Las nubes negras, cargadas, llenaban el cielo de promesas diluviales, mientras miraba a través de la ventana, esperando reconocer la cadencia de tus pasos apresurados.
Pero la lluvia empezó, gota a gota, torrencial, antes que pudiera reconocerte.
Y el reloj, que hasta entonces, avanzaba perezoso, ahora corría, las agujas empujándose entre sí.
Los charcos habían crecido, habían sido lagunas un momento, y ahora, sin el maná que les alimentara desde el cielo, mermaban despacio, turbios, removidos por mil pasos sin nombre.
El tic tac confirmaba cada segundo que el tiempo era indiferente a si habías llegado o no.
Mi aliento empañó la ventana, escribí en ella una palabra, como hubiera hecho un niño, y le sonreí.
Sonó el teléfono, ese teléfono que nunca contestabas, caminé hacia él, sonriendo todavía, pues te sabía molesta por el atraso.
Pero la voz de un hombre, grave, tensa, preguntó mi nombre.
Y yo miré el tuyo, que se desvanecía en el vidrio de la ventana.