Ana lo vio llegar; vio el coche girar casi tocando la fuente. Poco antes se había ido Juan. Tenían todo calculado, el tiempo siempre ajustaba perfectamente.
Él llegaba siempre a las dos de la tarde, media hora antes Fausto dejaba la casa. Luego tendrían cuatro horas para amarse, para demostrar lo que sentían el uno por el otro, para sentirse.
Fausto entró mientras pensaba; era quince años mayor que ella, la había visto crecer, forjar su belleza. Cuando Ana cumplió los veinte se casaron; pronto haría dos años.
– Te traje un regalo, mi vida. Espero que te guste, combina con tus ojos – dijo.
Ella se acercó con dos pequeños pasitos y suavemente lo besó en los labios.
Fausto sacó una pequeña cajita de su bolsillo izquierdo y con una leve inclinación de cabeza se la entregó.
Ana sonrió, abrió la caja…
La esmeralda brilló y el oro bajo ella pareció desaparecer. En el negro terciopelo de la caja, el brillo del oro que parecía irreal y la clara pureza de la esmeralda parecían resaltar su belleza. Ella no pudo contener una exclamación de sorpresa y júbilo.
– Quiero probármela – dijo – ¿puedes colocármela?
Mientras lo decía, se volvía recogiendo sus cabellos; el azabache de su pelo contrastaba con la blancura de su piel. Fausto colocó el collar en su cuello y la besó, sintió su perfume atrapante y sugestivo…
Todo en ella era perfecto, sus labios, su piel, su cuerpo… Su cuerpo era la realidad más hermosa que los sueños pudieran pedir.
Ana nunca se sacaba su collar, a veces hasta dormía con él.
Ese día Fausto llegó más temprano que de costumbre, era la víspera de su aniversario, mañana cumplirían dos años juntos, dos años desde que se conocieran y que ella soportara la dulce crueldad que terminó con su inocencia.
Entró sigilosamente, quería darle una sorpresa. Ana no estaba en el estudio, ni tampoco en el living.
– Debe de estar dormida – pensó mientras caminaba hacia el dormitorio.
Abrió la puerta con cuidado para no despertarla… Sintió que su corazón se detenía, allí estaban, amándose, en su cama, en su propia cama.
Cerró con mayor sigilo que el que había usado para abrir, contuvo su ira y su llanto y salió.
Pensó seguir al amante de su esposa – Saldrá por detrás, nunca saldría por delante, nunca lo haría. Se escondió entre los Fresnos del parque y oculto, esperó, Fausto tenía razón, Juan salió por detrás; antes Ana miró cuidadosamente hacia ambos lados, para que nadie los viera.
Luego se despidieron con un furtivo beso y él se marchó.
Caminaba rápidamente, conocía el camino, Fausto se preguntó cuántas veces lo habría hecho.
Ya se veía la cabaña de Juan en el bosque, donde tantas veces se habían amado. Juan pensaba en ella, en su belleza cuando creyó oír el tenue ruido de una rama al quebrarse, cuando se volvió, sólo vio el bastón de Fausto caer sobre su cabeza.
Trato de defenderse, pero fue inútil… Despertó en su cabaña.
Sintió calor… ¿¡En invierno!?
Entonces vio las llamas bailando a su alrededor, sintió miedo, mucho miedo.
Gritó, gritó con todas sus fuerzas, pero sólo Fausto lo escuchó mientras se alejaba sonriendo.
Ana no se preocupó, Fausto llegaba tarde casi siempre, se fue a la cama temprano. Cuando él llegó, ella dormía
Abrió la puerta del cuarto y la miró, un rayo de luna iluminaba su hermoso cuerpo, su blancura parecía irreal. Fausto contuvo su ira, su llanto y salió
Fue hasta la biblioteca, se sentó en su sillón rojo y tomó la caja del collar que estaba sobre la repisa de la chimenea. Estuvo largo tiempo acariciando el terciopelo negro de la caja.
Luego fue hasta el dormitorio; abrió, la esmeralda brilló, caminó hasta la cama y tomó el collar que aún estaba en el cuerpo de Ana. Tiró, sintió un leve estremecimiento en el cuerpo de su esposa; tiró con más firmeza hasta no sentir resistencia.
Sacó el collar del cuerpo inmóvil pero tibio aún. Se lo puso y no pudiendo contener las lágrimas salió del cuarto
En la cocina se preparó café, su reloj dio las doce, sonrió, hoy cumplirían dos años; el café estaba muy cargado, no importaba, acarició el collar, sonrió sin motivo. Salió.
El coche estaba lejos, caminó hasta él, bajó la capota y partió.
Miró su reloj, doce quince, volvió a sonreír y aceleró.
Las curvas de la carretera, la sonrisa todavía en sus labios, la capota baja, el viento en su pelo, la barranca…