No es que la escuela estuviese taaaaan lejos, tampoco.
Ocho, nueve leguas, capaz; no llegaba a diez.
Pero, a veces, se hacía un poco largo en invierno, con los fríos. Había que salir el día antes, y salir medio temprano, cosa de llegar en hora y estar cerca de la puerta cuando la maestra tocaba la campana.
Éramos catorce nosotros, bastantes. Es más que diez catorce.
Pero no íbamos todos a la escuela porque unos habían terminado y otros dos eran muy chicos, todavía.
Pero cada día éramos diez que rumbeábamos para allá.
Cuando estaba lindo no había problema, pero en el invierno, con dos o tres palmos de escarcha blanqueando los campos, a veces se sentía un poco el frío.
Ahí uno tenía que tener suerte y ligar en el sorteo de los zapatos.
Porque éramos pobres, nosotros. Pobres en serio y el único calzado que teníamos eran los que regalaba la tía Delia cuando ya le entraban a quedar chicos.
Una pierna sola tenía. La de este lado.
Entonces te regalaba pero un zapato solo.
Entonces eran siete zapatos para diez gurí, y a dos pie por gurí son exactamente más de diez. Y más que siete también.
Una vez el Carlitos había tenido suerte y había ligado dos zapatos en el sorteo. Y ese día iba ligero para la escuela, contento, sonriente, y rengueando.
Porque le había tocado una chatita, sin gracia, medio de andar en casa, pero también la sandalia de salir de la tía Delia.
¡¡Y qué taco alto que tenía!!
Y allá andaba el Carlitos, todo elegante él, pero de este lado nomás.
Del otro no.
No está bien que lo diga, pero esa vez le sentí envidia.
Para peor tuve que esperar todo segundo, tercero, tercero, tercero y cuarto para que, por fin, me tocara el zapato de salir.
Pero un día tuve suerte. Y allá fui yo, caminando con un pie bien calzado y el otro de punta para que el rengueo no se notara tanto.