Había caminado pocos pasos, cuando sintió el tirón en su brazo que lo obligó a volverse.
Habitualmente, en las películas, esas vueltas bruscas terminaban con el protagonista en el suelo, víctima de un golpe traicionero.
Por un segundo creyó que eso era lo que iba a pasar, pero se encontró con aquellos ojos verdes muy cerca de los suyos.
– Vamo´ hablar, calmate. – dijo Ernesto Morales, olvidando por primera vez su tono petulante. – Vamos a medias, te quedas callado la boca y ganamos los dos.
Aflojó la presión en su brazo y movió la cabeza, cómo invitándolo a pensar.
Era increíble, el atrevimiento de ese hombre no tenía límite.
Al principio tampoco lo creía, revisó varias veces las cuentas, esperando que fuera un error suyo, una distracción (muy comprensible dentro de aquel mar de facturas y números) que lo hubiera hecho perder una hoja, o un recibo grande.
Pero no; las pruebas estaban a la vista, por más que no quisiera verlas, por más que le resultará increíble, la evidencia bajo esa montaña de papel era muy clara.
Morales los estaba robando.
Presidente de la cooperativa, capataz de obra y encargado de compras. La lógica marcaba que no se debía juntar todo el poder en un sólo par de manos, que “la plata la imprime el diablo y ese colorado se ríe de la necesidad” y que los controles estaban ahí para evitar esas cosas. Para evitar los robos.
Pero, a poco que uno escarbara, se daba cuenta que los controles no eran tales. Una de las encargadas de hacerlo era la nueva pareja del hombre, se paseaban frente a la esposa abandonada, sin importarle que los viera. Sin importarle el hijo que apenas había dejado los pañales.
El otro “fiscal”, era amigo de toda la vida, cuñado y compañero de copas; fue el que puso el nombre sobre la mesa. El que prefería irse temprano a controlar lo que se hacía con la plata de la que sería su casa.
Pero no podía culparlos sólo a ellos; todos tenían parte de culpa, incluso él mismo. Todos se quejaban en las asambleas, todos decían, enojados, que “alguien” debía haber controlado.
Ese alguien, se traducía en “alguno de ustedes”, porque los voluntarios no abundaban. Resulta mucho más fácil y, cómodo, criticar a quien gobierna, que remangarse y tratar de llevar adelante a un rebaño tan rebelde como omiso.
Y él había sido parte de ese rebaño, hasta que, por vergüenza, había levantado la mano y dicho que podían contar con él, para suplir al segundo fiscal por un par de asambleas.
Nadie esperaba que tomara muy en serio su trabajo, (él mismo, en primer lugar) y tal vez, no hubiera hecho más que sentarse en la reunión de directiva y cebar mate, mientras el presidente y la secretaria revisaban papeles y facturas que entendían mucho más que el fiscal suplente, pero todo cambió cuando debió hacer una “sereneada”.
Las cooperativas de vivienda por ayuda mutua, son una de las poquísimas opciones que tiene un trabajador para acceder a la casa propia. El gobierno presta dinero a la cooperativa y ésta se encarga de administrarlo, mientras sus miembros hacen las veces de albañiles, trabajando en la construcción de sus viviendas.
El dinero del préstamo no es inagotable, ((ningún dinero lo es) así que los ahorros se persiguen y pelean en todos los frentes, una de las primeras etapas donde el ahorro se puede ejercer, es en la compra del terreno. Lo que implica dejar de lado los barrios residenciales, y alejarse del centro de la ciudad, en busca de un terreno amplio (algunas cooperativas pueden albergar mas de cien viviendas) y razonablemente accesible.
Pero, uno de los inconvenientes de buscar economía, es que, a veces, el barrio donde se construirá la casa de nuestros sueños, no es el que elegiríamos de poder comprar esa casa.
Ahí nacía la necesidad de hacer “sereneadas”, que consistían en hacer de sereno en el terreno de la cooperativa, una vez al mes, para prevenir robos de material, o herramientas.
Una de las características de las cooperativas es que están integradas, en su enorme mayoría, por obreros, gente que, luego de largas jornadas de trabajo, se hace un tiempo para participar en las reuniones.
Las de directiva se hacían los miércoles, pero Rodolfo tenía su sereneada el jueves, así que arregló un cambio de fecha con un compañero cooperativista y no tuvo que robarle dos noches a la familia.
