Había sido una mañana tranquila. Un par de llamados por hipertensión, un niño que había recibido una descarga eléctrica y un tipo en moto que había chocado contra una volqueta. Gonzalo se negaba a aceptarlo, pero ese hombre estaba vivo por borracho.
– Casi se mata, por borracho – decía.
Eso era indiscutible, pero los borrachos tienen un dios aparte, salen con moretones (o la clavícula rota, como en este caso) de accidentes que le hubiesen costado la vida de haber estado sobrios.
El doctor Gonzalo Clara era muy joven, todavía. Trabajaba bien, eso era innegable; pero no tenía quince años en una ambulancia de emergencia móvil.
Éramos tres en el móvil, el Dr. Clara, Marcelo, que dentro de poco sería el doctor Trias, y yo. Los tres bastante apretados en la cabina, hacía frío y los camperones sumaban centímetros a tres hombres grandes.
Llevamos el borracho al Maciel sin apurarnos demasiado. Sus heridas no parecían graves, pero algunas horas de observación no estarían de más.
Mientras esperábamos que nos recibieran, peleábamos con Marcelo. Su cuadro de fútbol estaba por descender, pero él seguía manteniendo esperanzas.
Fénix debería ganar todos los partidos y los otros cuadros tendrían que matarse entre ellos para que se salvaran, pero él sonreía y decía: el Féni no baja.
Como siempre, perdimos casi una hora esperando a que nos encontraran un lugar en emergencia. Cuando el paciente llegaba en situación crítica, podías estar seguro que te harían un lugar, pero si sólo era un quebrado, la espera era inevitable.
Salí a fumar y conversé un poco con los colegas, uno estaba organizando un partido de fútbol cinco y me invitaron.
No, gracias. Esos partidos te dejaban molido, al otro día te dolía todo y si alguno te pegaba mal, rengueabas toda la semana.
Y eso sin contar algún vejiga que se lo tomaba muy en serio y se terminaba armando lío.
Gracias, pero no, gracias.
Un enfermero se asomó por la puerta de emergencia y me hizo señas para que nos acercáramos.
El paciente se rebeló cuando lo cambiábamos de camilla y hubo que sostenerlo entre varios. Le pegó una piña en la boca al que nos había llamado.
El enfermero era gay pero tenía brazos de marino. Le plantó la mano en el pecho al borracho y lo clavó a la camilla.
Al sentir toda aquella fuerza, el tipo quedó manso, casi sobrio.
Cuando terminamos el papeleo, miré para atrás y allá estaba el enfermero, con un labio hinchado, pero trabajando como si tal cosa.
Nos quedaba sólo una hora y estábamos en camino a la central, cuando nos llegó el llamado.
Una mujer se había descompensado en el Goes.
Antes de empezar en la emergencia, fui chofer de taxis. Conocía al pistero del Goes y, si una pareja pedía para ir a “un lugar más tranquilo” los llevaba al Goes y repartíamos las propinas.
Estuvimos allí en pocos minutos, apagué la sirena unos metros antes de entrar; a nadie le gusta escuchar una sirena si está de trampa.
Agarramos todo el material, y subimos corriendo las escaleras. El portero iba delante de nosotros, mostrándonos el camino, hablando en voz baja.
Casi al final del pasillo, un hombre en bóxer salió de una pieza y vino casi corriendo, movía las manos delante del cuerpo, como si se hubiera quemado.
– ¡¡Carina, Carina!! – repetía, y en un gesto que me pareció de lo más infantil y desvalido, le agarró la mano a Gonzalo y casi lo arrastró a la habitación.
Me quedé un rato afuera, hablando con el portero, que me contó lo poco que sabía.
