Muñecas de trapo

Por enésima vez miró el reloj. El segundero parecía haberse detenido y volvió a temer que se hubiera quedado sin pilas.

La fina aguja se movió y mantuvo un ritmo invariable hasta que dejó escapar el aire, casi mareada. Había estado conteniendo el aliento sin darse cuenta.

Parada junto a la mesa, apoyaba una mano sobre el respaldo de una silla. Esa y la del otro extremo eran las únicas que quedaban del juego original. Las otras fueron víctimas del tiempo y las mudanzas. Estaba descolorida, el asiento ya no era mullido y uno de los resortes asomaba por debajo.

La mesa había perdido brillo. Todo desde su matrimonio había perdido brillo.

Volvió a pasar un trapo húmedo sobre el mantel; estaba limpio, lo sabía, pero a él no le gustaba “comer entre la mugre”.

Fue una de las cosas que aprendió más rápido.

Lo primero que supo fue que le molestaba que le hablara luego del sexo.

Se habían casado rápido; lo vio la primera vez que sus padres la habían dejado salir a bailar, como regalo por su decimoctavo cumpleaños.

Con una seguridad en sí misma que no había sentido nunca antes.

Tal vez fueran esos dieciocho años.

Su madre dijo que todo cambiaría cuando fuera una mujer, pero despertó ese día sintiéndose igual que siempre; los días eran iguales, monótonos y el de su entrada en la adultez no se distinguió de los anteriores o los que siguieron.

Pero un día todo tembló.

Sentada frente a la ventana, leyendo una Corín Tellado de las que había cambiado hacía poco, acompañaba a su madre mientras tejía.

Hmm, dejó escapar la señora; siguió su mirada y vio a Carina, la hija mayor de la vecina de enfrente.

Entendió la desaprobación de su madre. La muchacha volvía a salir con esa pollera por encima de la rodilla. Carina ya había tenido varios novios. ¡Varios! Como tres o cuatro.

Un escándalo. Y, aunque no los conocía, mamá afirmaba que no debían ser trigo limpio.

Ella había visto uno y sintió que la miraba de manera indebida. Sintió un calor que la recorría, pero no le pareció bien. Él no debía mirarla de esa manera, no era apropiado; el calor que había sentido lo probaba.

Su madre levantó la vista del tejido y la miró por encima de sus lentes.

Parecía magia, pero mantenía el ritmo de sus puntos como sí aún los estuviera viendo. Ella creía que contaba los puntos en voz baja mientras no miraba, pero era de mal gusto mirarle los labios.

– El sábado vas a ir a bailar – Contó las hileras que le faltaban para la sisa, afirmó con la cabeza y continuó – Ya sos una mujer, tenés que salir; no podés quedarte para vestir santos.

Recién había cumplido la mayoría de edad, pero mamá pensaba que sí no se casaba antes de los veinte, todos los buenos partidos estarían tomados.

Recibió la noticia casi con horror. ¿Cómo sería salir a bailar? Ella había bailado con sus primos en los cumpleaños de quince. Sueltos, claro, y con su madre vigilando todo como un halcón, pero ella hablaba ahora de salir a una discoteca.

Y todo indicaba que pretendía que fuera sola.

Miró a la calle, pero Carina ya había desaparecido de la vista.

¿Cómo sería tener novio? Tener más de uno era impensable. ¿Pero si su novio tenía bigote? ¿Y si el bigote le hacía cosquillas? ¿Y si tenía mal aliento?

Llevó una mano frente a la boca y olió el suyo.

No tenía ningún olor. Aunque no era probable que su futuro novio apareciera ahora a comprobarlo

.

Por primera vez no recitó todo el rosario en la misa de las siete. Si hoy era viernes, mañana sería sábado y llegaría su primera salida.

Cuando juntó fuerzas para preguntar si su prima más querida podía acompañarla, su madre se negó fastidiada.

Las mujeres que van de a dos se ponen a hablar y reírse entre ellas y los hombres se dan cuenta que son muy niñas.

Vos ya sos una mujer…

Había ido sola. Poco después de entrar vio al que había sido novio de Carina y decidió que él sería su marido.

Esa noche, la acompañó casi hasta su casa. No permitió que pasara de la esquina, pero para endulzar su negativa lo dejó besar su mejilla.

Poco tiempo después la acompañaba hasta la puerta de casa y luego de un mes el candidato era felizmente recibido en casa por su futura suegra.

Antes de un año los anillos habían cambiado de manos y, orgullosa, había agregado un “de Rodríguez” a su apellido.