Luego de la reunión, (en la que todo su aporte se limitó a cebar mate y firmar donde le decían) abrió la vianda que su esposa le había preparado y enseguida perdió el apetito.
La comida fría parecía cualquier cosa menos comestible, pero se obligó a terminarla, no antes de tomar la decisión de sugerir a la asamblea la compra de un microondas. Naturalmente, habría quién diría que no, que era un gasto inútil; pero al final aceptarían, los micros no eran caros y muchas veces resultaban salvadores.
Después de la segunda ronda, con gran despliegue de silbidos y revoleos de linterna, el sueño empezó a pesarle, así que prendió la radio para que le hiciera compañía.
El aparato ya debía ser viejo antes que sus padres se conocieran, pero, evidentemente, no iba a durar mucho más. Una de las primeras bajas en su guerra contra el tiempo y el descuido, había sido la antena, lo que hacía que siempre sonara un chirrido de fondo que resultaría molesto aún a un grillo; Rodolfo pudo aguantarlo poco más de diez minutos, a decir verdad, los programas evangélicos de la madrugada, se le hicieron insoportables casi al mismo tiempo, así que apagó y buscó en que entretenerse mientras llegaba la mañana.
Nunca había sido muy lector, así que no se le ocurrió llevar un libro que lo acompañara, pero decidió que los papeles de la cooperativa serían un buen sustituto, de paso iba aprendiendo algo, para no tener que ser sólo un cebador de mate en la próxima reunión.
Pensaba que se aburriría enseguida, y la sereneada se le haría eterna, pero ya no dejó el salón esa noche, y el sol lo encontró más despierto de lo que había estado en mucho tiempo.
Su suegro los había invitado a almorzar, el domingo pasado, una cazuela de aquellas que lo hacían sudar de tan picantes y sabrosas, una delicia a la que hizo honor por tercera vez (ignorando olímpicamente la mirada de su esposa) antes de darse por satisfecho.
Al mediar la tarde pidió “algo para leer” y, ya en el baño, se puso a ojear el diario del día. El viejo siempre acaparaba la parte deportiva, era su lectura para después de almorzar, así que su yerno debió conformarse con los clasificados sin saber que ese acontecimiento fortuito costaría dos vidas.
Su padre no era un hombre crédulo, decía no confiar en nada y en casi nadie (salvedad que hacía para no tener problemas con “la patrona”); era un rasgo del que estaba casi orgulloso.
Desconfiaba de todo y de todos, pero, por encima de todo, y muy especialmente, desconfiaba de la dirección general de loterías y quinielas.
– Esos culorroto miran los números que menos se juegan y te los hacen salir, – decía levantando un dedo – así la gente se clava y ellos hacen su negocio.
– Pero usté sacó, una vez, papá. –
El viejo lo había mirado con tristeza, lamentándose que su único gurí le hubiera salido bobo como la familia de su mujer. Era el alcohol, el suegro chupaba más que un cura, por eso le habían salido un par de hijos mongólicos. Y de los otros cinco, bueno, nadie los podría acusar nunca de ser muy despiertos.
– Eso lo hacen para tenerlo más agarrado de los güevo, a uno – su madre interrumpió la explicación con un: “Viejo, la boca”, dicho desde la cocina. – es pa´ tenerlo agarrado mijo. Ahora vaya y hágame la jugada de siempre.
El hombre miró desde la ventana, como su hijo alejaba, jugueteando con el perro. Nunca iba a ser muy despierto, pero estaba seguro que le saldría honrado. Suspiró.
Treinta años después, su hijo suspiró de una forma muy parecida, mientras se aliviaba, con el diario en las rodillas.
Un aviso le llamó la atención: la bolsa de portland salía cincuenta y un pesos.
Cincuenta y uno, el número que jugaba su padre, el número que siguió toda la vida y que tan pocas alegrías le había deparado.
Las pocas veces que sacó, su padre parecía más triste que feliz, no le gustaba que las cosas cambiaran, no le gustaba que no fueran como él sabía que debían ser.
La noche que hizo de sereno, recordó ese momento con sorpresa; las boletas indicaban que estaban pagando casi setenta pesos la bolsa de portland. Claro que el anuncio del domingo era una oferta, pero casi veinte pesos en setenta, era una diferencia demasiado grande. Y la habían estado pagando más, en la asamblea anterior, Morales había dicho, orgulloso, que había logrado una rebaja en el precio; de pagar setenta y dos, habían pasado a pagar sesenta y ocho.
