Jardín japonés

Caminaba  despacio entre los árboles del jardín japonés, la luz del sol se colaba entre las ramas y llenaba el estanque de círculos dorados.
Un pez Koi nadaba, lánguido, en un agua que no era tan cristalina como cualquiera esperaría, sino casi del color de la canela.
Un agua del color del muslo de una mujer deseada.
Crucé un puente que remedaba a alguno en Tokio o Kyoto, una cascada murmuraba entre las rocas, agregando un dejo húmedo al aroma de jazmín.
Un destello llamó mi atención; una moneda en el lecho, otra y otra más. Había quienes creían que cada fuente, estanque o riachuelo artificial era una fuente de los deseos donde habitaba alguna ninfa caprichosa y materialista que vendía favores al bajo precio de la necesidad.
Miré nuevamente aquel remanso en la ciudad, estaba limpio aunque alrededor volaban algunos envoltorios desechados, plásticos dejados a la buena de Dios, que acabarían en algún desagüe u obstruirían la cloaca más cercana.
El jardín era bello, lo era en verdad, pero mirando alrededor me dije que bien podía ser un diente de oro en una boca llena de piezas faltantes y mal aliento.
En ese momento un colibrí chirrió al pasar raudo a mi lado y se detuvo, en su danza grácil, junto a las flores de cerezo
Visitó algunas más y llevó su pecho iridiscente a engalanar otro jardín.
Me di cuenta de que sonreía.
Aquellas pequeñas aves siempre lograban eso, alivianar mi alma, hacer más llevadera la pesadez de mis hombros.
Las nubes habían tapado el sol y el estanque se veía ahora más oscuro.
El estanque estaba oscuro, pero en él destacaban las danzas de los peces dorados.

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