Uno de los paseos que más nos gustaba, a Nippur y a mí, era ir al predio de la arrocera; allá, donde el tío Gabino había aprendido a andar en bicicleta.
Podíamos jugar, saltar, revolcarnos en las cáscaras de arroz, muertos de risa, sabiendo que no había nada con lo que pudiéramos golpearnos.
Cuando uno puede jugar sin preocuparse por su seguridad, la cosa se pone divertida bien rápido.
Pero también se pone cansadora y, luego de un rato, el que pasara por allí hubiera podido ver a un gurí y su perro tirados en el afrecho, mirando las nubes como para encontrarles forma.
Por el rabillo del ojo vi que Nippur levantaba las orejas, miró hacia algo que estaba detrás de nosotros.
Estiré la mano para tirarle algunas cascaritas pero se relamió el hocico y gruñó por lo bajo.
Tuve que medio levantarme para ver; apoyando un codo en aquel lecho crujiente levanté mi cabeza lo suficiente para dar un vistazo alrededor.
Un hombre con un mameluco azul tan manchado de grasa como uno pudiera imaginar.
Creo que era la primera persona que veía salir de la planta, no recordaba haber visto nunca a los trabajadores de la arrocera. No de cerca, por lo menos.
Yo no estaba del todo seguro de mi derecho a estar en aquel lugar, nunca nadie nos lo había prohibido, nunca nadie nos había dicho que aquello era propiedad privada (cosa que, lógicamente, teníamos bien claro).
Pero, bueno, tampoco era que hubiésemos visto a mucha gente por allí. Y hasta yo, un gurí que todavía no había terminado la escuela, sabía bien que si no hay nadie en un lugar, tampoco hay nadie para echarte de ese lugar.
Pero, lógico, si eso en la teoría ya sonaba como una excusa medio floja, con los pelos de la espalda de Nippur erizándose mientras el hombre se acercaba la situación no mejoraba nada.
Estaba a punto de largarme a correr cuando el hombre sonrió, se agachó y llamó a mi perro.
No me parecía la mejor idea, pero la sonrisa del trabajador parecía sincera y los animales saben en quién pueden confiar.
O capaz que no, pero Nippur me miró y empezó a acercarse de a poco, olfateando el afrecho y mirando de reojo al señor del mameluco sucio.
Al rato estaba ya al alcance de la mano del operario, que, antes de tocarlo me miró y preguntó si podía hacerlo.
Era un poco tarde, pensé, aquella pregunta podía haber tenido sentido antes de que comenzase a llamarlo, pero mi perro ya le olfateaba la mano, con el rabito tieso y paralelo al cielo. No del todo convencido, pero tampoco asustado.
– Si él se deja no hay problema. – respondí, y creí necesario agregar – Pero es medio arisco.
En ese momento Nippur me desmentía, corría nervioso alrededor de su nuevo amigo. Aunque todavía mantenía cierta distancia, jugaba.
– Mire – dijo aquel hombre, sin levantar la vista a mirarme. – Tengo unos rulemanes que tirar. Si quiere se los traigo.
“nunca agarres nada que te dé un desconocido, Julio Daniel”. La voz de mi madre sonó como si estuviese a mi lado.
Cuando tomé aire para decir “no gracias”, el trabajador sonrió, como si me hubiese leído el pensamiento.
Levantó las manos, mostrándome las palmas como hacían en las películas cuando venían en son de paz.
– Déjeme ir a buscarlos y los dejo acá; se los lleva cuando yo vuelva a entrar.
Se paró y caminó de vuelta hacia la arrocera, Nippur lo siguió unos metros y se volvió a mirarme, indeciso.
– Tampoco es que yo tenga muy claro si tengo que disparar o quedarme acá, mijo.
El hombre volvió poco después. Me mostró los rulemanes. Eran cuatro, dos algo más grandes que los otros.
Ya en casa los saqué del papel en que estaban envueltos. Me había costado trabajo llevarlos, todos juntos pesaban bastante, pero tenía miedo de que algún gurí se me quedara con alguno si los dejaba para volver a buscarlos más tarde.
Había visto que algunos se tiraban por las bajadas con unas chatas hechas con maderas. Algunas no eran más que una tabla larga a la que se habían clavado otras dos que hacían de ejes.
Fijo el trasero, móvil el de adelante, el que permitía cambiar de dirección; ese se movía con los pies.
De haber estado mi madre, no tenía la menor duda de que me hubiera prohibido totalmente que me hiciese una chata, Dios me libre, no señor. Pero estaba cuidando a una tía que estaba internada, así que pude pedirle autorización a mi padre.
Pensé un rato en cómo pedirle permiso, no fuera cosa que él también me prohibiera la diversión de la velocidad y el peligro.
– Papá, ¿puedo agarrar el cajón viejo del galpón para hacerme una chata? El azul, el viejo… – había decidido llevar su atención hacia el cajón en lugar de en qué pensaba hacer con él.
Papá no encontraba el hilo para abrir la bolsa de yerba, así que respondió sin escuchar realmente lo que le había dicho.
– Sí, sí. Vaya nomás. – me volvía para ir al galpón cuando tomó aire para agregar algo.
– Soné – me dije – se dio cuenta.