Perrota, que no sabía hablar en serio, había dicho a todo volumen: ¡Uy, qué suerte, uno más y nos dábamos vuelta!
El chiste lo distrajo y no se dio cuenta de la diferencia hasta verla ahí; plasmada en las boletas. No encontraba un motivo valido para que Morales mintiera sobre el precio de los materiales, salvo que… No, era inaudito, pero a medida que revisaba las boletas de compra, veía que el precio pagado era de sesenta y ocho pesos por bolsa, y antes había sido de setenta y dos (en eso, por lo menos, había dicho la verdad).
Pero la diferencia por bolsa era enorme, y para construir cincuenta casas, se usaba mucho cemento, mucho cemento que se estaba pagando carísimo; casi podían comprarse cuatro bolsas por lo que pagaban por tres.
Esperaba que Morales sólo fuera un mal negociante, de corazón esperaba eso, el vasco Urruzola no había criado un hijo tan desconfiado como él, pero Rodolfo había heredado mucho más de su padre, de lo que habría querido admitir. Se podía ser mal negociante, pero un capataz que no tiene idea del precio del cemento es increíble.
Anotó el precio del portland y, lo decidió a último momento, de varios materiales que se compraban en grandes cantidades.
A una cuadra del trabajo de Rodolfo, había una barraca que recibió la visita de un hombre que pedía el precio de algunos materiales. Iba a empezar a edificar, dijo, y quería saber si “se le podía hacer descuento por cantidad”.
La bolsa de portland estaba a cincuenta y cinco, pero, por más de diez, “se podía conversar un cincuenta y tres”.
En otra, el precio, inamovible, era cincuenta y tres con cincuenta, igual que en la barraca que emitió las facturas que revisó aquella noche.
Con los otros materiales pasaba lo mismo, se pagaban sobreprecios de hasta un veinte por ciento; una locura.
Un robo.
Decidió oír lo que tenía que decir en su defensa, pero nada de lo que dijera iba a hacerle cambiar de opinión; Morales tenía que irse, si había hecho esas compras sin averiguar precios, la cooperativa había perdido muchísimo dinero por su ineptitud.
Sí compró a un precio, pero pidió factura por otro, no sólo debía irse de la cooperativa, debía ir preso.
Al día siguiente, en la obra, busco el mejor momento para enfrentarlo, no quería que nadie los viera hablar, no quería que aquello se volviera una batalla campal, estaba seguro que le haría mucho daño a la cooperativa que todo aquello saltara, pero el daño principal estaba hecho, ya; aquel hombre había robado a casi cincuenta familias.
Debía hacerse responsable de lo que había hecho.
Primero se rió, restando importancia a las acusaciones, pero cuando se dio cuenta que Rodolfo realmente sabía de lo que estaba hablando, su actitud cambió.
Se mostró ofendido, indignado ante aquellas falsas acusaciones; “vamos a hacer una asamblea y ahí mostrás lo que tenés”, trataba de aparentar una dignidad herida que sus ojos no acompañaban.
Luego pasó a las amenazas veladas que, enseguida se volvieron directas, cuando dijo “cuidado que los accidentes pasan”, Rodolfo decidió que ya había escuchado lo suficiente.
Se volvió para alejarse y ahí fue que Morales lo agarró del brazo para hacerle la última oferta, compartir parte de lo que había sacado.
Aquello era tan increíble que, por un momento, se quedó sin palabras. El otro hombre interpretó mal su silencio y lo apremió – dale, quedate piola, cuando estos vejigas se den cuenta de lo que pasa, vos y yo vamos a tener casa propia. –
Rodolfo dio un tirón y se desprendió de la mano que aferraba su brazo. – Voy a la comisaría – dijo, y empezó a caminar, furioso, hacia el frente.
Estaba tan perturbado que no sintió los pasos que se acercaban apurados. Por mucho tiempo, después, se preguntó por qué Morales lo había llamado, por qué no lo había atacado mientras estaba de espaldas, indefenso; pero siempre daba gracias por ello.
