El prestamista

Uno de sus porteros entró para avisarle que alguien esperaba afuera.
Asintió y esperó la descripción. Los poderosos son parcos.
– Estuvo diez minutos buscando la puerta. Caminó de arriba abajo mirando este papelito. –
Extendió el brazo y su hombre de confianza le dio un trozo de papel arrugado, con su dirección dibujada con letra casi infantil. Nunca dejaba de sorprenderle lo mal que escribían sus clientes, pero esa era la primera vez que veía la palabra Bolívar con la b y la v invertida.
Dejó el papel sobre su escritorio.
– ¿Quién?
– Minguta. No parece paraguayo, (no se parece a nada, en realidad) pero dice que fue Minguta quien le habló de usted.
Minguta le mandaba clientes muy de vez en cuando, gente pobre, paraguayos en su mayoría.
Pedían poco, eran buenos pagadores y entendían cuando se les hablaba en serio. Y no iban a la policía.
Poco riesgo, en general. Pero siempre había que estar atento.
– Que pase.
El portero mantuvo la puerta abierta hasta que el hombre pasó y volvió a su puesto.
Dos en la puerta, uno en “la sala de espera” y otro allí, a sus espaldas.
Todos de confianza, todos callados y con memorias que sabían fallar en el momento adecuado.
El portero tenía razón, había dicho que este hombre no se parecía a nada (comentario que le había molestado un poco) y tenía razón.
Alto, ancho de espaldas, poco abrigado para el frío que hacía. Un buzo muy viejo y de mangas cortas que dejaban asomar las muñecas de unas manos enormes.
Una bolsa de las que su madre llamaba “chismosas” parecía llevar todo lo poco que tenía.
Bien a la vista, sin peligro, tal vez por eso sus hombres lo habrían dejado pasar con ella.
Pero eso era peligroso, decidió que haría golpear al que lo había acompañado.
No sólo por no haber requisado la bolsa, sino por su comentario. Los hombres que trabajaban con él por sus músculos, además de fieles, debían ser callados.
El hombre no se había alejado de la puerta, estaba quieto, sus ojos iban de la punta de sus zapatos a la mitad del escritorio.
Le indicó que se acercara y tomara asiento.
El hombre siseó un “con su permiso, mi señor” y se sentó muy tieso, en el borde de la silla, pronto a pararse de un salto si así se lo ordenaban.

¿Cómo era que decía Abraham cuando veía a un boliviano o paraguayo particularmente feo?
No habló con él hombre hasta dar con la respuesta, hacerlos esperar era otra forma de conocerlos; los que hablaban o se movían mucho no eran buenos pagadores y se iban con los bolsillos vacíos.
Este hombre se mantenía quieto, aunque se le notaba terriblemente incómodo. Quieto y en obstinado silencio. No, obstinado no.
En un respetuoso silencio.
Eso estaba bien.
Mandíbulas grandes, fuertes y sólidas, pómulos salientes, macizos. Una cara grande que podía transmitir decisión.
Pero la imagen se rompía con un cráneo diminuto.
Mucho más chico de lo que debería. Un cráneo varios talles más chico que el resto de la cabeza.
Un cráneo de un hombre estúpido, primitivo.
¡¡Eso!! Cuando Abraham veía a un hombre como este (aunque no tan particular como este) preguntaba: ¿Éstos no estaban extintos ya?
Que personaje su primo Abraham, se había ido a la patria cuando la guerra del sesenta y siete.
Salió al quinto día y llegó con la guerra terminada hacía dos.
Pero allá se quedó. Siempre prometía volver, nunca lo haría.

Preguntó al hombre que necesitaba y dejó de oírlo ni bien empezó a hablar. Sólo registró la cifra que pedía (nada que no fuera habitual) y su mente volvió a su infancia.

El primo Abraham era más que un hermano, era su compañero de la vida.
Pensó que tal vez él mismo podría viajar a la patria y verlo, el señor sabía que hacía años que acaricia la idea.
Y a su esposa, siempre muy devota, le encantaría la idea. Visitar Jerusalén, el muro de los lamentos y la tierra prometida, sería lo más grande de su vida.
Sólo debía terminar con ese prestamista que había aparecido y le estaba robando clientes.
Nada muy ruidoso, pero esas cosas no se podían dejar crecer. Sino el trabajo era doblemente pesado y podía llamar la atención.
Le hacía falta averiguar quién era para hacer un golpe quirúrgico. Pero el problema era que nadie lo sabía.
Corrían todo tipo de historias y rumores sin sentido.
Turco, judío, armenio y hasta paraguayo; si se hacía caso a los rumores, ese hombre tenía más nacionalidades que ninguno.
Debía averiguar quién era y ser cuidadoso.
La discreción siempre era buena. La historia de su pueblo sabía que, como decía su padre: “Cuando levantamos mucho la cabeza, nunca faltó quien quisiera cortarla”
Sí señor; la discreción era buena.
Accedió a prestar un ochenta por ciento de lo que el hombre pedía, no porque no pudiera con la cifra completa, sino porque no se podía acceder a todas las demandas sin regatear un poco.
El hombre se mostró muy agradecido y estiró las manos como para estrechar las suyas.
Pareció más incómodo que nunca al bajarlas sin su saludo.
Salió casi corriendo.
Ya lo había olvidado cuando el hombre le dio la espalda para salir.
Sacó su cuaderno de contabilidad y anotó con precisa letra de contable: Ungido Villar (¡Ungido! los paraguayos eran crueles a la hora de bautizar a sus hijos) anotó la cifra y el plazo.
Miró su reloj y decidió salir a almorzar temprano.
Mientras encajaba con cuidado su brazo débil en el sobretodo que su guardaespaldas sostenía, vio la bolsa que el paraguayo había dejado olvidada.
Pegada a su escritorio, por eso no la habían visto.
Tan estúpido como parecía. Volvió a recordar la frase de su primo y sonrió.

La explosión barrió su pequeña oficina y mató también al guardia en la sala de espera.
Los hombres que vigilaban la puerta se precipitaron hacia adentro, en un inútil esfuerzo por ayudar a su jefe.
Eso dio tiempo al prestamista a girar la esquina sin que nadie reparara en él.
Había algunos trabajos que eran necesarios hacer y para los que ningún hombre es lo suficientemente confiable.
Esos trabajos debía hacerlos uno mismo.
Y, cuando la naturaleza te beneficia con un disfraz natural, uno no puede menos que aprovecharlo.
Muchos decían, afirmaban y estaban convencidos que su apariencia estúpida era sólo inferior a su estupidez.
Y se sorprendían (mortalmente, a veces) al descubrir su error.
Su rostro primitivo era un disfraz perfecto, nadie sospechaba de él porque parecía demasiado estúpido para ser peligroso.
Su apariencia era el mejor aliado de la discreción.
Y la discreción siempre es buena…

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