El viento

En el período de deshielo el agua, bravía, alcanzaba los tres pies de profundidad, aún más en las partes estrechas. Pero ahora el río era apenas un hilillo de agua que avanzaba entre los cantos rodados.
El follaje se cerraba sobre nosotros, dando la idea de que avanzábamos en una galería natural con vitrales por los que se colaban los rayos de sol.

Habríamos dado la vida por Timmy; era objeto de todas nuestras burlas, le decíamos cosas tan terribles como sólo pueden decirse a tus mejores amigos; apenas les daba importancia, sabía que contaba con nosotros, sabíamos que contábamos con él.

Habíamos planeado esa expedición por meses, nuestros padres dudaron antes de autorizarnos, pero luego de posponerla en un par de ocasiones, dieron el brazo a torcer y allí estábamos; alejándonos de la civilización, a dos horas de nuestros patios traseros.

Avanzábamos despacio por el lecho del río, cuidando donde poníamos los pies, pues los cantos rodados son traicioneros aunque estén secos.

Timmy iba detrás, no porque sus piernas fuesen más débiles (que lo eran) sino porque todo le llamaba la atención.

Todo, literalmente. Se agachaba cada pocos pasos para observar un caracol, alguna piedra verde de musgo o los pececillos atrapados en un mermante estanque natural.

Peleábamos con él, le decíamos que se diera prisa, que era una suerte contar con él en caso de que apareciera algún oso. Era tan distraído que no se daría cuenta aunque la bestia lo tragase.

Pero no podíamos culparle, no realmente. Había mucho para ver, mucho para oír, tocar y hasta para oler. La tenue brisa se encargaba de traernos los aromas del bosque, el olor del agua que corría, el fresco, verde, aroma de las coníferas, o el fétido de algún animal muerto. Nos deteníamos a menudo olfateando el aire cual animales, intentando saber de dónde provenía cada uno de los olores que percibíamos.

Brad se ocultó detrás de un árbol para orinar y mientras esperábamos que retornara miramos lo que Timmy había recogido por el camino.

Debía de dejar de recoger todo cuanto le llamaba la atención. Estaríamos dos días y una noche en el bosque y a ese ritmo llenaría nuestras mochilas con sus cosas.

Cuando Brad regresó dijo que había hecho lugar para un pequeño refrigerio y eso hizo que nos diéramos cuenta de que estábamos famélicos.

Comimos los sándwiches que mi madre había hecho; los chicos los amaban, mamá era la única persona sin canas que aún preparaba mayonesa natural.

Stuart dijo que debíamos ponernos en movimiento de nuevo, todavía faltaba mucho para llegar. Él no tenía más claro que nosotros hacia dónde nos dirigíamos, pero todos sabíamos que faltaban un par de horas para sentir que habíamos llegado.
Comenzamos a andar, hablando entre nosotros; Timmy se había rezagado de nuevo y cada cierto tiempo le instábamos a que apretara el paso.

En un momento le oímos decir Puajj, pensamos que podía haber visto algo, pero estaba parado allí, tomándose la nariz.
Nos miramos unos a otros hasta que un aire tibio y fétido nos envolvió y entendimos el porqué de la expresión de disgusto de nuestro amigo.

Pasó tan rápido como llegó; cuando sentimos que el aire volvía a ser fresco de a poco nos fuimos aventurando a respirar. Tal vez habíamos pasado cerca de un animal en descomposición, uno grande sin dudas, y el viento nos trajo su hedor.
Sea lo que fuere estábamos seguros de que no queríamos dormir cerca de aquella cosa, por lo que apretamos el paso y, por un rato, caminamos todos al mismo ritmo.

De repente Brad dijo que el bosque estaba en silencio. Nos detuvimos. Era cierto; ya no se oía el canto de las aves, ni el insistente repiquetear de un carpintero que nos había acompañado un buen tramo.

Nos miramos extrañados y cuando nos volvimos a preguntarle a Timmy si escuchaba algo, era el de mejor oído, vimos algo que nos quitó el aliento.

A lo lejos, los árboles a los lados del río se movían como azotados por un intenso vendaval que avanzaba cuál si fuese una ola. Y se acercaba.

Timmy fue el primero en echar a correr y todos seguimos su ejemplo. Mientras huía me di cuenta de que aquel extraño silencio se hacía más denso; no escuchaba más que mis pasos, los de mis amigos y el sonido de vidrio al romperse. Stuart era religioso y jamás decía malas palabras, pero en ese momento le escuché soltar un “Oh, mierda”. Seguí su mirada y vi que Timmy se había detenido y buscaba algo entre las piedras, sus lentes habían caído. Era un topo sin ellos; los necesitaba.

La ola de viento se acercaba, azotando los árboles a medida que consumía la distancia que le separaba de nosotros, devoraba los metros en silencio.

En completo, sobrenatural silencio.

Gritábamos a Tim que se diera prisa; que, por amor de Dios, se apresurara cuando la ola le alcanzó.

Presa del pánico miró atrás en el último minuto y así le recuerdo, de espaldas cuando el viento que avanzaba llegó a él, agitó su cabello y desapareció.

Tan repentinamente como había empezado, aquella ola invisible se esfumó ni bien llegó a nuestro amigo. Él se mantuvo allí, levemente agachado, en la posición en que nos encuentra el miedo, momentos antes de echar a correr.

Se enderezó y parecía más alto, más fuerte, más… No lo sé, salvaje.
Seguía de espaldas cuando Brad le llamó. Recuerdo su tono aprensivo cuando dijo ¿Timothy?

No Tim, ni Timmy. Brad llamó Timothy a su amigo de toda la vida.
Vimos que pareció sobresaltarse y se volvió.

Lentamente.

Recuerdo cuánto me asustó aquella sonrisa voraz antes que se abalanzara sobre nosotros…

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