Compañeros de mesa

Pietro Vilela estuvo a punto de cortarse cuando la idea llegó a su cabeza. Bajó la Gillette con una sonrisa incrédula, ¡las cosas que se le ocurrían a uno cuando la radio no funcionaba!

El tano es un hombre puntual, decían en el ministerio, siempre marca en hora. Incluso cuando los paros de transporte dejaban medio capital a pie, el tano Vilela no llegaba ni un minuto tarde. Ni a la oficina ni al café.
En el café también sabían que era un hombre de costumbres regulares. No era mucho más lo que conocían de un habitué de casi tres décadas, pero eso era algo que podía decirse de toda la clientela de “Don Victoriano”.

Porque aquel lugar tenía una característica única; allí no se hablaba. Nadie, ni mozos, ni clientes, ni siquiera algún despistado que entrara por primera vez; nadie. Y eso, en opinión de Vilela, estaba muy bien

Cuando empezó a trabajar los compañeros de área se dieron cuenta que había heredado la verborragia de su padre, a quien resultaba imposible sacarle algo más que un “buenas” dicho entre dientes. La leyenda decía que una vez lo habían oído despedirse, pero la gente en las oficinas tiende a exagerar.

Ya no quedaban quienes recordaran al viejo, la vida sedentaria y silenciosa se le había ido una tarde cuando la primera bala de un tiroteo lo encontró saliendo del subte. El viejo Fabiano habría gruñido con disgusto ante el escándalo que siguió; tiros, sirenas y puteadas de milicos y asaltantes rodeaban el cadáver que se enfriaba en la vereda.

Poco dejó el viejo y nada que no estuviera ya en casa, así que la vida de su hijo no había cambiado mucho. Casi podría decirse que la única herencia había sido su lugar en el café al que llegaba siempre media hora antes de empezar a trabajar.
Esa mañana Pietro ocupó el lugar que fuera de su padre, el mozo dejó el café, el platillo con las dos medialunas y se fue sin decir palabra. Como siempre.

Todo fue lenta rutina hasta que un día un hombre se sentó del otro lado de la mesa. Quedaban un par de mesas libres pero el hombre había elegido compartir la suya; Pietro se sintió un poco invadido, pero no dijo nada. El desconocido tampoco habló y el mozo se mantuvo fiel a su silencio. Así empezó una nueva rutina en la vida de un hombre que pocas veces usaba aquella palabra. Una costumbre que pronto se volvió cotidianidad y poco después, invisible, como todas las cosas que no cambian.

Pero algo no estaba bien, algo comenzó a incomodar a Vilela. Primero fue como un ruido que se escucha a lo lejos y no puede identificarse, luego como algo que se percibe más allá del rabillo del ojo y que no está ahí cuando miramos. Por unos días pensó que tal vez pudiera estar por enfermarse, pero no, nunca lo había hecho y no tenía motivos para empezar en ese momento. Algo no estaba bien y eso al tano Vilela lo tenía a mal traer.

Hasta que llegó el día en que casi se cortó con la máquina de afeitar. Y pasó porque se dio cuenta que su piel ya no estaba tan firme como antes, nunca había pensado en envejecer, no tenía sentido pensar en lo inexorable. Pero la radio se había descompuesto y esa mañana en el baño sólo se escuchaba el sonido del agua corriente y el suave rumor de la hoja al rozar una piel lampiña.

Así que Pietro se miró al espejo con una atención que nunca antes se había permitido. Sí, su piel no era la misma, incluso su color pálido había cambiado un poco de tono. El tiempo pasa para todos, pensaba, cuando reparó que no. No recordaba que la piel de su compañero de mesa hubiera cambiado desde que se sentara junto a él.
Capaz que es el diablo, se dijo, y la idea fue tan tonta y repentina que estuvo a punto de cortarse. Debió bajar la máquina de afeitar, sorprendido por las cosas que se le ocurren a uno cuando la radio deja de funcionar la noche anterior.

Pero como su compañero de mesa, aquella idea había llegado para formar parte de su rutina y parecía tener toda la intención de quedarse. Entonces Pietro decidió sacarse la duda y mirar a aquel hombre con todo el cuidado y disimulo que pudiera aunar.