“Estaba abajo, tomando mate, tranquilo, cuando se prende la luz de puerta abierta. Subo a ver si necesitaban algo y me encuentro con éste – señaló hacia adentro de la habitación con el mentón – corriendo en bolas por el pasillo. Cuando pude sacar algo en claro, sólo repetía el nombre de la mina, entendí que a la mujer le había dado un ataque o algo. Y los llamé”
Le pregunte por mi viejo conocido y el hombre sonrió – Ése está en España, un hijo se fue y al tiempo lo mandó buscar. Allá abajo tengo una foto que mandó; Él en una playa llena de gringas en tetas. –
La gente que trabaja en el sexo tiene algo en común con los que trabajan en la salud; el estar tanto tiempo en contacto con los impulsos más básicos, te hace desarrollar una coraza.
Si no es así te volvés loco.
Por motivos bien distintos, pero te volvés loco.
Entré a la habitación; de las grandes, cara, y al ver a la mujer, supe que no había nada que hacer.
Claro que los médicos iban a tratar de reanimarla, pero se veía que todo lo que hicieran, aparte de firmar el certificado de defunción, sería una pérdida de tiempo.
La mujer había sido muy bonita. Estaba acostada a lo largo de la cama, justo al medio, desnuda todavía.
Caderas anchas, pechos pequeños y la marca de la cesárea sonreía sobre un pubis liso, liso.
– ¿Está bien, doctor? ¿Está bien? – el hombre se había puesto un pantalón, pero no lo tenía prendido y su torso seguía desnudo.
Marcelo me miró de reojo y me hizo una seña para que me encargara de él.
Saqué el formulario de los datos y le pedí que me acompañara al pasillo. Parecía que iba a negarse, pero el Dr. Clara le pidió con aspereza que les dejara espacio.
Cuando se habla con víctimas de accidentes, personas que acaban de sufrir la pérdida de un familiar o que los tienen en plena lucha por sus vidas, ellos tienden a mostrarse inconexos, se nota que aún las respuestas más sencillas, son difíciles de encontrar en la maraña de sus emociones.
Pero este hombre iba más allá. Había cosas básicas que parecía desconocer de su compañera.
En un momento, a mitad de una respuesta, me preguntó si la mujer se iba a salvar, si se iba a “poner bien”.
– Los médicos están haciendo todo lo posible, señor. –
El hombre asintió y pareció olvidar mi respuesta antes de terminar el gesto. – Se va a poner bien – afirmó.
Poco después salió Marcelo, y a la pregunta del hombre, respondió: el Dr. Clara le va a informar. – Y se alejó por el corredor.
Iba a avisarle al encargado que habría que llamar al forense. Siempre hay que hacerlo cuando la víctima fallece sin atención médica.
Entré a la habitación para juntar todo; esa tarde habría que hacer horas extras, los fallecimientos llevan mucho papeleo, y, por las circunstancias de éste, tendríamos suerte si podíamos salir antes que anocheciera.
El hombre preguntó si Carina se iba a poner bien. El Dr. Gonzalo Clara tenía cara de niño, pero esa vez su rostro parecía el de un anciano. Y habló con una pomposidad que nunca le había oído.
– Señor, lamento informarle que su compañera falleció antes que llegáramos al lugar… – Gonzalo siguió hablando, explicando cuál creía que podía ser el motivo, pero el hombre no escuchaba.
Cuando oyó las primeras palabras, el hombre se sentó (se dejó caer, en realidad) en el borde de la cama, se tapó la cara con las manos y comenzó lo que fue casi una letanía.
– No, no, no, no… – su voz se fue apagando hasta quedar en silencio. Baja la cara, las palmas sobre la frente, los ojos clavados en el piso.
El doctor me miró sin saber qué hacer. Iba a encogerme de hombros, cuando el hombre volvió a hablar.
La gente que trabaja en la salud debe desarrollar una coraza. No significa eso que uno se vuelva insensible, sino que trata de despegarse del dolor ajeno para desempeñar bien su trabajo.
Si no, pueden perder la cabeza.
Gonzalo aún no la había desarrollado; yo creía tener la mía muy gruesa luego de trabajar años manejando una ambulancia de emergencias.
Pero nada de lo que hubiera vivido antes me habría preparado para las palabras de ese hombre.
Porque levantó la vista, nos miró a ambos y dijo:
– Es la esposa de mi mejor amigo…