Había una vez una mariposa. Una mariposa de un brillante azul metálico.
Una Lysandra Ishtaraye, aunque el común de la gente la llamaba “niña azul”.
Había una vez una mariposa, y esa mariposa era la obsesión de Francisco Sosa…
Mamá cuidaba de él.
Lo hizo en la escuela, en el secundario y mientras cursaba la carrera de contaduría.
Mamá tenía que hacerlo porque no había señor Sosa. Nunca lo había habido; Sosa era el apellido de mamá.
Un día, mamá decidió recompensar su esfuerzo y dedicación con un paseo.
Recién había terminado las clases, había logrado la bandera de Artigas. Ella sabía que merecía el pabellón nacional, se lo había dicho, indignada a esa mujer estúpida que era la maestra de quinto (¡era separada y hasta tenía novio!) pero ella le contestó que los niños votaban; ellos elegían a quien correspondía cada bandera.
¿A quién se le podía ocurrir dejar votar a un niño? Todos eran estúpidos, todos eran malos e irrespetuosos.
¿Pero que se podía esperar? Con una maestra que tuviera novio, la educación jamás sería la adecuada.
Más allá de la vergüenza horrible que Francisco sintió ese día, la verdad es que agradeció no haber sido elegido.
Para mamá fue un golpe, pero él hubiera preferido ser uno de los cientos de niños ignotos en las filas, en lugar de estar parado allí, frente a todos.
Al dejar la escuela, airada, mamá le había prometido llevarlo a pasear.
Nada que lo agitara o despertara su alergia, naturalmente, sino un paseo tranquilo, propio de un niño frágil como él.
La playa era impensable, había demasiado sol, arena que se le metía a uno por todos lados (“en las partes”, decía mamá) y el agua estaba sucia y podía ahogarlo. Y mamá no podría soportarlo.
El zoológico estaba lleno animales; el centro, lleno de humo y ruido (además de gente que no lavaba “sus partes”) y los parques estaban llenos de perros y parejas que se besaban en público.
Fueron a un museo. Mamá decía que estaba lleno de pintores modernos, pero algunas obras eran bellísimas y Francisco hubiera querido tener más tiempo para admirarlas. Mamá se estaba aburriendo y ya había insinuado un par de veces que le dolían los pies y el polvo le molestaba.
Pero olvidó todo cuando, en una pequeña sala, casi escondida, al fondo, encontraron una exposición de insectos disecados.
Había un joven, de gruesos lentes reparados con cinta adhesiva, que trató de explicarles, con entusiasmo no compartido por mamá, todo lo que veían y las particularidades de cada ejemplar.
El único momento donde mamá pareció animarse fue cuando se dio cuenta que en una de las bandejas había un espacio vacío.
– ¿Que pasó acá? Te quedó incompleto esto – dijo en tono acusador. El muchacho se veía visiblemente incómodo.
– No, señora, no lo hice yo. Esta exposición tiene veinte años, yo sólo soy un estudiante.
– ¿Entonces, a esta que iba acá, la sacaste vos? – levantó su índice corto y gordo, acusador – Porque ustedes, los jóvenes, hacen maldades, por hacerlas nomás. Se emborrachan y hacen macanas; hacen cosas.
Antes que el pobre joven se repusiera de la sorpresa, mamá tomó al pobre Francisquito de la mano y lo sacó casi corriendo de allí.
– ¿Viste cómo se puso? – Dijo mamá, airada mientras esperaban en la parada – Seguro que ése anda en algo; capaz que hace pasar a la novia de noche y hacen cosas…
Francisco lo dudaba mucho. No estaba muy seguro de que significaría “hacer cosas”, pero dudaba que aquel joven, con lentes remendados y caspa en los hombros, tuviera una novia con quien hacerlas.
Su madre lo encaró y le dijo, muy sería: Vos prometeme que nunca vas a andar haciendo cosas por ahí – se llevó la mano al pecho donde, debajo de aquel enorme seno, debía latir su atormentado corazón – Prometeme, Francisco, prometeme que nunca le vas a hacer algo así a tu madre.
Francisco, aterrado, estaba dispuesto a jurar, prometer, o lo que fuera necesario para que le creyera, que jamás le haría algo así a su madre.
Mamá pareció dudar de la promesa de su hijo (los hijos te hacen sufrir, Francisco) pero la llegada del ómnibus, pareció distraerla de aquella duda.
– Esa mariposa debía ser la más linda – dijo mamá con expresión soñadora – por eso se la regaló a la novia; sin duda.