No, el tipo tenía la misma cara, la misma piel que el primer día. Lo sabía porque lo había mirado con detenimiento, sorprendido cuando se había sentado con él en lugar de ocupar alguno de los lugares libres que quedaban.

Camino a la oficina hizo cuentas. Al viejo lo habían matado veintiséis, no, veintiocho años atrás. ¿Tanto? ¡Qué increíble, veintiocho años, ya! Y este hombre habría llegado unos meses, medio año después, como mucho.

Nadie vive casi treinta años sin que le cambie la cara. Pero este tipo sí. Habían muerto clientes, se habían cambiado lámparas, mozos y hasta la marca de la soda, pero este hombre estaba igual. Se vestía igual, pensó Pietro, aunque eso no era raro; él seguía usando las mismas camisetas del once desde quién sabe cuándo.
Pero este hombre no envejece, se dijo, y se dio cuenta que eso era una convicción. De haber sido otro café tal vez hubiera podido preguntarle, pero en Don Victoriano la gente no hablaba, hasta había un cartelito en el mostrador que lo recordaba.

El menú era corto, allí; muy corto. Sólo se servía café con medialunas. Un vaso de café, otro de soda y un platillo blanco con dos medialunas. Ni siquiera tenías que preguntar el precio porque estaba allí, en el cartelito. Tomabas tu café, comías una medialuna y pagabas, no hacía falta hablar.
Nadie sabía el nombre de nadie, ni siquiera el de los mozos. Nadie conversaba, nadie pedía otro café en voz alta, nadie preguntaba a su compañero de mesa si el infierno realmente tenía olor a azufre.

Al año Pietro decidió seguirlo, ver dónde trabajaba, averiguar su nombre, saber más de él. No fue una decisión fácil porque si el hombre iba muy lejos el tano Vilela podía llegar tarde por primera vez. Pero lo perdía, no importaba qué tan atento estuviera a cada paso de su perseguido, lo perdía. Una vez caminó tan cerca que no hubiera ni siquiera tenido que estirar el brazo para tocarlo, pero una mujer pasó entre ambos y cuando volvió a mirar el hombre ya no estaba allí. Quedó tan sorprendido, tan absolutamente absorto que cuando volvió en sí debió correr casi diez cuadras para llegar transpirado y jadeando marcar cuando casi terminaba el minuto de su hora de entrada.

Compró el arma cuando vio que se estaba quedando calvo. Un Taurus, treinta y ocho milímetros o algo. Lo tenía en el cajón de su escritorio cuando el gerente de área le dijo que no podían dejarle pasar más tiempo, tenía que tomarse licencia.

– Pero ¿qué voy a hacer? – preguntó en tono desvalido.
Su jefe meneó la cabeza y se fue sin responder.

El Taurus le pesaba en el bolsillo del saco cuando llegó a Don Victoriano. Poco después entró el diablo a tomar su café. Pietro miró la medialuna que el otro siempre dejaba, hizo tiempo para que no se diera cuenta que le seguía y salió.
Caminaba casi una cuadra atrás, mucho más lejos de lo que había estado nunca y sin embargo esa vez no lo perdió.

Esperó ocho horas frente a la puerta del edifico y lo vio salir, despreocupado, con el pelo abundante moviéndose con el viento.
Lo siguió desde el otro lado de la calle y tuvo un pequeño momento de ansiedad cuando lo vio meterse al subte. Cuando bajó lo vio casi enseguida, el tren llegó rápido y subieron a vagones contiguos. Lo controló a través de las puertas y demoró bajar hasta que el timbre acabó de sonar.

La calle no estaba bien iluminada, algunos focos estaban rotos y en una de esas lagunas oscuras Pietro sacó el revólver y desde pocos pasos disparó hasta vaciar el cargador. Siete tiros que no sonaron tan fuerte como esperaba, pero que no inmutaron al hombre a quien iban dirigidos.

Debajo de un foco encendido su compañero de mesa se volvió, lo miró con una semisonrisa decepcionada y con ese tono, entre aleccionador y divertido, que se usa con los niños lentos, que no miden los riesgos de sus travesuras, dijo: Pieeetroo…

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