Cuando escuchó el “Urruzola”, estaba tan furioso, que se volvió levantando los brazos para agarrar a ese ladrón, hijo de puta, por el cuello, y fue una suerte que lo hiciera, porque pudo proteger su cabeza del garrote que bajaba.
Gritó al escuchar como su brazo se rompía y casi volvió a hacerlo cuando la sorpresa lo enmudeció. Trató de volver a levantar su brazo, pero vio que movía sin obedecerlo; el segundo golpe le fisuró la mandíbula…
Despertó en el hospital. Lo primero de lo que fue consciente, fue lo pastosa que sentía la lengua, como si hubiera dormido mucho, luego de una borrachera.
La cabeza acompañaba tal sensación, la notaba pesada, lenta. Pero eso duró poco tiempo, el dolor saltó a primer plano y, por un tiempo, nada le disputó el primer lugar en su atención.
Le dieron el alta casi dos semanas después, le había costado casi la mitad de ese tiempo averiguar qué había pasado.
Morales lo había atacado con el mango de un pico – Cuando pienso que te pudo haber pegado con una pala, o un pico, que te pudo haber matado…- fue todo lo que pudo decir su esposa antes de largarse a llorar.
Cuando por fin se calmó, y pudo sonsacarle lo que había pasado, se enteró que, de no ser por un compañero que había oído su grito, Morales podía haberlo matado.
Luego había escapado, en medio de la confusión, y todavía no se sabía nada de él.
Rodolfo pensaba que los demás creerían que había sido por la agresión, pero su esposa dijo no, también lo buscaban por el robo, la miró sorprendido, ya que no había comentado nada a nadie.
– Nadie mientras estuviste consciente, pero vinieron unos policías a ver si podías declarar algo y lo único que pudieron sacar, antes que te durmieras, fue: Robó, Morales robó y portland. –
Rodolfo no recordaba haber hablado con la policía, no recordaba haber hablado con nadie, en realidad, pero parecía haberlo hecho bastante bien.
Su esposa empezó a reprocharle por qué no había dicho nada antes. Por qué no había ido acompañado a enfrentar a un hombre que le llevaba una cabeza y varios kilos de ventaja, porque…
Rodolfo insinuó estar dolorido y su esposa se calló enseguida, con una mirada de pánico que le rompió el corazón, pero necesitaba silencio para digerir todo lo que había escuchado.
Sin dudas, la secretaria-amante, le habría tenido siempre sobre aviso, anticipándole cada movimiento de la policía o la gente de la cooperativa.
Al día siguiente, Mascareñas, un compañero de la cooperativa, le trajo las últimas novedades. Esas noticias lo condenaron a varias noches en vela.
Mas o menos, a la hora que su esposa le contaba lo que (sin estar consciente) había hablado con la policía, unos agentes detenían a la secretaria, acusándola de complicidad en el caso de robo “y pila de cargos más” – concluyó Mascareñas, moviendo sus grandes manos.
Pero eso no es nada, cuando venía, me llamó mi señora, te manda saludos, para decirme que lo encontraron a Morales. Se ahorcó.
Rodolfo no sabía si estar más sorprendido por la noticia, o por el hecho que Mascareñas le hubiera contado antes del arresto de la mujer.
La llegada del médico, no le permitió hacer todas las preguntas que deseaba (le costaba mucho hablar, ni bien lo hacía un rato, el dolor volvía con fuerza) y, para peor, cuando lo dejaron en paz, su esposa le dijo que Mascareñas se había ido.
Cuando le dieron el alta, estuvo sin salir de casa por otros quince días (aprovechando la licencia médica) y habría seguido, gustoso, por otros tantos, pero una llamada cambió sus planes.
Algunos compañeros de la cooperativa lo invitaban a celebrar “la fiesta del primer mes” – Si te digo la verdad – dijo Perrota hablando tan rápido como siempre- no va a ser una fiesta, sino que nos vamos a juntar a tomar unas chechas. Nada de mujeres, vasco degenerado, sí querés besos me los vas a tener que dar a mí. –
Por primera vez en un mes, Rodolfo Urruzola se rió sin pensar en el dolor en la mandíbula y, gracias a Dios, el dolor tampoco pensó en él. Se dio cuenta que tenía muchas ganas de ir.
– Dale, gordo, pero por lo menos afeitate. – aún sonreía cuando cortó y ni siquiera el mal humor de su esposa le hizo cambiar de idea.
