Caligrafía exquisita

Marcelo Zapata tenía muy buena letra. Todas las maestras se lo decían.

Su madre estaba contenta, con eso. Marcelo no.

La diferencia de criterio se basaba en que su madre no entendía la dinámica masculina.

Tal vez hubo un tiempo en que la buena caligrafía (mierda por conocer esa palabra) era motivo de orgullo grupal y envidia silenciosa.

Pero eso fue hace mucho, y, Marcelo no tenía dudas al respecto, sólo entre mujeres.

Ahora, si tenías una buena cali… (¡no, no, y no! Si tenías buena letra). Ahora, si tenías buena letra, te odiaban.

Bueno, capaz que no te odiaban, odiaban, pero el resultado era tres cuartos de lo mismo; tus “compañeritos” (¡ay, mamá! ¿Cómo pudiste decirlo en voz alta?) te llamaban al orden, te pegaban, te “atendían”.

Eso era lo natural, lo había entendido por segundo o tercero, mas o menos por la época en que entendió que no era buena idea comentárselo a sus padres.

Mamá había ido a hablar con la maestra, que después les dedicó una perorata que les consumió medio recreo.

Marcelo creyó que perder la mitad del recreo, había hecho que sus compañeros entendieran que se habían comportado mal; pero no. Naturalmente que no.

Y demostraron su molestia de la manera más física posible.

Cuando le contó a su padre, a la salida (sí, había sido en tercero. Fue el último año antes que papá cambiara de horario), éste lo miró y le dijo: “Bueno, te voy a anotar en Karate”

Marcelo lo miró incrédulo, esperando una sonrisa o algo que le confirmara que su padre bromeaba, pero no; parecía haberlo dicho en serio.

– O se está volviendo loco, o cree que, de verdad voy a aprender de un día para otro – pensó.

Su padre seguía hablando se los beneficios que le traería el aprender karate: te va a hacer bien mover el cuerpo, vas a sentirte mejor, vas a tomar aire y te vas poder defender. – y dándole un leve codazo (su padre era bastante bajo), agregó: ¡¡y las nenas te van a perseguir!!

Marcelo lo volvió a mirar, su padre le guiñó un ojo y eso confirmó sus sospechas.

Lo había dicho en serio.

A su madre no, no le gustó la idea, no aprobaba “toda esa violencia”, pero estuvo de acuerdo en que le vendría bien un poco de ejercicio, “Para que tome un poco de colorcito”.

La suerte le sonrió a su hijo, pues el profesor dijo no tener cupos.

– Puedo ponerlo en lista de espera, y llamarlos si algún niño deja de venir, pero a esta altura del año, es bastante difícil. – Miró a Marcelo y lo sorprendió con una sonrisa franca – Vas a tener que esperar, campeón.

Éste le devolvió la sonrisa sin darse cuenta, el profesor le había caído bien instantáneamente; casi lamentó no poder empezar.

Al poco tiempo, sus padres olvidaron las artes marciales y él siguió siendo el blanco de burlas y golpes de algunos de sus compañeros.

El peor era Lautaro, un niño insoportable al que su madre jamás había podido controlar (Marcelo lo sufría desde el jardín de infantes). La mujer se limitaba a llamarlo y repetir “Lautaro, vení. Hace caso, le voy a decir a papá”

Todo con el mismo tono aburrido que el niño no parecía oír.

Lautaro era un misterio para Marcelo (quien creía que también debía serlo para su madre), hasta tercer año había llorado todos los días de la primera semana de clases.

Corría, empujaba, pegaba y gritaba, ajeno a los llamados de su madre hasta bien pasada la hora de entrada, sí, por casualidad, ella podía agarrarlo en sus correrías, la pateaba y se resistía con furia, Marcelo recordaba la sorpresa cuando vio aquello por primera vez, pero llegado el momento de entrar al salón, Lautaro se abrazaba a las piernas de su madre como un náufrago se aferra a un salvavidas.

