Cuando mi tío me ganó al rompecabezas

Resulta que una vez anduve medio ofendido con el tío Gabino.
Como tres días sin ir a comer la grasita de los churrascos estuve.

Había pasado a cuarto año con buena nota y estaba contento. Todo orgulloso de mí mismo, yo.
Mis padres me habían prometido un regalo y no daba más de ganas que me lo dieran.
Pensé que podía ser una miel que me gustaba y que papá traía a veces de campaña, cuando volvía de montear.
Había algunos camoatíes cerca de árboles de naranjas o de limoneros y la lechiguana quedaba con gusto rico.
Me gustaba mucho y más cuando mi madre me dijo que la flor del limonero tenía un nombre lindo.
Entonces, yo siempre esperaba que me trajeran la dichosa miel de azahar.
No sabía escribir el nombre, así que le pedí a mamá que me enseñara.
Capaz que, si lo escribía bien, la miel prometida llegaría antes.
Pero un día llegó lo prometido y no era miel, sino una caja (envuelta con papel de regalo y todo) que no dejaba adivinar que podía tener adentro.

– Ah, ¿no es miel de azahar?
– No sea bobo, mijo. La lechiguana de limonero sale en invierno.

Él nunca la llamaba por el nombre de la flor; me va salir fresco el gurí si sabe el nombre de todas flores, lo oí decir.
No me pareció conveniente corregirlo y la verdad, la famosa cajita me estaba llamando y la curiosidad me picaba bien fuerte.

¡Un rompecabezas! ¡Pero si salían un platal!

Casi no podía creer la suerte que tenía.
Cuando lo vi por primera vez, paseando por Lecueder, mamá se lo mostró a mi padre y casi le da un ataque.

– Pero eso es un platal. ¡Si está todo roto!

Mi madre lo miró con cara de “no te hagas el bobo” y él me miró.
Puse mi mejor cara de yo no fui.
Aquello le gustó tan poco cómo el precio del cuestión, así que miró a mamá de vuelta.
Pero ella se había cruzado de brazos y le dijo: vení negro, vení que te quiero decir una cosa.

No supe que habrían hablado, pero cuando terminaron mi padre me miró como si yo tuviera la culpa de todo.
Ellos eran así. Mi padre trabajaba, traía la plata y mandaba.
Pero si a mi madre se le metía algo entre ceja y ceja, el viejo llevaba las de perder.
Podía enojarse, hacerse el ofendido y hasta pegar unos gritos, pero mamá, bien tranquila, lograba lo que quería.
Yo me había olvidado de eso hasta que papá apareció con el rompecabezas; orgulloso como si lo hubiera cortado él mismo.
Fuerte abrazo para él, otro más largo para mamá y me hubiese ido corriendo a lo del tío Gabino a mostrarle, si ella no me dijera (con tono áspero).

– No hace falta que vaya corriendo. Le puede contar a su tío cuando quiera, pero el rompecabezas se queda en casa. –

Me quedé helado.

– Pero mamá…
– ¿Que parte del “se queda en casa” te cuesta entender, Julio Daniel? – dijo bien tranquila.

Ay, ay, ay. ¡Los dos nombres!
Quietito y calladito había que quedarse. Y decir Sí a todo.

– Sí señora. – bajé las vistas y me fui a sentar en la mesa del comedor.

Mi padre amagó a decir algo, pero un ¿Sí? lo dejó calladito también. Salió.
Mamá se sentó al lado mío y me empezó a mostrar cómo era.
Estaba medio ofendido con ella, pero al ver cómo, de a poco, se iba formando el dibujo, me olvidé de todo y sólo veía las piezas de colores.
Al otro día ya me consideraba un experto y le fui a contar al tío mientras desayunaba.
Él comía churrascos de mañana y me daba a mí la carne gorda.
Yo hamacaba las piernas mientras le contaba.

– ¿Así que lo hace rápido? ¿No me miente? Pa mí que es lento usté – agregó, mirándome de reojo.
– ¡Ja! – le dije – A usté le gano de ojo cerrado.
El viejo largó la carcajada.
– Pero yo tendría que meterle un rebencazo!

