En la asociación de pescadores había un busto de mi abuelo Braulio. No es que él fuera de pescar ni nada, pero en Artigas no somos mal agradecidos y, la verdad sea dicha, el abuelo les había hecho flor de favor. Nunca hubo mucho para hacer, allá en los pagos, salvo tener hijos o contrabandear, y en ambos aspectos don Braulio fue un cumplidor bárbaro.
Pero, si una cosa era divertida, la otra se hacía necesaria por la cantidad de bocas que había que alimentar, así que había que rebuscarse.
Pero los emprendedores siempre tuvieron problemas y en el caso de los contrabandistas, ese problema estaba en la punta del puente de la Concordia. La aduana.
A los aduaneros hay una cosa que les gusta, las coimas, y otra que no les gusta, los que no pagan coimas. Don Ramos no iba a pagar coimas por algo que era su derecho y su deber como padre, así que vadeaba el río.
En tiempos de seca no había mayor problema porque el Cuareim se pasa andando, pero Artigas es de llover. No llovía todos los días, pero si tata Dios taba malo, igual te caía agua varios días seguidos. Invierno o verano, no importaba; llovía.
Un día el Vasco le dice: Seu Ramos, traz uma bolsa de herva de lá de Quaraí.
El Vasco no era Vasco; se llamaba Vasco y tenía un almacén. Tampoco es que fuera brasilero, pero eso no le importaba, él hablaba en portugués aunque nunca hubiese pasado de Quaraí, la ciudad que está cruzando el río.
El abuelo Braulio terminó la caña, dejó fuerte el vaso en el mostrador y salió.
Cruzó la frontera por arriba del puente, y vio cómo los aduaneros lo miraban. La gracia era que a uno lo vieran pasar de ida pero no de vuelta; a la ida, aunque quieran, no te pueden parar. A mitad del puente unas gotas le cayeron en la frente y se dio cuenta que en cualquier momento se largaba a llover de vuelta. Lluvia significa tortas fritas y tortas fritas significa mate, así que era lógico que el Vasco precisara yerba.
Apretó el paso y antes de una hora ya estaba con la bolsa de Baldo al hombro, pronto para cruzar el río. Se había decidido por la de cincuenta kilos porque era fija que iba a seguir lloviendo.
El Cuareim bajaba apurado, había sido un verano tan caliente como lluvioso y la crecida ya era cosa de respetarse.
A veces el agua arrancaba troncos de cuajo y los arrastraba dando tumbos, corriente abajo. Uno de ellos fue lo que el abuelo Braulio vio venir cuando estaba a mitad del río y, aunque se apuró para que no lo golpeara, una rama le rasgó la bolsa de arpillera de lado a lado.
Cincuenta kilos de buena yerba brasilera se perdieron en el agua que bajaba tibia en el calor del verano.
El viejo Barrientos, que había visto todo, le dio una mano para ayudarle a salir del río, aunque no pudo quedarse a conversar porque se le acababa de ocurrir algo. Agarró la bicicleta y salió alto del suelo para el club de pescadores.
El abuelo Braulio fue para las casas, a esa hora no tenía sentido pasar por lo del Vasco porque el almacén estaba cerrado por la siesta.
Tomó unos mates, agarró unos pesos para otra bolsa de yerba y arrancó de vuelta para la frontera. Pero no había llegado a la esquina cuando lo encontró el viejo Barrientos, todo contento y haciendo malabares para no caerse de la bicicleta. Llevaba una bolsa grande de Baldo y le costaba mantener el equilibrio.
– Regalo del club de pesca!! – dijo, señalando la bolsa.
Resulta que toda aquella yerba disuelta en el agua tibia resultó como si se hubiesen cebado no se cuántos mates, y a los peces les encantó. A los pobres bichitos sólo les faltaban tortas fritas para que todo fuera perfecto.
Pero mate sin bombilla no toman ni los porteños, así que el viejo Barrientos fue al club de pesca, agarró cuanta bombilla pudo encontrar y, ante el asombro de sus compañeros, las fue poniendo junto a la orilla sin decir nada.
Cuando los peces se acercaron a agarrar las bombillas fue sólo tirar las redes y tener una cosecha histórica.
La ciudad tuvo pescado para toda la semana, el Vasco su yerba y mi abuelo Braulio un busto en la asociación de pescadores de Artigas.