Kepler-907c

“Trescientos setenta billones de kilómetros. Poco más o menos. O dicho en un lenguaje que hacía que nuestro trabajo pareciera más interesante, treinta y nueve años luz.
A esa distancia había nacido la emisión que respondió una de las preguntas más antiguas de la humanidad…
Cuando de pequeño miraba Cosmos, una de las frases de Sagan me marcó profundamente; recuerdo su hablar pausado diciendo: Qué gran desperdicio de espacio sería si realmente estuviésemos solos.
Miré a mi alrededor, al exiguo mobiliario que teníamos en el remolque. La cama de mis padres sobre un extremo, la mía, que al plegarse formaba la mesa donde comíamos, y nuestro único lujo, un televisor blanco y negro que era mi ventana al mundo. Sentado allí la idea de desperdiciar espacio me parecía escandalosa. Tanto que debí salir y mirar al cielo preguntándome qué demonios significaba tener todo ese vasto universo nada más que para que en él vivieran personas detestables como la maestra Dillion, aquel idiota de Chuck Winslow o, sin ir más lejos, mi padre.
Aquel momento cambió mi futuro, porque fue en esa cálida noche de 1980 en que decidí dedicar mi vida a demostrar que no, que todo lo que veíamos no era apenas un enorme escenario para unos pocos actores…”


El viejo era astrofísico y uno famoso, además. Uno que había inspirado a toda una generación que quería formar parte del ya no tan selecto grupo de escuchas celestiales. El Dr. Jerry Thomas era un científico, pero demonios si no era también un narrador excelente. En esas entrevistas que esperaba se convertirían en su video biografía oficial, el anciano había hablado de los calores húmedos y agobiantes de Arecibo, de las noches gélidas del desierto de New México y de cómo una noche las alarmas sonaron cuando preparaba el café que le mantenía despierto.
Al principio creyó que era imposible, una estrella tan cercana habría sido estudiada en innumerables ocasiones y cualquier señal que se originara allí tendría que haber sido descubierta años atrás. Y sin embargo el equipo así lo mostraba. De Gliese 1132, una estrella que se encontraba en términos espaciales a un paso de la tierra, llegaba una señal que, a primera vista, era de origen inteligente. El joven astrofísico respiró hondo, se obligó a seguir cada uno de los pasos del protocolo, hizo todas las llamadas correspondientes y cuando comenzaba a sentirse orgulloso de su profesionalismo y presencia de ánimo, recordó algo que le hizo desplomarse en su asiento.
Resultaba extraño que hubiera olvidado algo que le obsesionara por meses y que se había concretado apenas quince días atrás. Un nuevo software había hecho mucho más certero el procesamiento de las señales; esos nuevos algoritmos eliminaban el ruido de fondo y permitían que las emisiones anómalas destacaran de la estática. Y eso habían hecho con la emisión proveniente de Gliese 1132, filtraron el ruido y se enfocaron en una señal tan débil que apenas se distinguía del entorno.
Accedió a la información sobre aquel sistema solar y su corazón estuvo a punto de detenerse. Era un sistema Kepler, había un planeta no mayor que la tierra, casi en el centro de la “zona ricitos de oro” y, lo más importante, su atmósfera no era tenue, sino densa como la de nuestro planeta. Aunque cuando empezaron a descubrirse habían despertado gran revuelo, los planetas potencialmente plausibles de albergar vida habían caído rápidamente en el interés del público.
La prensa había abusado de los titulares infundados y la gente culpaba a la Nasa por su decepción. Pero eso cambiaría pronto, porque de Kepler-907c acababa de llegar una señal que sólo podía ser causada por seres inteligentes.

Habían pasado casi treinta años desde que recibimos aquella señal, y aunque el escepticismo había reinado al principio, la humanidad debió aceptar la realidad más removedora de su historia. No estábamos solos, y lo más aterrador, probablemente no fuéramos tan especiales como nos habíamos habituado a creer.
Lingüistas, criptógrafos y científicos de todas las disciplinas trabajaban mancomunadamente en un esfuerzo frenético por descifrar la lengua de nuestros primos lejanos, pero sin éxito.
Se reconocieron varios sistemas lingüísticos distintos, aunque con predominio muy marcado de dos de ellos, “Los dos imperios” como les llamó un periodista avispado.
El público abrazó la denominación, como acontece siempre con aquello que está lejos de la realidad, pero tiene la dimensión de lo simple. Los políticos usaron la frase para justificar su enemistad con sus rivales, asesinatos raciales fueron cometidos porque también en el cosmos había razas, se formaron comunidades pregonando la paz universal y mientras tanto la vida siguió.
Día a día, distinta, pero igual.

Ignorábamos si los Keplerianos podían recibir nuestras señales, si habían elevado sus antenas al cielo buscando aquello que nos había permitido encontrarles, pero muchos deseábamos fervientemente que así fuera porque apenas faltaba una década para que nuestra respuesta llegara a su planeta. El optimismo inundaba el proyecto.

Hasta que llegó el primer pico.

Se trató de mantener en secreto, pero con tantos oídos atentos la tarea resultaba imposible. Los rumores se extendieron como reguero de pólvora y las reuniones de gabinete se convocaron a una velocidad aún mayor.
Cuando se cotejaron los datos el horror asomó a los ojos de todos; aquel pico no podía deberse a otra cosa que a una prueba nuclear.

Hubo varias más a lo largo de casi un lustro y con el nuevo instrumental pudimos discernir que las pruebas se realizaban en lugares diferentes.
Nos hubiera encantado gritarles que se detuvieran, que no anduvieran ese camino, pero nuestras buenas intenciones tardarían casi cuarenta años en llegar. Sentíamos que corríamos una carrera contra el tiempo, que los acontecimientos cambiarían su curso cuando nuestra primera transmisión de respuesta llegara. No sabíamos si estaban escuchando el exterior como hacíamos en la tierra, pero identificarían sus transmisiones dentro de la nuestra y sabrían que los habíamos encontrado.


Nos aferramos a la esperanza de que, aunque no pudiesen decodificar el mensaje (sin referencias nosotros aún no lográbamos discernir el suyo) el saber que no estaban solos, y que una civilización más desarrollada había logrado dejar atrás el peligro nuclear les ayudaría a entender que la paz era posible.

Y de repente, uno tras otro y por espacio de casi dos semanas los picos llegaron. Una cima que se dio en un día y fue decreciendo hasta desaparecer.

Y ahora, desde el hogar de nuestros hermanos pequeños no recibimos más que silencio…

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