El tiempo voló mientras bebían; eran cuatro, y cada uno de ellos se peleaba con los demás para poder contarle como habían pasado las cosas.
Las cervezas se iban tan rápido como el tiempo, y el tono de sus voces se elevaba mientras trataban de hacerse oír por encima del tumulto.
Increíblemente, había gente que le echaba la culpa por la pérdida del “pobre Morales”, creían que todo era mentira, una “cama” que le había hecho, por envidia.
– Ah, pero esa gente tiene mierda en la cabeza. – dijo fastidiado – ¿Que mierda piensan, que me hice romper todo por ser el capataz? Están locos.
Un silencio incómodo lo hizo darse cuenta que había levantado mucho la voz; estaba enojado, sí, pero tal vez, las cervezas lo ayudaban bastante en eso de enojarse más.
– ¿Sabés que lo enterraron acá enfrente? – dijo Perrota, tratando de romper el mal momento. – Yo me le mearía en la tumba. –
Luego de no mucho pensar, decidieron ir a ver la tumba de Morales, por lo menos para salir un poco y que el aire los despejara.
Eso, por lo menos, salió bien. El frío del otoño les sacó bastante de la euforia, mientras caminaban entre los panteones.
– Hasta muerto nos caga, este hijo de puta – comentó alguien – en vez de estar acá nomás, hace que crucemos todo el cementerio. –
El brazo le estaba molestando, y Rodolfo trataba de no pensar en eso. Pero como siempre pasa, aquello que pretendemos ignorar, es lo único en que pensamos.
Al final llegaron, justo cuando estaban planteándose dar vuelta.
La miraron un rato, pero no les produjo nada, una lápida común y corriente, mal revocada en la parte de atrás.
– Si me la encontrara, – dijo Perrota dándole un codazo – lo meaba todo. ¡Mamita, qué frío!
El golpe que su amigo le había dado fue suave, pero una espina de dolor se clavó en la carne y recorrió de hombro a muñeca.
El dolor y el alcohol se juntaron y lo hicieron decir algo que no esperaba.
– Yo no sé vos, pero yo lo a mear. Voy a esperar que cierren y voy a vaciar todas las cervezas arriba de este hijo de puta. –
Todos creyeron que lo decía en broma, que era sólo era una bravuconada, producto de la cerveza (y una sana dosis de odio), pero cuando dijo de esconderse en el baño, cuando los cuidadores empezaron a avisar que terminaba el horario, el panorama cambió.
Trataron de convencerlo de mil maneras, apelaron a su sentido común, al “que va a decir tu mujer”, incluso lo amenazaron con sacarlo a la fuerza, pero fue inútil.
Ya había entrado al baño y se negaba a salir. Sus amigos hablaron entre ellos y decidieron seguirle la corriente, si el pobre tipo quería orinar arriba del tipo que lo había mandado casi un mes al hospital, tenía derecho a hacerlo.
No serían ellos los que lo detuvieran, sobre todo, teniendo en cuenta que ese tipo les había robado el dinero de sus viviendas.
Pero Perrota decidió probar una última vez.
– Dale, todos sabemos que, cuando baje el sol, no te vas a animar a salir. Te vamos a encontrar muerto de frío en el baño este.
Rodolfo miró alrededor y, entre las herramientas de jardín, encontró algo que le serviría, un cuchillo grande, herrumbrado y sucio de tierra, que debía de usarse cómo pala para trabajos pequeños.
– Te apuesto que, no sólo lo voy a mear, sino que también voy a clavar esto en el árbol ese, que está al lado de su tumba. –
Los demás se miraron y vieron que nada podían hacer. Sólo tuvieron tiempo de acordar a qué hora lo esperarían.
– Ponele que, a las diez, estoy saltando la reja aquella – la señaló con el mentón – tiene que estar oscuro, sino, me ven los cuidadores.
Fueron los últimos en salir y se quedaron mirando mientras los funcionarios cerraban los grandes portones.
– Esos se mueren por entrar – dijo uno, y su compañero respondió con una larga carcajada.
Volvieron al bar y se estuvieron reprochando unos a otros el haber dejado que Rodolfo cometiera una locura.
Los ánimos se caldearon un poco, pero al final, llegaron al acuerdo que no había habido nada que pudieran hacer; el hombre estaba decidido.
Las horas pasaron lentas y a las nueve y media ya estaban rodando la entrada. Pero su compañero no aparecía.