Sabía que no lo iba a hacer, pero el tío Gabino me sorprendió diciendo: Tendría que meterle un rebencazo, pero le vua hacer algo peor, le vua ganar.

No lo podía creer, me quedé de boca abierta. Si me hubiese dicho que las vacas volaban me hubiera sorprendido menos.

– Pero mi madre no me deja sacarlo…
– Ah, bueno. Si tiene miedo de perder, no pasa nada mijo.
– No, no. No señor, lo que pasa es que…

Me dio un pedazo de grasita y me dice, no hable con la boca llena.
Yo masticaba y masticaba (me había dado un pedazo de nervio, pero me di cuenta mucho después) y pensaba y pensaba.
Él me miró medio con lástima y me dice: Igual mijo, no pasa nada. – Y siguió comiendo, sin mirarme.

Un hombre es un hombre, aunque tenga ocho años y hay cosas que no se pueden dejar pasar. Si a uno le mojan la oreja, no se puede quedar quieto.

– ¿Sabe qué? Mañana lo traigo – y lo miré serio.
– Pero su madre…
– Usté quédese tranquilo que yo mañana lo traigo.

Me levanté y me fui sin terminar de comer. Caminaba bien enojado y a cada paso me convencía más que el tío me estaba mirando.
Y que se reía.
A la tarde, a la hora de la siesta, sentía que el rompecabezas me llamaba, como que me decía: vení, vení. Practicá.
Pero yo sabía que le ganaba igual al tío, no iba a andar mariconeando como si no lo supiera armar.

– Con los ojos cerrados lo armo. – dije.

Dormí mal esa noche. No sé qué habré soñado, pero dormí mal.
De mañana preparé todo pero mi madre no se iba.
Esa era una trampa que le había hecho al tío, yo le había dicho mañana porque mi madre tenía que hacer unas vueltas.
Pero yo había dormido horrible y ella no se iba más.
Y pa pior, tenía sueño.
Cuando mamá se fue yo esperé un rato por si volvía y allá marché para lo del tío Gabino.
El viejo me esperaba en el frente de su casa; con una sonrisa de oreja a oreja, me esperaba.
De vuelta sentí que el tío se reía mío, pero no iba a aflojar.

– Pensé que no iba a venir, mijo. Casi voy a preguntar si estaba enfermito o algo. – todo buena voluntad el tono, pero no me convencía.
– Traje el cuestión – dije a modo de saludo, mostrándole la caja debajo de mi brazo.
– Bueno, viene seria la cosa. ¿Empieza usté?
– Como quiera, yo le vua ganar igual – me salió medio fuerte el tono y me enojé conmigo.
– Bueno, yo ya le di cuerda – dijo y puso su reloj arriba de la mesa.

Cuando me dio la señal, di vuelta la caja y una lluvia de piezas cayó sobre la madera.
Muy comedido, el tío me iba diciendo los minutos a medida que pasaban.
Luego de un rato parecían que pasaban más rápido y las piezas se me escondían.
Empecé a sentir el calor, el canto de los pájaros parecía más fuerte de lo normal.
Un mosquito me picó el pie y me daban ganas de rascarme, pero la cuenta de los minutos avanzaba cada vez más ligero y no quería perder tiempo.
Menos ahora que hacía rato que no colocaba ninguna pieza en su lugar.

– Capaz que esta va ahí, Julito – dijo una voz a mi lado. El tío sostenía una ficha entre los dedos, sonriendo amable.
– No me ayude, no preciso. Yo puedo. ¡Gracias!

Él levantó las manos, como diciendo que no había querido molestar, pero miró su reloj y dijo veintitré.

¡¿¿¡Veintitrés!??! ¿Cómo podían ir ya veintitrés minutos?

Bajé la vista y traté de concentrarme.
Por el rabillo del ojo vi que el tío hizo un movimiento raro con las manos, pero me obligué a no mirarlo.
No me iba a dejar distraer.
Para cuando dijo veintiocho me faltaban bien poquitas fichas. Me apuré más y para cuando dijo treinta me faltaban tres.
¡¡Pero sólo quedaban dos!!

