Noche de niebla

Sí, su novio siempre le decía que esperara un poco mas y tomara el otro ómnibus.

“En la parada estás mas protegida; hay luz y gente”, decía.

Pero no le había dicho que uno de sus compañeros de estudios estaba siendo demasiado insistente con sus invitaciones.

Había pasado de las insinuaciones prácticamente al acoso, y eso no era algo que pudiera contarle a Daniel.

Primero preguntaría por qué no le había comentado antes, con aquel tono de “algo habrás hecho” (o su variante en forma de pregunta de fiscal “¿Me querés contar algo?”), por qué lo había dejado ilusionarse.

Cómo sí esos imbéciles necesitaran algún motivo para acosarte; no, simplemente eran maestros en malinterpretar cualquier gesto como una demostración de interés.

O, peor aún, habría ido a “arreglar” el problema de la manera que le parecía más lógica, a los golpes.

Habría ido a pelearse y ella no podría soportar la vergüenza.

Y pensar que todo empezó por casualidad.

Una vez, este muchacho contaba monedas en la parada y dijo: Mierda, voy a tener que cambiar plata. Llevaba la mano al bolsillo de atrás, cuando ella le preguntó cuánto le faltaba.

Él la miró de forma que casi le hizo arrepentirse de la propuesta, sonrió y dijo cuánto le faltaba; le alcanzó la moneda y él rozó sus dedos al tomarla.

Al otro día, insistió en devolverle el dinero y el roce, más notorio está vez, se repitió.

A partir de eso la esperaba a la salida, la invitaba a bailar (¿tenés novio? No importa, no soy celoso) o a estudiar juntos.

Ahora habían empezado los roces.

Se planteó decirle firmemente que parara, pero él podría decir que no se había dado cuenta, que no era para tanto o que había equivocado sus intenciones.

Ahora, lo que hacía era tomar el primer ómnibus que pasara, aunque eso significara caminar varias cuadras más.

Así se limitaba el tiempo en la parada al estrictamente necesario, de las líneas que pasaban por allí, sólo dos le servían, aunque una la dejaba bastante más lejos que la otra.

Pero esa era la que pasaba en primer lugar, pero esos diez minutos sin tener que aguantar al desubicado de su compañero, bien valían una caminata.

Pero esta vez, él había dado un paso más, había tomado el mismo ómnibus y se sentó a su lado.

Lo que le dijo, fue una sarta de estupideces cómo jamás se le hubieran ocurrido; una sarta de estupideces que empezó con: me di cuenta de cómo me mirabas…

Cuando logró hacerlo callar, habían hecho la mitad del recorrido.

– Me das asco, bajate ya o grito. – le dijo harta.

La miró con una incredulidad que lentamente fue tornándose desprecio.

– Perra – dijo, antes de ir hasta la puerta trasera y aporrearla hasta que le abrieron.

Llena de vergüenza, sentía todas las miradas posadas en ella, juzgándola, haciendo que se sintiera sucia, mancha.

El llegar a su parada fue un alivio, cruzó el pasillo con la vista baja y casi se tiró cuando las puertas se abrieron.

La niebla la envolvió y escondió las lágrimas que corrían por sus mejillas. Todavía no podía creer lo que había pasado, cómo un simple gesto de compañerismo podía derivar en lo que acababa de pasarle.

El frío ayudó a despejarla, la niebla no la dejaba ver más allá de sus pasos, se sacó uno de los guantes y agitó la mano delante sí.

Casi no la veía,

De alguna manera, eso hizo que se sintiera algo más calmada.

Empezó a poner más cuidado a cada paso, la calle estaba muy húmeda y debía extremar cuidados para no resbalar.

Los tacos no son los mejores aliados en los días húmedos

Con aquella situación horrible, había olvidado llamar a su novio para avisarle que estaba llegando, él se enojaría hasta que empezara a contarte lo que había pasado.

Ahora sí quería que se peleara, ahora si quería que lo lastimara.

Decirle perr…

El taco se metió entre dos baldosas flojas y se partió con un sonido ahogado.

Casi perdió el equilibrio, y, cuando pensó que lo había recuperado, el otro pie resbaló y la hizo rodar por el pavimento mojado.

Lloró sentada, sintiendo su ropa mojado, sabiendo que no secaría con la humedad horrible y que sus mejores zapatos tenían un taco roto.

La niebla amortigua los ruidos casi tanto como la luz, pero, de todas maneras, sintió cómo algo se movía en el terreno que estaba a un lado.

Un movimiento brusco, que se detuvo casi tan rápido que pareció producto de su imaginación.

Contuvo el aliento, tratando de agudizar la vista y el oído.

Sí, definitivamente, allí había algo.

Se sacó el zapato sano, y empezó a levantarse con cuidado.

¿Era un gemido lo que escuchara?

Había pasado un momento terrible por tratar de ayudar, no iba a arriesgarse a pasar uno peor en medio de la oscuridad.

Empezó a caminar sin perder de vista el terreno baldío.

De repente, una sombra se alzó con un grito casi femenino y se abalanzó sobre ella.

Mientras corría desesperada hacia su casa, no podía dejar de repasar la imagen de cómo esa sombra se alzaba, para caer a los pocos pasos.

El hecho que su atacante también hubiese tropezado en una noche de niebla, no la tranquilizó.

De hecho, el haber escapado por tan poco le daba otra dimensión al terror que sentía.

Su novio demoró en abrirle y empezó a golpear la puerta con ambas manos llamándolo.

Estuvo casi una hora llorando en sus brazos, pidiéndole que, por favor, no la dejara. Ni siquiera para tomar el teléfono.

Cuando se durmió, agotada, él pensó en llamar a la policía para que averiguaran que había pasado en el terreno de esa esquina.

Pero no quiso dejarla sola, y el alba los vio contracturados, pero juntos…

Escuchaba su tema favorito. Con los nuevos auriculares, la música parecía venir de todas partes; eran caros, pero nada del exterior interfería con el disfrute de la música.

La pesadilla empezó en el estribillo.

La sombra que la alcanzó por detrás, la fuerza que la inmovilizó casi antes que pudiera oponer resistencia, la mordaza que le cerró la boca medio segundo después que la mano (guantes de cuero, fríos) la liberó, el viaje casi en andas hasta el baldío (esto no puede estar pasando, estoy a una cuadra de casa), el golpe atroz que hasta le sacó los auriculares cuando intentó resistirse, la voluntad inexorable que habría sus piernas, la esperanza cuando escuchó el sollozo en la calle, el rodillazo que la liberó, el gritó que no salió por la mordaza y el saberse perdida cuando el peso volvió a caer sobre ella…

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