Las posiciones variaban a cada minuto.
“Ya debe estar en la casa”, “lo agarraron los cuidadores y está en cana”, “lo encerraron en el baño y no puede salir hasta mañana” las opiniones cambiaban continuamente, pero primaba la idea que su amigo les había tomado el pelo.
Sin embargo, no podían, ni querían irse; hasta que se hicieron la una y decidieron irse a dormir, pero con la promesa de encontrarse allí a las ocho de la mañana.
Apenas pudieron dormir, y apenas pasadas las siete y media se encontraron en el bar, frente al cementerio. Hablaron de pedir un café, pero desecharon la idea, nada mas plantearla.
Caminaron a lo largo de los altos muros, mientras discutían que podían hacer; uno propuso llamar a la esposa de Rodolfo.
– Claro, si el tipo no fue, le va a dar un ataque, o algo. Capaz que hasta la traen acá mismo. No señor, esperemos y veamos qué pasa.
Mascareñas, que iba unos pasos delante, se detuvo tan de golpe que los demás casi tropezar con él.
No hizo falta preguntar qué pasaba, lo estaban viendo. Dos autos de policía entraban al cementerio.
Se quedaron rodando la entrada hasta que uno de ellos vio a un milico que conocía; la noticia que les dio detuvo sus corazones.
En un tono tan sorprendido como fastidiado, dijo: Uno que apareció muerto.
No podía creer que le dijeran que, probablemente, lo conocían, así que los llevó casi corriendo a ver al comisario y éste, luego de oír el relato, los condujo hasta “el occiso”.
Tirado sobre la tumba de Morales, algo de costado y con un ala de su gabardina clavada por un viejo cuchillo, a la raíz de un árbol, estaba el cadáver de Rodolfo…
En algo, sus amigos tuvieron razón. Uno de los cuidadores entró al baño y cerró la puerta por afuera, cuando salió.
Rodolfo pasó una noche interminable, dentro de aquel baño húmedo y frío. Por suerte había traído una botella debajo de su gabardina; el calor del alcohol lo acompañó bastante.
Muchas veces se reprochó el haber cometido la estupidez de quedarse ahí, pero si uno apuesta, tiene que cumplir.
Y, además, aquel hijo de puta lo había apaleado. Lo había apaleado y mandado al hospital.
¡Y cómo le dolía el brazo con ese frío cruel!
A medida que pasaba la noche, una imagen volvía y volvía a su cabeza: cómo aquel hombre había creído que él era tan sucio de poder querer ir a medias.
Su mente recreaba todo el tiempo cómo Morales lo había tomado del brazo para obligarlo a oír su última propuesta.
Al final, el frío, el cansancio y la botella se aunaron y se durmió, sentado en uno de los inodoros de un cementerio, encerrado.
No supo cuánto tiempo estuvo dormido, pero escuchó el cerrojo de la puerta y como usaban otro de los gabinetes.
Tuvo que morderse la mano para no reírse cuando oyó los ruidos que hacía el hombre mientras estaba el baño. Estuvo largo rato, pero, por suerte, dejó la puerta abierta al salir.
Rodolfo estuvo un rato quieto, esperando que el hombre se alejara, y salió. Fue hasta el portón, e incluso levantó una pierna para empezar a trepar, pero pensó que los demás se reirían de él y, aunque pareciera raro, no había usado el baño en todo el tiempo que estuvo encerrado.
Volvió sobre sus pasos y, sorprendentemente, encontró la tumba de Morales sin ninguna dificultad.
Se apoyó en el árbol que estaba al lado, para que su silueta no lo delatara y orinó larga y lentamente sobre la tumba de aquel hombre.
Luego buscó algo con que limpiarse y sus dedos dieron con aquel viejo cuchillo; faltaba la segunda parte del trato. Se agachó y, con todas sus fuerzas, clavó el cuchillo en la raíz del árbol.
– Vos nunca más vas a robar a nadie, hijo de siete mil putas. – dijo antes de levantarse.
O, de tratar de hacerlo, pues en la oscuridad de la noche, no se dio cuenta que el cuchillo había clavado un ala de su gabardina.
Cuando sintió el tirón, antes que su corazón se detuviera, Rodolfo pensó que Ernesto Morales había vuelto a hacerle una última propuesta…