Todo el que visita el pueblo por primera vez pregunta por ella. Y, tal vez porque la respuesta que reciban sea siempre el silencio, es comprensible que la curiosidad nunca se agote.
Una tumba, pintada de un inmaculado blanco de cal, pegada al alambrado del cementerio. No en, sino junto al cementerio.
Y si uno insiste y pregunta en el boliche, las voces bajan y el ruido del reloj se hace patente.
Porque hay cosas de las que no se habla.
Algunas son complicadas de hablar de noche, pero hay otras, historias que marcaron a todo un pueblo, de esas no se habla ni siquiera cuando el sol está en lo alto.
Por aquella zona y hace un siglo los levantamientos eran cosa frecuente. Familias veían a sus hijos partir detrás de los caudillos, los padres los miraban con orgullo, serios, las madres escondían la angustia tras el pañuelo con que se cubrían la boca.
Muchos de ellos no volvían, muchos no lo hacían pero los caudillos sí. Y de viejos se pavoneaban por el pueblo, como si sus manos estuvieran limpias y no manchadas con la sangre de jóvenes crédulos.
Luego de las veleidades guerreras de sus padres, los hijos debían mantener el buen nombre de la familia. Porque cada familia que se precie debe asentarse en cuatro patas; entonces, además de milicos, surgieron los abogados, médicos y, cómo no, los sacerdotes.
Los viejos generales seguían siendo influyentes, dictando ley leguas a la redonda, pero su peso ya no se afirmaba, no siempre, en el cañón de un arma.
Pero el olor de la pólvora es embriagador y, aunque ahora no se podía ya cazar a los de otras divisas, sí que se podía tirar a los jabalíes, a los ciervos y, si la suerte sonreía, a algún yaguareté que acechara en la espesura.
Y aconteció que un día algunos de los herederos, cargando las armas que en manos de sus abuelos dispararan contra los enemigos, se internaron en el monte a tirarle a los bichos. El primogénito y sus hermanos, incluso el menor, que se había mostrado reacio a unirse a la salida pues no disfrutaba la caza y su cuerpo jamás había sido resistente como el de ellos.
Pero el muchacho entendió que tal vez esa fuera la última oportunidad que tendría de hacerlo, ya que, aunque todavía asistía al seminario y faltaba un buen tiempo para ser ordenado, ya todos le llamaban padre.
El Benjamín de la familia, el único a quien el viejo tuvo que escoger vocación. Había, contaba, escuchado el llamado siendo todavía muy joven y sabía que El Señor tenía una larga vida de servicio reservada para él.
Alrededor del fuego, una noche, las miradas no brillaban. Ni siquiera la caña ponía luz en los ojos de los hombres, no se escuchaban risas, tampoco mentiras.
Porque el sueño de la jornada anterior había sido interrumpido por un aullido y, cuando ya las luces del día habían apartado el recuerdo y comenzaban a pensar que sólo lo habían soñado, se encontraron con el jabalí.
El chancho era un animal enorme, con colmillos del tamaño de facones y cuello musculoso; una combinación letal que, sin embargo, no había servido de nada.
Yacía con el pescuezo desgarrado y el abdomen desolado, comido.
Algunos hombres se santiguaron frente a aquella escena y el rugido gutural del que lanza sus entrañas por la boca se escuchó algunos pasos más allá. – Esto no es cosa de Dios. – dijo el sacerdote.
Los hombres a su alrededor se miraron y tragaron saliva. Vamosnó, dijo alguien, y todos se pusieron en movimiento, pálidos, callados, mirando sobre sus hombros cada pocos pasos. Se acostaron todos alrededor de la fogata, más grande que nunca esa noche, con los pies hacia el fuego y los rifles al alcance de la mano. Todos ellos.
Todos menos el sacerdote, que había prometido no dañar a las criaturas de Dios.
Los ojos les brillaban a la luz de la luna, las llamas danzaban en sus pupilas mientras, aprensivos, se miraban en silencio.
El cansancio les fue ganando y poco a poco se quedaron dormidos y cayeron todos en un sueño nervioso, intranquilo.
El aullido sonó tan cerca que despertaron con los brazos erizados, con la piel de gallina, como si sus brazos se hubiesen helado. El ruido metálico de los rifles al acerrojarse sonó muy alto en una noche que contenía el aliento.
Reunidos en una ronda involuntaria, hombro con hombro, las manos crispadas sobre las empuñaduras, buscando la protección del número, del grupo, del otro que está tan asustado como uno.
Sólo el sacerdote estaba delante, se había adelantado con la cruz en alto, conjurando con su fe la fuerza para vencer al miedo.
Pero el monstruo no creía.
Y se abalanzó sobre él surgido de la nada.
La cruz de madera quemó el rostro de la fiera que retrocedió, sorprendida, sacudió las enormes fauces y atacó de nuevo. Sus garras como puñales abrieron la garganta del desgraciado, y a dentelladas le desgarró el cuerpo.
Los hombres huyeron despavoridos y fue la vergüenza la que, cuando el sol estaba alto, les obligó a reunirse e ir en busca del caído.
No lo encontraron donde habían acampado y desde allí lo buscaron en círculo, alejándose cada vez más del fuego apagado, las armas en ristre y sin perder de vista al compañero. Cuando el sol comenzó a descender en el cielo sabían que la búsqueda era inútil, todo el día lo supieron pero con el ocaso lo aceptaron. Aceptaron que nada podrían recuperar más que restos deshechos de un cadáver.
Mas no encontraron tal, sino al joven sacerdote, pálido como huesos en luna creciente, sentado desnudo con los brazos sobre las rodillas, la mirada perdida. Vivo. Por obra de Dios, creyeron.
El joven levantó apenas la cabeza cuando sintió los pasos que se acercaban, mas no los miró, sin embargo.
A su hermano, el mayor de ellos, le flaquearon los pasos cuando se acercó y vio, sin poder acreditar en sus ojos, que no había marca de un ataque del ataque que había lacerado el músculo y desgarrado la carne.
Abrazó incrédulo al pequeño, agradeciendo a la providencia el haberlo encontrado con vida.
Pero los demás vieron cómo su cuerpo se ponía tenso y que al ponerse de pie las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas.
Tomó el puñal que llevaba en el cinto, besó la frente del que, inmóvil, no había reaccionado al abrazo fraterno y ante el espanto de todos, clavó el acero en su garganta.
Se afanó en el tajo y no se detuvo hasta que la cabeza del sacerdote se separó del cuerpo.
Allí, ante el silencio de todos y con la mirada baja, dijo:
– Su cuerpo estaba frío…