Pasado un rato, continuó: Que lindo sería tener alguien que te regale cosas lindas…
Probablemente, habría seguido en esa nebulosa hasta recordar que los hombres “sólo la quieren a una para hacer cosas”, pero una frenada brusca, hizo que el tema cambiara a otro de sus favoritos: en la calle están todos locos, nadie respeta nada.
Pero Francisco no la escuchaba. Sin saberlo, había sembrado en su hijo una idea que, al día siguiente, lo llevaría a hacer algo inaudito: faltar a clases.
Mamá siempre acompañaba a su hijo a la escuela, lo habría hecho hasta el salón sí aquella separada lo permitiera.
Pero no, aquella mujer ni siquiera les exigía formar filas; los dejaba entrar a medida que entraban. ¿Que se podía esperar de una mujer así?
Francisco entró a la escuela y, antes de doblar para ir a su salón, saludó a su madre, que lo miraba como un exiliado mira a la patria que deja.
La fila en la que estaba su salón lo cubría de la mirada de su madre, así que protegido por él, caminó hasta el muro al otro lado del patio y sin dudarlo, saltó por encima.
Esperó algún grito o algo que le indicara que lo habían visto, pero no. No hubo nada.
La maestra apenas parecía recordar su nombre, así que difícilmente notara su ausencia, y, aunque lo hiciese (como ocurrió) pensaría que aquella arpía lo había vuelto a llevar al médico.
El Dios de los evadidos volvió a sonreírle cuando, al llegar a la parada, pasaba un ómnibus que lo dejaba cerca del museo.
El joven seguía allí, con su cara de asombro perpetuo detrás de los lentes. Cuando lo reconoció, miró casi con pánico hacia la puerta, esperando que aquella mujer horrible volviera a aparecer y tardó en convencerse de que no vendría.
Se sorprendió un poco con la pregunta del niño, pero cuando Francisco, así se llamaba el escolar, le pidió que se lo deletreara, olvidó cualquier prurito que pudiera tener.
Las horas pasaron volando, y Francisco saltó nuevamente el muro de la escuela, justo cuando el timbre comenzó a sonar.
Su madre jamás sospechó nada, pero él tenía el nombre que necesitaba para el regalo que mamá tanto merecía.
Recordar a mamá fue una puñalada en el corazón. Hacía dos años, ya, que había fallecido (uno de esos paros cardíacos que siempre decía que se la llevarían) pero la herida seguía abierta.
La azafata se acercó, amable, preguntando si algo estaba mal. “Sí, estúpida perra, mi madre murió y vos te debes acostar con todos los pilotos”
– No, joven – trató de sonreír – temo volar. Nada más.
Las “niñas azules” sólo se daban en España, en una pequeña región en los límites de Valencia, Aragón y Cataluña. Prácticamente se habían extinguido, eso hizo tan difícil hacer en vida el regalo que mamá merecía.
Había que ir y tratar de atrapar una, in situ. Aunque eso significara vencer su miedo a volar y pasar luego un largo tiempo buscándola en campo abierto.
A decir verdad, todos lo atendieron muy bien, muy amables, muy atentos.
Consiguió locomoción con absoluta facilidad y se sorprendió al comprobar que los arreglos que había hecho desde casa, no escondían sorpresas, no lo habían estafado.
Se sintió incómodo, algo tenía que estar fallando, la gente siempre se reía de él, o de mamá (que en paz descanse), algo debían estar ocultándole.
Selv resultó ser casi un pueblo fantasma, no vio niños, ni jóvenes en las calles, sólo ancianos, que lo miraban pasar con ojos aburridos.
En la posada lo atendió la persona más joven que había visto hasta ese momento, una mujer cincuentona, de labio leporino. Aunque había sido sometida a una operación para solucionar su problema, aún hablaba con un tono nasal que, sumado a su español catalán, hacía casi imposible entender lo que decía.
La mujer comprendió que su huésped no la entendía y se calló, dejando una oración inconclusa.
– Se desayuna desde las siete – dijo, dándole las llaves. Francisco la miró sin decir nada, la mujer se movió incómoda y llamó: ¡Josep!
Apareció un joven, con lentes de marco grueso y ropa muy informal.
– Acompaña al señor a su habitación – el joven miró a la puerta por la que había entrado; una joven (hermosa, arreglándose el bretel) se asomó. Sonrió cuando la mujer dijo: No te preocupes, te va a esperar. Igual, siempre está aquí.
La habitación era espartana, sin lujos, pero perfectamente limpia, Francisco que era muy puntilloso al respecto quedó complacido.
También con el paisaje que se veía desde su ventana, un valle descendía desde la loma en la que estaba el pueblo.
