El detective

Cuando pisó la colilla notó que bajo su pie había otra. No le sorprendió, había estado allí, esperando, por varias horas y, de estar bajo una farola, podría ver al menos una docena de aquellos hediondos bastoncillos blancos.
Pero, ¿de qué valdría un investigador privado que esperase bajo la luz de las farolas?
De nada, pensó haciendo una mueca. O apenas un poco menos que uno que fumase media cajilla en menos de seis horas.
Se recostó contra el otro lado de la puerta, estar tanto tiempo sobre un lado hacía que sus pies empezaran a molestarle.
Aquel zaguán había resultado providencial, ofrecía resguardo contra el viento, el frío y los ojos curiosos.
Al punto incluso de que había podido fumar sin temor a ser descubierto.
Escuchó pasos y se quedó inmóvil. Pisadas seguras, firmes, demasiado rápidas para ser de un policía haciendo su ronda, pero sí de alguien que no temía lo que la noche pudiera depararle.
El hombre pasó sin percatarse de que estaba allí y el detective escuchó sus pasos hasta que se perdieron en el murmullo de la ciudad dormida.

Si los primeros caminantes comenzaban a salir ya de sus casas la aurora no debía de estar muy lejos. Aunque no le parecía que fuese tan temprano, sin embargo.
No tenía sentido buscar una lámpara de la calle para, a su resplandor, mirar el reloj.
Se encogió de hombros sin moverse, sería la hora que debía ser y su vigilia sólo acabaría cuando el hombre que estaba siguiendo saliese de aquel lugar.

Poco después, cuando se disponía a encender el enésimo cigarrillo de la noche, distinguió un movimiento por el rabillo del ojo.
La llama del mechero le había deslumbrado y, por unos instantes, no pudo distinguir qué había visto.
Pero cuando sus ojos volvieron a adaptarse a la oscuridad pudo ver a su presa caminando a varios metros de la puerta por la que saliera. Lo hacía con cuidado, buscando las sombras incluso en aquella noche sin luna.
No quería ser visto, se cuidaba de ello y el investigador se preguntó por qué.
Definitivamente no había sido tan cuidadoso cuando llegara; caminó despreocupado hasta el lugar, tocó la puerta y alguien abrió sin que pudiese ver quién era.
Nuestro hombre entró sin siquiera mirar a los lados, una actitud muy distinta a la que mostraba al alejarse del lugar.
Ese cambio le puso en una disyuntiva; si seguía al hombre no tendría mucho más que agregar a su informe que “el Sr. Prescott entró a un edificio de apartamentos en Rayson st. y salió horas después con actitud sospechosa”.
Le llenarían a preguntas, las mismas que él se planteaba en ese momento, ¿qué estuvo haciendo allí? ¿Con quién se encontró? ¿Por qué salió caminando de aquella manera?
Dudó unos instantes más y, cuando por fin se decidió, unos rápidos pasos que cruzaban la calzada le detuvieron en su lugar.
Otro hombre llegó a la puerta de la que había salido el primero y entró luego de ver que no estaba cerrada.
El detective salió de su escondite y corrió hasta la esquina, donde acababa de perderse su objetivo.
Se detuvo y ojeó a la vuelta de la calle para ver que el hombre había cruzado a la acera opuesta y ahora caminaba más rápido, casi echando a correr a cada paso.
Entró a la cabina telefónica e hizo una llamada corta, nerviosa.
Se quedó dentro al cortar la comunicación; el detective lo podía ver restregando sus manos, bajo la parpadeante luz de los fluorescentes.

Luego volvió sobre sus pasos y entró al edificio de donde había salido poco antes.
Esta vez el vigilante no podía permitirse perder a su presa, debía saber a qué se debía su salida apresurada y la vuelta igual de silenciosa y veloz.
Se asomó al corredor de entrada y vio que, sobre el final del pasillo, una hilo parpadeó un instante.
Alguien había abierto entrado a aquel departamento. Al acercarse notó que la puerta, aunque recostada, no estaba trancada.
No podía quedarse allí, aquel hombre le vería si volviera a salir.
Y así fue, pero el detective se llevó una desagradable sorpresa pues, cuando la puerta se abrió, Prescott le apuntaba con un arma.
Un revolver pequeño, nada que le abriera un histriónico hueco en el pecho, pero lo suficiente para enviarle al otro mundo.
El hombre movió el arma, conminándolo a entrar.
Segundos después otro sujeto cruzaba la puerta y la cerraba, recostándose en ella; su arma sí era una para tomar en serio, casi un cañón de mano; un excedente del ejército, tal vez.
Le obligaron a entregar su pistola y el recién llegado le apuntó continuamente mientras el otro le revisaba por si llevaba más.

Al final Prescott sonrió e indicó al detective que caminase hacia una de las puertas interiores.
Cuando la franquearon, el cuerpo de la mujer sobre la cama fue lo primero que vieron.
El cuerpo y la mancha carmesí sobre las sábanas.

Prescott se acercó a ella, caminando con infinito cuidado, como si no quisiese despertar a un niño al que había costado hacer dormir.
Distraído, dejó el arma a un lado y movió una de los lados de su escote para que cubriese mejor el marfil de su pecho.

El detective aprovechó la oportunidad y se hizo con el arma, apuntando a ambos.
En lugar de mostrarse inquietos, sonrieron. Prescott incluso levantó las manos, obedeciendo su orden.
En ese momento el investigador notó que ambos llevaban guantes.
Sin abandonar su aire alegre, Prescott dijo:

– ¡Perfecto! Ya tenemos sus huellas…

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