La última oportunidad, fue memorable (la penúltima en realidad); Lautaro había hecho toda su actuación habitual y ya nadie le dedicaba más que una mirada aburrida, cuando tropezó con sus piernas al aferrarse a su madre.

El resultado fue que la mujer lo dejó caer para sostener los pantalones deportivos que su hijo había bajado accidentalmente al tratar de sostenerse.

El niño ni sintió el golpe, con una risa histérica trataba de volver a bajarle el pantalón, revolviéndose cada vez que su madre lograba atraparlo.

Su hijo alcanzó a bajarlo un poco por segunda vez, pero eso colmó la paciencia de la mujer, quien le dio un bofetón que lo hizo caer al piso.

El niño alcanzó a mirarla incrédulo un par de segundos, antes que su madre, roja de furia y vergüenza, lo levantara de una oreja y se lo llevara de vuelta a casa.

Al día siguiente, toda la escuela esperaba con ansias el segundo acto de aquel drama; pero uno de los actores cambió.

Lautaro y su padre aparecieron en la esquina y todos los ojos estuvieron clavados en ellos hasta que sonó el timbre.

El hombre, que vestía un mameluco engrasado y no había soltado a su hijo ni un segundo, lo llevó hasta la puerta del salón y, sin siquiera mirarlo, lo dejó junto a la puerta.

Lautaro no lloró ese día, ni ninguno de los siguientes, tampoco cuando su madre volvió a llevarlo todas las mañanas.

En sexto se había enamorado de una compañera y Marcelo tenía la mala suerte que esa niña, su compañera de banco, era de las pocas que le hablaban y que no lo trataban como a un bicho raro.

Pero Lautaro, que aparecía periódicamente con manchas de grasa en las manos, no veía con buenos ojos esas atenciones.

De poco valía explicarle, pues parecía inmune al influjo de las palabras, y el razonamiento tampoco era algo que se le diera muy bien.

Así que las golpizas volvieron, y realmente eran complicadas, porque Lautaro defendía a “su mujer”, el hecho que la niña lo despreciara y que él prácticamente no pudiera mas que balbucear cuando se dirigía a ella, no parecía importarle mucho.

Porque ella era “su mujer”, porque él ya trabajaba, él ya era un hombre.

Marcelo trataba de evitarlo de todas las maneras posibles y, la verdad, se le iba dando bien. Lautaro no se le había podido acercar en cerca de dos semanas.

Pero todos tenemos necesidades, y Marcelo debió ir al baño una mañana.

Odiaba usar el baño de la escuela; el piso siempre estaba mojado por una gotera casi centenaria, los mingitorios no tenían presión de agua y las bachas tenían dos de tres canillas rotas.

Pero lo peor era sí uno tenía que hacer “lo otro”; en los cubículos, de paredes muy escritas y rayadas con dedos sucios, no había inodoros sino tazas turcas.

Marcelo no usaba el baño salvo en casos de extrema necesidad y éste, gracias a algo que comió y le había producido una descompostura terrible, entraba de lleno en esa categoría.

Mientras discutía con la maestra que necesitaba ir al baño, que lo necesitaba faltara poco para el recreo, se dio cuenta que no sólo era una necesidad; era una emergencia.

Mientras se aliviaba, en precario equilibrio por no querer tocar las paredes, sonó el timbre del recreo.

Se limpió concienzudamente, tiró la cadena por segunda vez y, al abrir la puerta, casi se dio de lleno con Lautaro.

La vieja cisterna hacia un ruido atroz, y, a decir verdad, estaba tan concentrado en salir sin tocar nada, que no habría notado ni siquiera la entrada de un elefante.

– Mirá quién está acá – dijo el otro con tono casi alegre – el que me quiere sacar mi mujer.

Había dos o tres con él, siempre los hay alrededor de los matones, que festejaron lo que dijo, aunque no parecieron entenderlo.

