Jogging

Aunque la religión estaba prohibida desde los tiempos de la revolución, Lin Ke Tong era un ferviente adepto a una de las más modernas entre ellas; el jogging. Trataba de correr siempre que podía, cualquiera fuese la ciudad a la que estuviera destinado. Y lo hacía sólo, habitualmente, pues los miembros de la Guoanbu debían mentir sobre su trabajo. No era imprescindible hacerlo, pero nadie se sentía cómodo con él luego de saber que pertenecía a la policía secreta.
Y, a decir verdad, él tampoco se sentía en paz consigo mismo luego de Urumchi. Los uygures eran chinos, aunque quisieran dejar de serlo. Algo estaba mal en una sociedad que reprimía con saña a sus propios ciudadanos por querer expresar su espiritualidad. Su tierra era la cuna de Lao Tsé y Confucio; aunque ellos no eran profetas en el sentido que le daban los occidentales a la palabra, (ni el que entendían los uygures, sin ir más lejos) sí eran creadores de doctrinas filosóficas y espirituales que se habían extendido por el mundo.
Él era uno de los operadores que pasaban horas vigilando los casi veinte millones de cámaras que vigilaban a su propio pueblo. En Shenzhen el estado había implementado un sistema “para prevenir accidentes de tránsito”, controlando a los que cruzaban las calles sin prestar atención. En realidad, todo aquello era un masivo sistema de vigilancia, con cámaras, software de reconocimiento facial e incluso programas que intentaban prever qué harían los ciudadanos. Y, lo que asustaba a Lin, era que el sistema ya no preveía, anticipaba; su tasa de aciertos era espeluznante y no hacía más que mejorar.
Lin ya no quería participar en eso, había pedido su traslado a vigilancia exterior pero había sido denegado. Temía que si lo intentaba una segunda vez, sus compañeros comenzarían a vigilarle. Nada personal; eran las reglas del juego.

Le trasladaron a Chengdu y el cambio le sentó bien. Para muchos era sólo otra ciudad superpoblada, pero muchas de las nuevas glorias de China se gestaban allí.
Y entre los muchos ingenieros jóvenes que trabajaban para AVIC o CAC, diseñando aviones o drones, decenas profesaban la misma religión que él.
Poco después de adaptarse al nuevo destino, se encontró formando parte del nutrido grupo que corría alrededor del instituto 611, el famoso “nido de pájaro”.

Una de las cosas que más le gustaron fue la libertad que daba saber que nadie podía hablar de su trabajo. Nadie; ni ellos, ni él.
Y, aun así, la camaradería se podía sentir entre aquel heterogéneo grupo de corredores matinales.
Hasta le invitaron a compartir sus tiempos en Weibo; habían hecho un blog en el que compartían sus avances. Cuánto subían sus distancias recorridas y cuánto descendían sus tiempos y el promedio de sus latidos.
– Sé de ese blog. – pensó decir, en broma. Pero eso habría roto la camaradería e instaurado la cautela y la incomodidad.

Así que, simplemente, creó un nuevo usuario, (otro entre muchos que tenía) conectó su fitbit al ordenador y la pulsera comenzó a mostrarle sus datos.
Pero hubo un error; los sensores no habían podido leer bien sus signos vitales, el número de pasos que había dado o su gasto calórico.
El salitre de su sudor, pero, sobre todo, la contaminación del aire afectaba los terminales.
– Debo cambiar de pulsera, se dijo, pero ¿cuál usar? Había algunas marcas nuevas, pero siempre había usado la misma. Pediría ayuda a sus nuevos compañeros, opiniones sobre qué modelos usaban y qué resultados les habían dado.

Pero surgió un inconveniente; no era muy afecto a hablar y no quería preguntar a cada uno qué pulsera deportiva usaba. Entonces, mientras miraba el mensaje de error en la pantalla, se le ocurrió algo.
Sabía que, como él, casi todos usaban aplicaciones de fitness. Con ellas, el compartir los datos de su entrenamiento era algo prácticamente automático, la aplicación apenas necesitaba un perfil en las redes sociales y posteaba sus estadísticas para alardear con sus amigos o sufrir las puyas de éstos.
Pero no todos los datos aparecían juntos ni entre ellos estaba qué dispositivo utilizaba el usuario.
Los firewalls de la empresa no resultaron un problema, sus servidores estaban hechos en China, por lo que accedió a ellos a través de una puerta trasera en menos de cinco noches de trabajo.
Ingresó los datos de sus compañeros y allí estaban, perfil, distancias recorridas, signos vitales, velocidad, pasos… continuó bajando entre los datos hasta dar con el dispositivo que usaba cada uno.

Copió la información que necesitaba y estaba a punto de cerrar todo cuando frunció el ceño. ¿Y si utilizara esos datos para acceder a los perfiles de otros usuarios? Buscó los suyos y su corazón se detuvo.
Allí se podía leer buena parte de sus últimos cinco años, los recorridos que había hecho en cada ciudad a la que había sido asignado.
Aquella información era valiosísima.
Quienes hacen deporte procuran hacerlo cerca de su casa o su trabajo. Si un militar es trasladado a una base secreta o si su actividad lo es, se podrían rastrear sus movimientos y las horas en las que su teléfono móvil estuviera fuera del área de cobertura o apagado.
Las posibilidades eran infinitas y se había dado cuenta de ellas por casualidad.
Los soldados americanos, japoneses o de la provincia rebelde estarían subiendo esa información voluntariamente sin tener idea de lo importante que era ni de las consecuencias que ello podría acarrear. Su gobierno podría obtener de ella datos muy valiosos y él el traslado que deseaba.
Lin presentó un segundo pedido de traslado al servicio exterior y adjuntó los detalles de su investigación y los datos que había obtenido en apenas unos días.

Ya no corrió con su grupo en Chengdu; la sede del servicio de información exterior está en Beijing…

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