Dicen algunos que hasta se podrían poner en hora los relojes cada vez que pasa.
Cada día, todos los días, a la misma hora.
Arrastrando los pies, una pierna barriendo en cada paso un abanico y los brazos atrás, cargando los años, las culpas, los arrepentimientos.
Cruza la ciudad, ella, la viejita, la novia, caminando cada vez más despacio hasta el campo.
Y lo mira.
Lo mira desde lejos, como el exilado mira su terruño, como el devoto a la tierra prometida; a la tierra tan prometida como prohibida.
El esposo, viejito como ella, debe saberlo. Cómo no saberlo en un pueblito de secretos efímeros.
Nadie sabe por qué no hace nada; esas cosas no se preguntan.
Y, al final, qué respuesta merece quien pregunta lo que no le incumbe.
Nadie sabe por qué la novia cruza un pueblo del santoral, cada día a paso cansino, para ver, desde lejos, a otro viejito trabajar en su chacra.
Nadie sabe, y no seremos nosotros quienes preguntemos…