– Vení, maricón, “letra linda”, vení que te voy a mostrar lo que hacen los hombres. –

Marcelo fue súbitamente consciente de todos los olores que poblaban el baño. Fue consciente de cada uno de ellos y lo que significaba.

Y supo que estaba perdido. Contra Lautaro era prácticamente imposible defenderse, pero con sus seguidores cubriendo la salida, ni siquiera tenía sentido plantearse resistir.

Pero Lautaro sacó una revista que tenía en el bolsillo trasero y, con un ademán orgulloso, se la mostró a los demás.

– ¡Esto es lo que compra un hombre con su primer sueldo! – y abrió la revista pornográfica para que todos pudieran verla.

Marcelo la miró con bastante curiosidad al principio, las revistas de ese tipo eran algo casi mitológico a aquella edad, aunque, al poco rato, empezó a sentirse asqueado.

No entendía muy bien la mitad de las fotos y la otra mitad le parecían simplemente asquerosas, pero Lautaro y sus amigos estaban absolutamente fascinados con las imágenes.

– Mirá, esto es lo que le voy hacer a la Karen – decía y sus amigos asentían sin quitar los ojos de las fotos, callados salvo algunas exclamaciones ahogadas.

Cuando creyó que había pasado un tiempo prudencial, Marcelo dijo “bueno, me voy” y empezó a alejarse despacio. Si les llamaba la atención corriendo o algo, lo más seguro es que olvidaran la revista y se ocuparan en pegarle.

Creyó que lo había logrado cuando sintió una pesada mano caer sobre su hombro. Los olores volvieron a ser nítidos, casi tangibles y esta vez, Marcelo apretó el puño y se dispuso a golpear. Lo habían dejado acercarse a la puerta y contaba con la sorpresa.

Pero la voz Lautaro no fue amenazante, incluso su agarrón se sentía distinto.

– Este es el que me va a ayudar en las pruebas, éste es el que me va a pasar todas las respuestas. – lo giró casi sin esfuerzo y preguntó – ¿noverdá?

Marcelo decidió que no, que no le iba a pasar las respuestas, que no le iba a pasa una sola puta respuesta; pero recordó cómo Lautaro había compartido con él su revista, luego de encontrarlo en el baño, absolutamente inerme y cambió de opinión.

– Si, amigazo, te las voy a dar. – sonrió.

Lautaro pareció absolutamente sorprendido, tanto que no hizo nada cuando Marcelo se alejó tranquilo.

Al día siguiente, Marcelo se apuró como nunca en marcar todas las opciones de su hoja de prueba, pero la dejó sin firmar. Cuando la maestra se distrajo respondiendo una pregunta, pasó la prueba terminada hacia atrás y recibió la de Lautaro, casi en blanco, a excepción de la fecha, casi dibujada en el vértice de la hoja.

“El hombre” era tan imbécil que todavía le costaba escribir algunos números.

Molesto, Marcelo borró la fecha y, antes de rellenar la hoja de prueba, puso, con su mejor caligrafía, su nombre y la fecha…

Pasó el fin de semana y el lunes lo encontró tranquilo, feliz. Lautaro pasó a su lado y al grito de ¡amigazo! chocaron las palmas.

La maestra se sentó y comenzó a dar las notas según el sentido en que estaban sentados, luego de decir la de Marcelo (49 respuestas correctas, sobre un total de 50) dijo la de Lautaro.

El estudiar mucho, tiene ventajas. En las pruebas, por ejemplo, uno sabe bien cuáles son las respuestas correctas. Por eso, Marcelo hizo una mueca al saber que había fallado una respuesta.

La mueca se mantuvo aun cuando sintió la pesada mano de Lautaro dándole golpecitos en el hombro, felicitándolo.

Saber todas las respuestas correctas, implica saber, también, cuáles no lo son; por eso, la sonrisa volvió por fin a Marcelo, cuando oyó la nota de Lautaro.

Un resonante cero en cincuenta.

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