Prados, aparentemente salvajes, de un verde amarillento, las colinas parecían retener el aire húmedo del mediterráneo.
Respiró hondo, aire seco, sano.
Francisco durmió bien esa noche. No lo habría creído posible, pero el cansancio del viaje pesó más que la ansiedad de estar tan cerca de conseguir el regalo de su madre.
Bajó a desayunar cuando sintió el aroma del pan recién horneado. Un desayuno simple pero abundante lo dejó satisfecho.
Pensó en salir sólo, por su cuenta a buscar a su mariposa, pero, por lo que había leído, sólo salían cuando el sol estaba alto.
La posadera lo confirmó.
– ¿Niñas azules? Casi ni se ven; Tiene que hacer calor y no haber viento, pero quedan muy pocas.
Francisco pasó cuatro tardes seguidas en el campo, caminando con cuidado bajó el sol, pero fue inútil.
Había una brisa bastante intensa, viento en algunos momentos, que bajaba por las laderas. Ninguna mariposa podría mantener el vuelto en esa corriente.
Al volver a la posada, el cuarto día, se torció un tobillo. Había caminado por los campos hasta el anochecer, no vio un hueco entre dos piedras. Tuvo suerte de no quebrarse, pero al día siguiente, cada paso era una tortura.
Pero esa era la última jornada allí, sí no encontraba la mariposa, debería volver a casa habiendo fracasado en el único objetivo que lo había acompañado toda la vida.
Cuando la posadera vio que no podría convencerlo de quedarse, le ofreció un bastón. Un viejo bastón de montaña, pesado y con punta metálica, ideal para terrenos agrestes.
Podría haber dicho que no, pero se daba cuenta que sería una descortesía, además de una estupidez; la mujer le hacía un honor, el bastón era, a todas luces, un recuerdo familiar y, en segundo lugar (y tal vez, mas importante) lo necesitaba.
La última tarde fue la más larga, agotadora y angustiosa de toda su vida, a cada minuto sentía el dolor y la frustración crecer en su interior.
El bastón le ayudaba, pero el caminar con él, hacía que, además del tobillo, le doliera todo el brazo y la espalda.
Su voluntad lo empujó toda la tarde, pero llegó un momento en que su cuerpo dijo basta.
Se sentó bajo una roca, estiró la pierna con cuidado y se sorprendió al ver lo que le costaba estirar los dedos. Se había aferrado al bastón, como a su esperanza y ahora, con los dedos agarrotados, reconoció que había fallado.
Lágrimas caían mansas por sus mejillas, las sentía correr calientes, pero no tenía fuerza ni ganas para secarlas.
El viento se había detenido por fin y el calor empezó a molestarle, iba siendo hora de volver a la posada.
Sintió la mano pegajosa, al mirarla vio las ampollas reventadas en su palma. Las miró largo rato hasta que un movimiento llamó su atención. El hijo de la posadera bajó a pocos metros de donde estaba y, con un suspiro, empezó a orinar.
Francisco sintió que la risa lo invadía, pero no quería hacer pasar al muchacho por la vergüenza de haber sido descubierto orinando en el campo. Quién sabe qué pensaría.
Pero la magia hizo que Francisco quedara helado, pues, cuando el muchacho terminó, algo llamó su atención.
Lo vio pocos segundos antes que Francisco, pero también lo mantuvo quieto.
Una “niña azul”, una Lysandra Ishtaraye; la bellísima mariposa azul que, siendo niño, hubiera prometido regalar a su madre, había aparecido.
Y era maravillosa, era hermosa, una imagen del paraíso, una veta de lapislázuli en el aire de la tarde.
Pero el muchacho hizo un movimiento brusco, la atrapó en vuelo y, antes que Francisco pudiera reaccionar, se alejó caminando a buen paso.
Olvidando todo cansancio y dolor, Francisco lo siguió, quiso llamarlo, pero no recordaba su nombre.
Cuando pudo hacerlo, el muchacho se refugió debajo de un árbol inclinado.
Extrañado, Francisco disminuyó el ritmo y se acercó con cuidado; escuchó jadeos y un gemido femenino.
Se asomó y vio una pareja haciendo el amor. La chica tenía la mariposa de su madre en el pelo.
Francisco jadeó sorprendido y la joven abrió los ojos, gritó.
Josep, se volvió, a tientas buscó sus lentes, y al ponérselos, la imagen se completó.
Ahí estaba el muchacho del museo, mamá tenía razón.
Habían robado su mariposa para hacer cosas.
El gesto de reconocimiento del joven, se trocó en pánico cuando el pesado bastón cayó por primera vez…