Fue una fiesta pequeña; algunos amigos del novio y pocos familiares de ambos.

Él tomó mucho.

Cualquier sueño que hubiese tenido sobre su luna de miel quedó desgarrado con su brusquedad.

El alcohol había hecho que no fuera delicado, amable ni paciente.

Tomó lo que era suyo y le dio la espalda. Ella había ensayado mil veces las palabras que diría en ese momento y no quería quedarse sin decirlas. Nada había resultado como soñara, pero era la esposa y eso le daba ciertos derechos; decidió hablar de todas formas.

Cuando empezó, él masculló algo y no se dio vuelta.

Alzó un poco la voz para que no tuviera forma de no oírla; lo que quería decir era importante, lo había ensayado muchas veces.

– Esas gotitas que ves ahí… En realidad, era una sola y bastante grande, pero a su esposo no parecía molestarle; no estaba de su lado.

Continuó hablando hasta que él se dio vuelta despacio…

Al fin la oiría, sabría lo que ella sentía en ese momento.

– ¿Vos me estás tomando el pelo?

Se quedó helada. Jamás se le habría ocurrido una reacción así. – No, no mi amor, yo…

– Entonces callate y dejame dormir.

Trató de explicarle y en ese momento le dio el primer bofetón. No fue muy fuerte, no fue el último. Ni siquiera le dejó una marca.

Eso vendría después.

Las marcas, las “caídas” y hasta el yeso vendrían después.

Ese no fue el golpe más fuerte.

Pero fue el que más le dolió.

Hasta anoche.

Llegó a casa, muy borracho. Sin saludar se sentó en la mesa y empezó a comer. Se limpió la boca con la manga y dijo: Me voy con otra.

Miró el plato de su esposo sin entender. No comían juntos; ella hacía ruido. Él había tratado de enseñarle, varias veces; y creyó haber aprendido. Comieron juntos un par de semanas hasta que, una noche, él dejó caer su tenedor sobre el plato.

– Haces mucho ruido.

Ella se aflojó, había aprendido que si se quedaba floja los golpes dolían menos.

A golpes se aprende.

Pero no le pegó esa noche. Sólo dijo: vas a comer después de mí. Lo miró sin comprender.

– Yo voy a comer, vos vas a lavar mi plato y después vas a comer. – No hace falta ensuciar otro, usas el mío.

De alguna manera aquello la había asustado mucho más que los golpes.

Pero ahora un terremoto había golpeado su vida.

– ¿Q-qué?

– ¿Qué? – remedó él – Que me voy con otra, sorda. Que no te aguanto más. Ahora andá a prepararme la valija. Y pobre de vos que las camisas no queden bien planchadas.

Ella miraba el plato de su esposo. No había acabado aún su comida.

¿Cómo podía estar diciéndole esto si aún no había terminado su sopa? Era inaudito.

Algo estaba mal. Muy mal.

Él amagó a pararse y gritó ¡¡dale mierda!!

Ella fue corriendo hasta el cuarto y empezó a arreglar toda la ropa en dos valijas.

Una tenía el cierre trabado y se quebró una uña al abrirla.

Enchufó la plancha con el dedo en la boca.

El sabor metálico de la sangre la distrajo y dejó calentar demasiado el hierro.

La plancha dejó una leve aura marrón en la solapa de la camisa.

Volvió el hierro hacia arriba y se dio cuenta que lloraba.

Una lágrima cayó sobre el metal y se evaporó con un siseo.

Si se entera de esto me va a pegar, pensó.

En ese momento la cabeza de una de sus antiguas muñecas de trapo se desprendió y cayó sobre la cama.

No había motivo para que eso pasara, así que dejó la plancha y parándose descalza sobre la cama revisó la muñeca descabezada.

De sus hombros sobresalía, a modo de macabro cuello, un rollito de billetes.

Esas muñecas eran lo único suyo que había en la casa. Él las había querido tirar innumerables veces, le habían costado dos costillas y dolores al respirar los días fríos.

Pero estaban allí y eran lo único realmente suyo en esa casa.

Las miró un rato, volvió a poner la cabeza sobre la que la había perdido y le arregló una trenza rebelde.

– Traeme el vermú. – dijo su marido – Y acordate que son dos hielos, no tres.

Al rato, como si no viniera al caso agregó: pelotuda de mierda.

Se acercó por detrás, alzó la plancha y golpeó.

Golpeó por el vermut y por cada piedrita de hielo.

Aunque decidió servirle tres.

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