El accidente

“Cuando me preguntaban por qué tenía dos retrovisores les decía que era para que no me encandilaran.
A veces hasta explicaba que al estar en diferentes alturas el reflejo de las luces podía dar en uno y no en el otro, así podía mirar hacia atrás sin que el brillo de las luces me cegase.
Pero no, eran para mirar escotes. O caricias debajo de ellos.
¡Con cada feo salen las más lindas!

Yo rondaba por las salidas de los boliches y llevaba a las parejas a los hoteles. A los borrachos que salían solos les decía que esperaba pasaje. Esos te vomitan todo, se olvidan de pagar y hasta te quieren pelear.
Las parejitas no; a veces vienen tan calientes que te tiran la plata sin contarla. Para cuando se dan cuenta ya estás a veinte cuadras y si te he visto no me acuerdo…
O te dan espectáculo y es mejor que cualquier propina”

El viejo era de hablar, hablaba sólo, hablaba mucho y nadie le hacía caso. Normalmente los viejos son de dos tipos, los que joden y los que joden más.
Este estaba entre los primeros; no peleaba, no hacía problema para tomar los remedios, no se quería escapar.
Tampoco es que pudiera, había tenido un accidente de tránsito, muchos años atrás y había quedado postrado. Había que cambiarlo, como a muchos, lo que era una joda, pero después estaba ahí.
Como una planta.
A veces se le caían unas lágrimas, calladas, pero casi siempre hablaba y hablaba. En voz baja, como para él mismo.
Como una radio que se va quedando sin pilas, una cosa que está ahí y hace ruido, bajito.

“…un día una me preguntó si yo era discreto. Así nomás.
Subió en ciudad vieja, preciosa mujer, bien vestida. Encontré que me miraba por el espejo, más de una vez me encontré con sus ojos. Me hizo sentir incómodo; no sé, culpable o algo. Me miraba como tomándome el peso, midiéndome.
Le iba a preguntar qué mierda le pasaba cuando me ganó de mano.
– ¿Usted es discreto? – me agarró de improviso y le respondí medio de mal humor.
– Mire, señora. A mí la gente no me importa. – hablé sin mirar el retrovisor, sin mirarla. – No tengo mujer, no tengo hijos. Con mi familia no me hablo hace años; ellos allá, yo acá ¿entiende?

Asintió y continué: No sé si soy discreto o no. Pero le digo algo, yo no hablo con nadie; mi vida es esto, mi casa y el taxi. No hablo con nadie, ni siquiera cuando voy a pagar la cuota del centro de protección de choferes.

Entonces sí la miré. No parecía incómoda por el tono en que le había hablado, tampoco sé por qué le hablé de aquella manera cruda. Pero lo hecho, hecho estaba.

– ¿Tiene un lugar donde pueda llamarlo, dejarle un mensaje para que me pase a buscar?
– No. En casa no tengo teléfono y a la parada de taxis voy poco, con suerte una vez por día…
– Perfecto, entonces. Voy a llamarlo y decirle dónde tiene que ir a buscarnos y en qué día y horario.

Entonces yo pasaba por la parada un lunes, por ejemplo y tenía un recado.
miércoles, cuatro de la tarde, tal esquina.
Iba, ella se bajaba de su auto, un hombre (casi siempre el mismo) de otro y se subían al taxi.
Los esperaba una, dos horas frente a un hotel y los llevaba de vuelta a su esquina. Ninguna pregunta, ninguna mirada, muy buenas propinas…”

La ahijada de un compañero cumplía quince años y me había preguntado si podía cubrir su turno. Le iba a decir que no, pero se venía un fin de semana largo y un día extra me vendría bien.
– Los viejos están todos dormidos, cuando entro. Habrá que cambiar a alguno o algo, pero si no, es tranquilo. – estaba por irse y agregó – Si el de la cinco está conversador leele algo, se calma y se duerme enseguida. Tiene libros en la mesa de luz.

Yo esperaba dormir tanto como los viejos, pero la compañera que me había tocado era una cubana nueva que no podía quedarse callada.
Le dije que el viejo Alcoba estaba intranquilo y que iba a leerle hasta que se durmiese.

Cuando me pare al lado de su cama vi que estaba despierto. Y hablaba.
No me gusta leer, no sé leer en voz alta y no estaba allá para leerle a nadie. Yo sólo quería escaparme de aquella mujer y su entusiasmo incansable.
Entonces me senté, agarré un libro para disimular y me quedé sentado, intentando dormir pero tratando siempre de tener un oído atento a lo que pudiera pasar.
Pero el viejo hablaba y hablaba. En el mismo tono aburrido de siempre; hablaba de corrido, como contando una larga historia una y otra vez.
Hablaba tanto que, al final, me entró curiosidad y me puse a escucharlo.

“…una noche, subiendo hacia bulevar, un hombre me hace señas desde el umbral de una casa.
Paré y una mujer sin gracia se despidió con un beso y subió al taxi.
Tuve que esperar a que enviara un par de besos a través de la ventana antes de que me dijera a dónde íbamos.
No era un viaje muy largo pero pude mirarla. No paraba de sonreír, estaba feliz y se le notaba.
En un momento se encogió, como recordando un abrazo apretado. O esa mujer estaba muy enamorada o el tipo de aquella casa se había portado muy bien esta noche.
No sé por qué se me ocurrió preguntarle. Bueno, sí sé por qué le pregunté; aquel hombre no era su esposo, era su amante y yo quería que dejara de sonreír.
No quería que hubiese pasado tan bien la noche.
– ¿Su marido? – ella se sobresaltó y su rostro cambió en un instante. Miró hacia todos lados y, mirándome por el retrovisor preguntó nerviosa qué había dicho.
– Si el señor era su esposo. – repetí.

No le gustó nada la pregunta.
Se la veía casi ofendida, su alegría había desaparecido.
– ¿A usted qué le importa? – ver mi semi sonrisa la enojó más. – Maneje, maneje nomás. Callado. –

No faltaba mucho para llegar. Cuando paramos me pagó y se asomó a la ventana para decirme algo. Pero una voz la congeló y su rostro sólo mostró terror.
– ¿Dónde estabas, Marta? – se paró frente a ella y gritó, desesperado – ¿¡Dónde estabas!?

Ella bajó la vista y caminó hasta la puerta, sin decir nada.
– ¿Con quién estabas, Mar…? – se dio vuelta sin terminar la pregunta y me miró, los ojos llenos de angustia. – ¡Señor! ¿De dónde trae a mi mujer?

No supe qué responder y aceleré hasta la esquina. El semáforo me detuvo y, desde allí miré divertido hacia la puerta.
Por el retrovisor la vi salir corriendo, y, tras ella, a su marido, que le disparó hasta que cayó.

Me di vuelta, con un brazo apoyado en el respaldo para poder girarme y ver mejor.
El hombre miró hacia los lados, vio mi taxi y yo asustado, me puse en marcha.
Al ver cómo empezaba a moverme el hombre comenzó a correr en mi dirección, no apuntando con su arma, sino haciéndome con la mano señas para que me detuviera.

Aceleré sin dejar de mirar atrás y no vi llegar el camión… “

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