Un par de llamados, nada más; poco que destacar en una jornada demasiado tranquila.
Pero si algo tiene trabajar en la salud es saber que, en instantes, de un día calmo puede devenir el caos.
La tarde se enfilaba a un atardecer grisáceo cuando nos llamaron desde un hotel de alta rotatividad.
Un hombre nos esperaba y movió sus manos de manera infantil cuando nos vio llegar.
Fui el último en entrar a la habitación.
Una mujer, desnuda de la cintura hacia arriba, yacía en la cama. La línea de una cesárea, pechos pequeños, ojos cerrados.
El color de su piel indicaba que nada habríamos podido hacer, aun de haber estado allí cuando sintió el dolor en el pecho.
El hombre se comía las uñas mientras respondía mis preguntas, sus ojos no se apartaban de su compañera. En un momento me miró, como si recién repararse en que estaba junto a él y preguntó si se pondría bien.
No, pensé, pero dije que el doctor le daría toda la información necesaria.
– Todo va a estar bien. – dijo y abrió y cerró sus manos.
El doctor Clara se acercó y le comunicó que la joven había fallecido.
– ¿Cómo? – preguntó, tal vez en la esperanza de haber escuchado mal.
Cuando el médico repitió sus palabras el hombre se sentó en la cama, se dejó caer junto al cuerpo y llevó sus manos al rostro.
Luego las pasó por su cabeza, como si alisara cabello rebelde.
Nos miró y dijo:
– Es la esposa de mi mejor amigo…