El bosque oscuro

Mientras Atenas crecía en influencia y poder, los espartanos no miraban esa amenaza con los brazos cruzados.
El poder emergente de la polis era una amenaza grave a la seguridad y el liderazgo de Esparta; la guerra en el Peloponeso era, pocos lo dudaban, inevitable.
El concepto de “la trampa de Tucídides” habla de cómo un poder predominante responde a otro creciente que amenaza su hegemonía.
Pero no fue sólo el general e historiador griego quien reparó en eso, muchas acciones bélicas preventivas pueden explicarse con esa idea.
Como la ciudad que construye diques para controlar el río cuyas aguas embravecidas podrían arrasarlo todo.

La profesora cerró sus apuntes y bajó del estrado sin dedicar otra mirada a sus alumnos. Normalmente alguno de ellos saldría a su encuentro y le entretendría por algunos minutos. Aquellas charlas no consistían, mayoritariamente, más que en consultas de horarios o contenidos, información que podía encontrarse en la web de la universidad. Pero, en algunos casos, la conversación evitaba aquella rutina de obviedades y se volvía algo enriquecedor para ambos.

No fue así, ese día, llegó a su auto y dejó sus apuntes sobre el techo mientras buscaba las llaves. El viento movió apenas las hojas de su agenda aunque sin la fuerza suficiente para volverlas.
Llegó a casa cuando la luz comenzaba a menguar, siempre lo hacía más temprano en el bosque.
El bosque oscuro, pensó.
Y sonrió mientras ponía música, estaba sola, su hija vendría recién mañana, así que se sentó a planificar con una copa de vino al alcance de su  mano.
Si la trampa de Tucídides hablaba de qué haría un imperio dominante ante el riesgo de la emergencia de otro que amenazara el status quo, la teoría del bosque oscuro intentaba explicar, de manera fatalista, por qué todavía nos preguntamos si estamos solos en el universo.

Si una civilización alcanzó el grado tecnológico de poder volar más allá de su planeta de origen, lo hizo tras generaciones, siglos, de violencia y guerras. Todos los seres vivos compiten, a veces a muerte, por territorio, por alimento, por ser el que tenga el derecho a transmitir sus genes.
Y es una visión romántica, tonta incluso, creer que la violencia premeditada, la guerra, eran  patrimonio exclusivo de los hombres.
Su puesto como catedrática de historia se debía, en gran parte, a la única guerra civil en la que los hombres no fueron más que espectadores.
De hecho, no hombres, sino una mujer, la doctora Goodall, que documentó la guerra entre dos clanes de chimpancés en Tanzania.
Fue tras escuchar una conferencia de aquella mujer de pelo blanco y hablar dulce que decidió dedicarse a la docencia.
Lo hizo en una ámbito que poco tenía que ver con las Tanzania, pero que, en muchos casos, era tan implacable y competitivo como la selva.
La doctora Towers tenía claro, y años de estudios no habían hecho más que acentuar su convicción, de que muy pocos habían sido lso encuentros entre civilizaciones que habían acontecido sin derramamiento de sangre.
La paz es la excepción, no la regla.

Y la teoría del bosque oscuro era reconocer eso, pero llevado a escala galáctica.
Si alguien cree estar sólo en un bosque y enciende una linterna para alumbrarse, puede que encuentre el camino que busca, pero también, e inevitablemente, delatará su posición a cualquier depredador que se encuentre en las inmediaciones.
Si una civilización inmadura, ingenua aún ante todo lo que no sean sus pares, comienza a emitir mensajes al éter, estos pueden llegar a oídos indeseados.
A los depredadores escondidos en la fronda.
La teoría del bosque oscuro habla de que es una suerte no saber de otras civilizaciones porque bien podrían sentir como Esparta ante el crecimiento de Atenas, y bien podrían tomar la misma decisión que los espartanos tomaran, milenios atrás.
El ataque preventivo antes que la molestia se convierta en amenaza.

La doctora Towers conocía esas teorías y le parecían plausibles.
Pero no pensaba en ellas, ¿para qué hacerlo?
Para qué pensar que ocurriría si una civilización lejana y hostil registrara nuestras primeras emisiones de radio…
De nada serviría entretener aquellas ideas que poco se diferenciaban de la fantasía.
Y, ¿qué otra cosa que angustia le traería saber que nuestras emisiones ya habían sido detectadas y el depredador se acercaba, lenta, inexorablemente?

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