Lo miré al tío y dije: ¡Falta una!
– ¡No! – dijo, luego preguntó – ¿Sí?
– Sí, mire. Me quedan tres lugares y sólo quedan dos.

Puse las que me quedaban en su lugar y le señalé mi rompecabezas rengo con las dos manos.

– Mire.

Él miró, asintió con la cabeza con gesto preocupado y dijo, treintidó.
Yo lo miraba, miraba el agujero enorme que dejaba esa ficha faltante y no me salía palabra. Sólo señalaba con las dos manos, como empujando.
El tío volvió a mirar la mesa y dijo: Pa mí que se le cayó al traerla.

– Contó cuantas eran antes de empezar?
– No, no. Usté vio que no las conté. Pero ayer estaban todas.
Treintitré.

Medio traté de convencerlo que la cuenta debía parar, si no aparecía la ficha debía parar.
– No señor, si usté fue el que habló de más tiene que apechugar ahora.

Iba a seguir discutiendo, pero cuando dijo: ¡treinticinco! no hubo más que hablar.
Me puse a buscar la ficha por abajo de la mesa, en la caja, por el camino y hasta fui corriendo a casa a revisar en la cómoda.
La pieza seguía tan desaparecida como el treinta y cuatro.
Busqué, busqué y rebusqué, pero la ficha no aparecía. Lo único que había era la cuenta que aumentaba inexorable.
La sonrisa campechana del tío también se había ido.
Sólo miraba el reloj.

Para cuando escuché el cuarenticuatro me di cuenta que la ficha no iba a aparecer.
Me decía todas las palabras prohibidas por no haber practicado.
Capaz que al hacerlo veía que faltaba una pieza y no pasaba esto.
Perdía y además quedaba como un descuidado.
Derrotado, fui hasta lo del tío, y luego de escuchar, ¡cuarenticinco! Admití que no encontraba la pieza faltante.

Él bajó el reloj, me preguntó si estaba seguro, si había buscado bien por todos lados, si de verdad me rendía.

Yo no había pensado en la posibilidad de rendirme, pero estaba tan abatido por la pérdida de la pieza que dije que sí.

– Sí, tío, me rindo.

El frunció el ceño, asintió y dijo.

– ¡Qué macana! Bueno, cuando van cuarentisiete minuto, el Julito se rinde.

Yo me senté en la silla donde había tratado de armar el rompecabezas, con la cabeza baja.
La madera se había calentado con el sol pero casi no la sentí.
El tío me tendió su viejo reloj y dijo
– Bueno, me tendrá que tocar a mí.

Sin entender miré el reloj, lo miré a él, y lo vi poner la ficha desaparecida en su lugar.
– ¡Ja! – dijo – ¡Lo terminé en menos de un minuto!

Se tiró para atrás y largó la carcajada.
Yo me paré bien durito. Junté todas las fichas, las puse en la caja y me fui a casa sin hablar.
Sólo dejé la pieza que el tío Gabino había escondido.

– Julito – me llamó – Julito era una broma, mijo. No se enoje.

Estuve como tres días sin ir a comer la grasita de los churrascos.
Hasta mamá me preguntó si no quería ir un rato a lo del tío.
No quise.
Al tercer día me llega una cartita de su puño y letra.

“Aquí está su ficha, mijo querido. Fíjese en el reloj si no será tiempo de ir perdonando a su tío, que lo quiere mucho y le pide disculpas”
Me había traído el reloj sin darme cuenta. Fui a la cómoda, la abrí y ahí estaba.
Lo miré hasta que las lágrimas me impidieron ver que las agujas no se movían.
El reloj no funcionaba.
El viejo había estado casi una hora mintiéndome el avance de los minutos…
Me tragué el sollozo y me dije: ¡Qué viejo sabandija! ¡Una hora se estuvo aguantando!

Y no tuve que aguantar las lágrimas porque la risa las barrió.
Me fui corriendo a abrazarme con el tío Gabino.

Pero no le devolví el reloj.

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