y los sapos empezaron a croar ya con las primeras gotas.
El olor de la grasa caliente llegaba de la cocina mientras miraba la correntada que se habĂa formado en la canaleta, frente a casa.
De repente, sin poder creer lo que estaba viendo, vi pasar una lata de aceite flotando rĂĄpida en el agua, y detrĂĄs de ella, a un gurĂ que iba perdiendo la carrera contra la corriente.
Me encantĂł la idea.
No tenĂa a mano una lata de aceite, pero sĂ un trozo de madera al que el tĂo habĂa dado forma de barco.
MamĂĄ no estuvo muy de acuerdo que saliera, pero los relĂĄmpagos habĂan parado (hasta yo sabĂa que si uno corre abajo de una tormenta, es seguro que le cae un rayo arriba) y hoy tocaba baño, asĂ que, mĂĄs porque saliera de la cocina ÂĄÂĄestĂĄ la grasa hirviendo, Julio Daniel! que por otra cosa, me dejĂł jugarle carreras a la corriente.
La primera, la perdĂ por destrozo.
Las piedras estaban empapadas, resbalosas y habĂa que tener cuidado de no patinar. Las sentĂa en la planta del pie, tibias todavĂa con el calor de la tarde, filosas bajo mis dedos.
TenĂa que mirar bien por donde pisaba, tenĂa que tener cuidado de no resbalarme, ni patear alguna punta traicionera.
La elecciĂłn era difĂcil, correr con cuidado o ganar
¿Pero, quién ganó una carrera mirando por donde pisaba?
Tuve suerte que una rama caĂda detuviera mi barco, sino, a estas alturas, era seguro que hubiera llegado al mar.
No estaba dispuesto a correr el riesgo de perderlo, asĂ que, lo dejĂ© en el portĂłn de casa; arranquĂ© un trozo de la rama que lo habĂa parado y ya tenĂa competidor nuevo.
PerdĂ de nuevo, pero por poquito, esta vez. MĂĄs o menos, sabĂa por dĂłnde pisar, al volver mirĂ© con cuidado, separĂ© un par de piedras flojas y me grabĂ© en la cabeza el lugar donde estaba una punta fea.
El agua estaba cayendo cada vez mĂĄs fuerte, no era seguro que tuviera muchas oportunidades mas, antes que mi madre me llamara; habĂa que dar el todo por el todo en esta carrera y despuĂ©s, retirarse ganador.
Me esforcĂ© al mĂĄximo, y, esta vez, no hubo corriente que pudiera conmigo, le habrĂa sacado medio metro a la rama cuando pasĂ© frente a casa y, de refilĂłn, vi a mamĂĄ descorrer la cortina.
Era seguro que me iba a llamar, pero tambiĂ©n que no iba a hacerlo mientras corrĂa, no querrĂa distraerme.
SentĂa las gotas golpeĂĄndome el pecho, la cara, metiĂ©ndose en mis ojos, porfiadas.
Escuchaba cada respiraciĂłn, agitada por el esfuerzo y por toda el agua en el aire. Mi corazĂłn bombeaba fuerte, lento, lo que era raro, pero notaba cada latido en mis oĂdos.
Las cosas parecĂan volar a mĂ alrededor y supe que podĂa dar un poquito mĂĄs.
Aceleré todo lo que pude, para que mamå viera un amplio triunfo y resbalé.
DoliĂł.
DoliĂł mucho y en varios lados.
Fue un golpe, varios golpes feos; tanto que mi madre ni me rezongĂł cuando me levantĂł del charco donde estaba tendido, llorando.
Dio un respingo cuando vio mi rodilla. Una piedra filosa me habĂa abierto una herida larga y profunda.
Sangraba mucho; entre las lågrimas vi algunas gotitas caer a la corriente y diluirse. No sé por qué, eso me hizo llorar mås fuerte.
MamĂĄ me limpiĂł la herida con cuidado, despacio y tratando que ninguna piedrita o suciedad quedara en la herida.
Pero la sangre no paraba y me dijo que habĂa que limpiarla con agua oxigenada; dije que no iba a llorar, cuando me dijo que capaz que me ardĂa.
Pero lloré de nuevo, porque la herida era honda y vi cómo la piel se separaba cuando me puso el chorrito.
ReciĂ©n despuĂ©s de estar bien vendado, y que mi madre se desahogara de todos los rezongos que no me pudo dar cuando me caĂ, pude comer mi primer torta frita.
Por lo menos, mamĂĄ me habĂa dejado el tarro de dulce de leche y le pude poner bastante.
Cerré los ojos mientras masticaba y suspiré.
– Permiso – el tĂo Gabino me miraba con semblante preocupado, y evitaba mirarme la venda, como con miedo de hacerme doler si posaba los ojos en ella.
Se quedĂł poco, y creo que medio fue un alivio para Ă©l, que mamĂĄ le dijera que “me dejara descansar”.
Cuando salĂa, dijo: SĂ serĂ© abombado, casi me olvido.
Y dejĂł el barquito a mi lado.
No corrĂ mas, esa tarde, pero mi barco viajĂł muy lejos en las corrientes de mis sĂĄbanas.