Pero solo agregó “pero no desordene”, algo que nunca imaginé que saliera de su boca
Pero solo agregó “pero no desordene”, algo que nunca imaginé que saliera de su boca pero mamá le habría hecho jurar y rejurar que mientras ella no estuviera no dejaríamos nada fuera de lugar.
La verdad sea dicha, al abrir el galpón el alma se me cayó al piso. El bendito cajón estaba debajo de varios cachivaches viejos. Sería difícil sacarlo “sin desordenar nada”, por más que el galpón ya fuese un caos.
Pero no, estaba siendo injusto. Muchas cosas allí parecían haber quedado allí por los últimos cinco años en el mismo lugar donde alguien los tirara, pero no las herramientas de trabajo de mi padre.
Sus hachas y sierras estaban impecables, bien ordenadas en su rincón, los dientes brillantes por la grasa que las protegía.
El cajón era otra historia, una muy distinta. Me empeñé en sacarlo sin cambiar mucho de lugar y, sobre todo, sin sacar nada para hacer espacio. Si mi padre veía las cosas fuera del galpón, las vería como desorden, y me prohibiría todo.
Pensé que iba a resultar difícil y me equivoqué, resultó mucho peor de lo que hubiera imaginado. Varias veces estuve a punto de llorar de rabia y frustración. Movía algo y mil cosas amenazaban caerse, tocaba una cosa diferente y otras mil comenzaban a tambalear.
Pero, lentamente y luego de muchos sustos, el cajón comenzó a moverse con más libertad cuando tiraba de él. Dentro de poco quedaría liberado y lo más difícil del trabajo habría terminado.
Prácticamente estaba suelto, así que di un tirón y cuando se soltó de lo que lo apretaba la sensación de triunfo fue hermosa.
Y muy corta, porque, mientras lo miraba sonriendo, un trozo de madera basta cayó y me dio fuerte en una ceja.
Di un manotazo para sacarla, pero volvió a golpearme. En ese momento vi todo rojo, la rabia y la frustración de las últimas horas buscaron salida y le pegué con todas mis fuerzas a aquella tabla estúpida.
Si un momento atrás todo era enojo, a partir de aquel instante todo se convirtió en dolor. Una enorme astilla se me había clavado en la palma.
Y, por raro que parezca, aquel dolor intenso y el miedo, también, porque había miedo al ver aquello en mi cuerpo, me dio claridad.
Si le pido a papá primero se va a preocupar, me va a curar, pero después me va a rezongar y, lo más seguro, me va a prohibir volver a entrar al galpón. Eso significaba olvidarse de la chata y las bajadas a toda velocidad.
El tío Gabino
Como siempre, el viejo era la solución.
Fui hasta su casa lo más rápido que pude, tratando de que cada paso fuera más cuidadoso que el anterior, así la astilla se quedaba en su lugar.
El tío se puso casi tan nervioso como yo, pero luego respiró hondo, buscó una aguja, él remendaba su ropa, me sentó en un banco bajito y con un cuidado que el tamaño de sus manos hacia difícil imaginar, se dispuso a sacar la astilla.
Dolió un poco, pero, no mucho después, el pedazo de madera yacía en la palma de mi mano, inofensivo, más chico a cada mirada.
– Ahora cuénteme – dijo, luego de un suspiro.
Respiré hondo y le conté todo, desde el encuentro en la arrocera hasta el accidente en el galpón y mi arranque que había dado conmigo allí.
– Cuando hay niebla no se ve tan lejos… – comentó.
Luego tomó un mate y se quedó callado, como si no hubiese nada que agregar a aquello.
No era la primera vez que lo decía, se lo había escuchado en muchas ocasiones y en apenas una o dos realmente había cerrazón. Ese día, por ejemplo, sí que se veía lejos, lo más seguro es que no hubiera nubes desde Artigas hasta Salto, más o menos.
– No entiendo. – reconocí.
El tío asintió, cebó otro mate y me lo pasó.
– ¿Vio cuando hay niebla? – era una pregunta que no esperaba respuesta, pero asentí de todas formas. – ¿Usté ve lejos?
– No señor.
– Y cuando decidió pegarle a la madera aquella, ¿vio lejos?
– Estaba en galpón, Tío…
Suspiró como hacia seguido, como hacía cuando yo demostraba ser un gurí medio lento.
Tocó mi frente. Piense.
Pero me tocó decepcionarlo, no entendía que quería decir.
Sonrió, no de una manera que me hiciera sentir mal o bobo, no. Sonrió casi disculpándose
– Muchos grandes no lo entienden aunque haga rato que estén peinando canas o no tengan pelo que peinar. – volvió a sonreír – pero usté ya entiende, aunque no sepa. –
No le dije que no, que no entendía nada; sabía que me iba a explicar.
– ¿Verdad que me dijo que veía todo rojo cuando le pegó a aquella tabla? – asentí incómodo, molesto conmigo mismo, pero el tío se encogió de hombros, restándole importancia. – En ese momento la niebla no le dejaba ver lejos.
La niebla no siempre son nubes bajas, Julito. La niebla puede ser la rabia, el cansancio, y si uno no es generoso, la envidia o los celos.
Y cuando nos nubla la vista, cuando nos nubla el corazón, no vemos lejos. No vemos más allá de nuestras propias narices… –
Mamá me llamó para que fuera a tomar la leche. No hablé mucho esa tarde; tenía mucho que pensar.